El oculista

—Vendrán ustedes al oculista —dijo el taxista cuando llegué la primera vez, dirigiéndose al familiar que me acompañaba—. Lo pregunto —supongo que señalándome a mí— porque conviene evitarle los baches.

Jamás en la ciudad de A*** oí referirse al oculista diciendo don Fulano, o el doctor Tal, ni una sola vez el oftalmólogo.

Ahora, siempre que en un viaje paso cerca de la ciudad, procuro llegarme al casco antiguo y es meterme en recuerdos, de cuando la recuperación de mi vista. Dicen que fue un milagro. Pero de esos milagros se hacían allí unos cuantos cada semana. Era lo más chocante del mundo que en una ciudad de solo quince mil almas ejerciese uno de los mejores especialistas de ojos. Así como suena, un prodigio para las retinas, cuando no había ecografías ni láser ni nada de lo que vendría después.

El oculista provinciano no tenía más que un mérito, y no era moco de pavo: la estadística le daba un tanto por ciento muy alto de curaciones, más que algunos grandes espadas de España y de otras naciones, incluido el maestro casi mágico de Barcelona. Junto a la gran figura de Barcelona había aprendido él la técnica, con naturalidad, sin darle ninguna importancia, como si sus dedos hubieran sido hechos para eso y nada más que para eso; le das la vuelta al ojo, abres una ventanita minúscula, y sin apenas instrumentos ejecutar la suerte suprema de pegar y coser y terminar con una puntadita, la famosa puntada de Carulla. Es una manera de decirlo a mi aire, porque a mí me tenían dormido en el trance, y no quiero saber demasiados detalles porque pronto me vienen las aprensiones.

Tampoco sé explicar, ni sabe explicarlo nadie, por qué el oculista no se estableció en una capital importante. Se puso a vivir en la casa solar, en una plazuela de la pequeña ciudad, con un jardín descuidado y las grandes estancias donde sus padres y abuelos se rodearon de cuadros y de libros que acaso no supieron apreciar. Aquella gente tuvo industrias, de mantas o de chocolates serían las fábricas. El heredero final y único del patrimonio familiar no le tenía apego al dinero. Rehusó trabajar para la Seguridad Social, y ni hablar de avenirse con sociedades médicas. Cada día despachaba un par de desprendimientos de retina, y en muchos de los casos no cobraba apenas. Al final de su tarea dejaba el sanatorio privado de la Divina Pastora y se marchaba a casa, a pie, silbando un trozo de ópera, la misma paseata serena que lo había llevado al trabajo.

—Hable con la señorita Eulalia —me dijo cuando quise saber lo que me costaría la operación—. Pero no se inquiete demasiado.

Eulalia sería una mujer mayor, me pareció por la voz. Hablé con ella, pero entonces no podía verla. Dijo que «ya veríamos», y eso era no decir nada sobre mi pregunta crematística, salvo que fuera una broma alusiva al resultado de la operación.

Me operaron y del quirófano me llevaron a la habitación, me metieron en la cama y allí estuve unos días, me parece que sin cambiar de postura. Con los ojos tapados, pero muy despierto de los otros sentidos; se aproximaban unos pasos por el pasillo y sabía yo de quién eran. Advertí que el sanatorio era lo menos parecido a un hospital. Ni siquiera tenía el olor de los hospitales. Una especie de hotel de dimensiones razonables, como para canónigos estables o viajantes de buenas firmas.

Un día, estando el médico haciéndome la visita, subió Eulalia muy apurada y le dijo:

—Doctor, no sé si realmente es una urgencia. Llaman que al señor obispo se le clavó un cuerpo extraño en un ojo, que si usted podría pasar por palacio.

Sentí no ver la cara del doctor, pero noté el desapego:

—Eso es de la córnea, dígales que llamen a don Luis el de la Caja de Recluta.

Y es verdad que el oculista renombrado solo andaba en las retinas, del resto del ojo no se ocupaba. Ni del estado general del paciente, de eso se encargaban los colegas del sanatorio.

