La guerra sucia

A veces pienso que en el mundo todo es basura, basura y más basura, dijo el hombre de la gorra de visera, yo estuve en aquella guerra, pero ningún ascenso y poca leche le saqué como no sea este estómago que me ha quedado revuelto para siempre.

Era ya el otoño —y es el paisano de la gorra el que sigue contando, un hombre demasiado mayor para una gorra paramilitar degradada por una marca de refresco—, pero el tiempo venía loco porque no se iba el calor del verano ni las moscas daban señal de quitarse de en medio. Engordaban las moscas, negras, pesadas, y más felices que las de otros años. Yo era un mandado, ayudé en el cometimiento de los hechos, pero la orden la daba quien la daba y que cada palo aguante su vela.

Las noches eran cómplices y ocultaban cualquier asomo de vergüenza que nos viniera a la cara, y por el día dormíamos, a los que participábamos en la operación nos dejaban francos de servicio. Yo dormía bien, aún no me habían venido las náuseas, solo un poco de resaca porque el trago de un trabajo así solo podía pasarse con tragos del aguardiente más áspero. Salíamos del pueblo con los faros apagados, por calles aparentemente dormidas donde a veces se vislumbraba la figura de alguien que observaba desde una ventana y rápidamente se corrían los visillos. El furgón parecía conocer el camino, sendas apartadas, hasta entrar en la otra jurisdicción y alcanzar el lugar donde no habría ojos que vieran ni oídos que escucharan.

Aun en tiempos con problemas, la población quiere sus jolgorios. Tomad pasodobles y fútbol y estaros quietos, es la política de los que mandan. La víspera de la fiesta de las rondallas quedó el pueblo limpio como la patena, todo quedó listo para el día siguiente, la cosa musical que hasta viene en las guías de turismo. Estaba empezando a amanecer cuando llamaron a mi puerta con mucho apremio, me uniformé deprisa y ya estaba cundiendo la voz de que habían venido los otros.

—¡A traición han entrado! ¡Un camión que más parecía un tanque!

—Fue fácil saber de qué municipio eran. ¡Y eso que nunca nos negamos a tocar gratis en sus fiestas, solo por el amor al arte y la cultura!

Cien años que uno viva y no se me marchará el recuerdo de la plaza, más horrible y fétida según avanzaba la claridad del día. Los pañuelos nos servían de mascarillas. La venganza de nuestros limítrofes lo llenaba todo, eran toneladas cubriendo la plaza mayor del pueblo más ilustrado de la Ribera, tapiaban la puerta del Ayuntamiento, hasta la estatua del benefactor aparecía profanada, funda escuelas de artes y oficios para que te cuelguen en el dedo un condón desechado.

El director de La Comarca nos consolaba con que a los otros les faltaba ingenio. Habían dejado pintadas nada ocurrentes: «Cada perro que se lama su pijo». «Donde las dan las toman». Muchas de las bolsas de plástico estaban desventradas y por allí danzaban las mondas enroscadas de las patatas, envases de cartón de la leche, plásticos manchados con la mugre de las cocinas, pañales de las criaturas, medicinas pasadas de fecha, bragas manchadas…

El alcalde estaba al quite:

—Cabo —me dijo—, convóqueme in voce a los concejales. Pero ni una palabra al secretario.

Y venga de sesión secreta, y sin dejar nada escrito, otra vez a ver en qué jurisdicción soltábamos nuestros residuos.