Principio de una historia

Hubo tiempos en que las puertas de la casa estaban abiertas o las llaves se dejaban puestas por fuera. Ahora todos nos cerramos. Mejor. Cada vez que alguien cruza tu puerta empieza una historia que no sabes cómo va a terminar.

El que me hablaba se ha separado hace poco. Los hombres separados tienen mucha necesidad de contar, y el de Geografía —lo conozco hace años— no es hombre para ir a un bar de chicas que te escuchan si les pagas unas copas. Además, a mí me gusta escuchar, y no cobro…

—Desde que ella marchó —me dijo— raramente suena el timbre del piso. La vecina de abajo si va a subir a reclamarme: «¡La gotera, profesor, esa gotera acaba conmigo, usted hará que tenga que mudarme de casa!», me lo anticipa a voces por todo el patio. Al final de aquella tarde vendrían los de la compañía de seguros. Llamaron por el portero automático y abrí la puerta de la calle sin preguntar. A esas horas estoy cansado. Tardé un momento en reaccionar. Desde luego, está bien que me cubran los riesgos del robo, del fuego, pero sobre todo del agua, de los desastres que pueden hacer tus grifos, y no solo a esa vecina impertinente.

»Me dicen que es explicable lo del cansancio y el desánimo. Que es una etapa por la que pasamos cada vez más hombres, los separados, o sea, la mitad del claustro. El caso es que llega el final del día y vuelves a una casa desangelada, dormitorio, el estar, un despacho desordenado, la cocina llena de enchufes. Para un hombre que se lleva mal con los aparatos. Aunque los aparatos y los muebles y las cosas hayan quedado reducidos a menos de la mitad. Pero no quiero recordar el trámite penoso del reparto.

»Ahora, esto sí debo reconocerlo, puedo echarme encima de la cama con el transistor a todo volumen, puedo arrugar la colcha sin tener que oír reproches amargos, “Te crees que una apenca con siete horas de laboratorio para después servir de patrona…”. Pero ya estarían subiendo los de los seguros. El desembarco del ascensor está mal iluminado y quienes vienen por primera vez pierden tiempo titubeando. Salí al rellano para hacerlo más fácil. Sería un “comando”, les llaman los “comerciales”. Y por qué no haberlos citado en una cafetería durante un descanso.

»Pero no hay que pasarse con las imaginaciones. Se abrió el ascensor y no era una pareja de ejecutivos, trajes y corbatas casi iguales, qué figuración precipitada la mía. Una mujer sonrió, todavía enmarcada en la puerta de la cabina. Luego salieron unas piernas largas, una falda nada juiciosa, ya tú sabes, esa falta de decoro que en las propias aulas sufrimos todos los días.

El de Geografía pertenecía a alguna asociación pía de seglares, o al menos acudía a reuniones y retiros. Tenía mucho sentido moral, y a la chica de los seguros me la describió con detalle pero con miramientos, y deduje que era una mujer con gancho.

—La chica de las piernas largas y todo eso soltó sin ningún cuidado la puerta del ascensor, me dio la mano y que encantada de conocerme. «Espero que le interesarán nuestros servicios». Esto lo dijo con alguna formalidad, pero no se le iba el desparpajo alegre y aquella pizca de ordinariez. En bandolera llevaba un pequeño bolso de color rojo, con sus frivolidades de mujer lanzada, supuse. Con la mano izquierda sujetaba una cartera profesional, probablemente llena de papeles. A estas alturas de la película del día estoy yo harto de exámenes escritos y de mapas. Lo de ella serían folletos, muchos folletos. De su empresa, la Correduría no sé qué, me habían anticipado información por correo y ya había ojeado la propaganda sugestiva. «Viva sin sobresaltos y vivirá más. Asegure su hogar y latirá más seguro su corazón». Esas promesas de las compañías antes de entrar en la letra pequeña.

»He vuelto hace un momento de un viaje —le dije para tenerla advertida—. Tengo un compromiso esta noche —está feo pero miré el reloj—, espero que lo resolvamos pronto.

»En la entrada del piso, que nunca había sido hogar, había quedado una alfombrilla de los pies, aquélla cursilería que ponía WELCOME, y el recuerdo de una voz rencorosa:

¡Límpiate mejor!

¡Que no me traigas ni una mota de barro!

¡Deberías aprender de los japoneses!

»El acostumbrarse a la libertad lleva su tiempo y esa tarde de los seguros fue la última en que cumplí la regla ominosa. Me limpié tres veces y me aparté para que pasara la visita. La ceremonia del felpudo es un gesto que si contigo viene alguien, el acompañante te imita. Miré para la chica, para sus zapatos rojo vivo a juego con el bolsito colgado del hombro, pero ella cruzó la puerta sin limpiarse, sin mirar siquiera para el mullido que pisaba, y con la mujer entró en la casa ese olor que no se va de la almohada.