Cuando al final vi a Eulalia con mis ojos resultó que era bastante joven. Tenía autonomía para mandar y era insobornable. De ella dependía el manejo de la lista de espera, y el teléfono sonaba mucho. Médicos que enviaban a sus pacientes, presiones, recomendaciones de los políticos, apellidos famosos o angustiada gente anónima. La consulta del oculista le daba vida a la ciudad clerical, traía gente a los hoteles y vivían las confiterías, los taxis, todo. La oficina de Eulalia tenía cierto empaque, todo lo contrario que el despacho y el pequeño consultorio de su jefe. El oculista te mandaba sentarte en un taburete; con un aparato que parecía no ser más que un espejito te iluminaba un ojo, después el otro. «Mire aquí, a mi dedo». «Mire arriba, Fidalgo». «Abajo». «A la izquierda». «A la derecha, Fidalgo». «Enhorabuena, está usted curado, Fidalgo». En Barcelona le echan mucho teatro.

Después de aquella peripecia mía volví varias veces a la ciudad. El oculista me recibía en su casa, y supe que era una excepción en sus costumbres. Le gustaba que hablásemos de mis viajes, pero sin mayores confianzas. Por esto me sorprendió cierto calor en su confidencia de esta última vez, ahora que se ha tomado la jubilación anticipada. Dice que le da pereza entrar en nuevas técnicas y aparatos, vive solo, con un servicio antiguo y fiel, metido en la lectura y la música.

El caso que me contó es de un día que se recibió una carta de los Estados Unidos, de una localidad perteneciente a San Antonio de Texas. Eulalia le pasó la carta a su jefe, era una letra de mujer y venía en un español de por allá.

«Admirado profesor: quiero a mi esposo, él merece amor y respeto y me necesita. Dudo no más que él acepte vivir si sus ojos no pueden verme. No voy a quedarme en espera de su respuesta, doctor, saldremos hacia su ciudad y ahí estaremos al aguardo de que usted nos acoja, soy una mujer decidida y lo necesito a usted, doctor, usted es toda mi esperanza en este mero momento de mi vida y puedo pagarle cuanto me pida».

Cuando llegó la carta el matrimonio americano estaba ya instalándose en el hotel Moderno, dos habitaciones comunicadas, lo más parecido a una suite. Todavía se comentan las propinas. El oculista examinó al paciente. Ahora los de Texas tendrían que esperar. La mujer intentó sobornar a Eulalia con una bufanda de visón. La agenda de Eulalia no permitía esperanzas, pero no era infrecuente que los enfermos se presentasen sin cita, confiando en la fuerza del hecho consumado, en cualquier cancelación imprevista y tan súbita que no permitiese avisar a otros con mejor número en la lista. Los de ahora siguieron unos días en aquella espera. A Eulalia le caía mal la mujer; la mujer del tejano era mexicana, zalamera, y además prepotente. Hubieran tenido que quedarse más tiempo si no fuera que esta señora le cogió las vueltas al oculista. Le tuvo la espera en la calle, y cuando él salía del sanatorio silbando, por ejemplo La donna è mobile, la mujer se le echó encima, sobona, a besarle la mano, y cuenta el oculista que se asustó y decidió despachar aquel asunto cuanto antes.

—La semana próxima, Eulalia, ¿cómo tenemos el jueves?

—Como siempre, doctor —se cercioró en sus notas—. Una señora que viene de Sevilla y un muchacho que casualmente es de aquí mismo.

—Pues serán tres. Anote a ese míster como se llame —lo dijo y ya se zafaba.

—Espere, doctor; usted sabe la edad y la historia del paciente.

—Que pase por los análisis y el cardiólogo. El cardiólogo.

Los americanos pidieron la mejor habitación del sanatorio; la mujer quiso colchones nuevos que compró en la mueblería, y eso eran negocios de hostelería para tratar con la administración, había acompañantes que querían vinos de marca o comer langostinos. Pero lo fundamental era la operación delicada y en ese terreno del oculista no cabía distinción de clases ni privilegios.

El americano estaba tendido en la mesa de operaciones. La mujer tenía buen tipo, era poco metida en carnes y se diría flexible, allí estaría en el antequirófano, esperando, sola. El oculista pensó en ella, mientras el anestesista andaba a lo suyo. La mexicana pasaría por hija y hasta por nieta de su marido, y no podría decirse que sus facciones fuesen gran cosa, con un leve estrabismo que deberían haberle corregido en la infancia. El cirujano de ojos volvía ahora, justo cuando necesitaba concentrarse, a aquella escritura que parecía trazada con angustia. Por un momento le inquietaron las palabras ávidas de la solicitante: «Dudo que él acepte vivir si sus ojos no pueden verme». Se le cruzó un mal augurio. Quizá no debería operar por tercera vez en aquella mañana, tan seguido. No había empezado la intervención y sentía una incomodidad en la frente.

—¡Sudor!

La instrumentista le pasó una gasa con suavidad.

Pero el motor de la vocación empezaba a zumbar seguro. El cirujano miró para el anestesista. Éste asintió con un gesto.

—Vamos a ello —dijo el cirujano—. ¡Pinzas! ¡Abridor!

Al terminar la faena no sabía el resultado final. Ni siquiera se sabría cuando a los dos días levantara el apósito para aliviar al enfermo solo un momento. Deliberadamente evitaba asomarse al pozo. Por muy alentadoras que fueran sus estadísticas. La señora del americano lo entendió, no preguntaba, pero con esta mujer el oculista se sentía turbado. Era aquella expresión de sus ojos que quizá quería ser implorante y resultaba exigente. Si ella se movía por la habitación, a descorrer un poco las cortinas, a lo que fuese, el enfermo la seguía con la mirada —es un decir— en cada uno de sus movimientos ondulantes. Al oculista se le quitó un peso de encima cuando destapó definitivamente al hacendado de Texas y comprobó que aquel hombre seguiría viendo sus praderas y sus caballos. Que podría ver a su mexicana. Pues que se hartase el hombre de mirarla, el oculista concretó ahora que la chola era feúcha de cara.

Entonces nos pusimos a charlar de las novedades literarias. Este médico no ha ido a congresos, no ha escrito en las revistas científicas, ahora lee todo lo que puede y casi todo lo que conoce de la vida es por los libros. No sé cómo se arreglará para el asunto de la cama, un soltero normal y todavía en buena edad, en una ciudad como ésa. Me dijo que con la jubilación anticipada se le habían despertado aficiones secretas, confesó tener un montoncillo de poemas y prometió enviarme el manuscrito. Su discurso se hacía menos coloquial, levantado hacia lo lírico. Podía ser el ambiente del salón biblioteca en que estábamos o la botella de vino que nos había acompañado.

—El vino de los Cónsules de Roma —dijo recreándose en la etiqueta—, lo alaba un escritor de cuentos eróticos diocesanos.

Cualquier tema lo relacionaba con algo que hubiera leído. De pronto, se inclinó hasta tocarme en el brazo y me dijo que no podía olvidarla.

—¿A quién? —pero no articulé la pregunta. Comprendí que bastaba esperar.

Después de aquella mañana de la revisión feliz del americano, aquel mismo día al atardecer, el oculista tuvo algo inesperado en el sanatorio y aprovechó para una ronda de cumplido a sus pacientes. Todo descansaba en orden. Los pasillos estaban desiertos. Tocó en la puerta de la habitación 14. Lo hizo como siempre, sin rudeza, pero claramente para que no se sorprendieran los ocupantes, y entreabrió la puerta. La mexicana estaba de pie, desnuda de cintura para arriba y con los brazos alzados para soltarse el pelo como en una pose. El convaleciente, sentado en un sillón, la miraba y la veía con sus ojos recién recobrados, y unas manos temblonas se alargaban hacia la forma suavemente dorada, pero sin tocarla. La escultura azteca que se exhibía era un medio cuerpo de mujer como nadie verá jamás en un museo, sostiene el oculista que los senos más hermosos que puedan leerse en el libro de Gómez de la Serna sobre los senos.

Cuando salí de la casona del oculista las calles eran pozos de sombra pero aún había sol en las torres de la catedral, todo estaba de lo más literario en la ciudad de A***. Pero dejémonos de subterfugios, estamos hablando de Astorga.