Las cordobesas sueñan con el Danubio

A José María Martínez Cachero

Este asuntejo es de hace unos años. Lo conté entonces, en un relato no del todo verdadero, y ahora me da por ponerme a bien con mi conciencia de cronista veraz.

Fui invitado a cenar con dos matrimonios cordobeses. Ellas estaban muy bien, con ese atractivo jugoso que en su buena edad suelen tener las casadas. Una, la más joven, destacaba por su vivacidad menuda y clara; la otra era rotundamente hermosa en su morenez a lo Romero de Torres. Se habían vestido para el caso, la rubia con exageración y se le veía que venía de la peluquería.

—Tengo una idea —dijo el marido que lo organizaba todo—. Han abierto un restaurante entre Torreblanca y Málaga, un ruso blanco.

—Qué bien —se alegró la mujer más joven—. A mí me encanta descubrir sitios nuevos.

—¿Un coche o los dos?

—Mejor en el nuestro, Rafa —siempre la misma—. Tú pasa atrás con nosotras —obedecí—, Manolo ocupa más y puede ir delante.

Era una noche de luna llena sobre el mar tranquilo del verano. La carretera coqueteaba con la línea del agua. Parecía que se hubieran aliado definitivamente, luego se desamigaban y así iban aquí te pillo y allá te dejo. Hablábamos y reíamos. Me distrajo un punto de vanidad inocente, lo agradable de cenar con matrimonios si uno va solo: te conviertes en protagonista, da gusto contar historias y que ellas nos mimen, todo en buena ley, claro, ellas se sienten más madres o hermanas que mujeres. El cuerpo de la mujer morena fue en todo el viaje una proximidad honesta y apenas advertida, pero al despegarnos sentí su ausencia en mi costado y me vino un pensamiento, no sé si uno solo: ¿Ha tenido malos pensamientos? Sí padre. ¿Cuántas veces? No me acuerdo bien, padre…

—¡Esto es de película! —se arrebató la otra mujer que había saltado del coche como un animalillo de compañía.

Estiramos las piernas y todos coincidimos en la alabanza, cada uno con su temperamento. El restaurante lo habían instalado en una villa de recreo que casi colgaba en el acantilado. Nos dieron una punta avanzada. Fijaos, es como estar en un yate. Todos queríamos ayudar a que fuese una fiesta. En seguida acudió un servidor a nuestra mesa. Hacía de maître y camarero.

Era un hombre joven, como de veinticinco años, tostado, de una robustez que parecía propia para oficios de mayor esfuerzo físico, con un pantalón negro y estrecho, cinturón de ancha hebilla, zapatos negros y muy limpios, camisa blanca con encajes que no cuadraban con la complexión del chico.

Antes de lo gastronómico hablamos algo del establecimiento, mientras el camarero iba encendiendo las velas de nuestra mesa. Supimos que el ruso blanco, o sea el patrón, era húngaro. Pero menos es nada —nos consolábamos bromeando.

—Usted tampoco es español.

—Húngaro, yo, también —contestó el hombre joven separando las palabras. Y enseñaba una sonrisa aprendida.

—Pero allí es el telón de acero.

—Antes, entro; no salgo. Ahora entro y salgo si quiero. Dinero no. Bueno, dinero entrar sí, salir no —con dos dedos de su mano derecha hizo el gesto que hacemos los españoles, los húngaros no sé, para referirnos al contante y sonante.

—Y ahora se ha venido usted a la costa.

—Sí, pero nunca quedar. Húngaros vamos hoy una parte, mañana otra parte. Destino siempre de los húngaros.

—Debe de ser bonito vivir así…

—Bueno si soy joven. Después menos bueno.

—Usted lo es.

—Bueno.

Las señoras preguntaron qué había especial de la casa.

—Tengo páprika, pollo húngaro.

—No, pollo no, me importa poco de dónde sea. ¿Y vosotros?

—Verdad, verdad… pollo viene de Málaga —confesó el mozo—. Tengo gulyás, muy bueno gulyás. Si gusta sirvo, si no gusta no sirvo.

—Eso es fuerte para la noche.

—Dentro siempre noche —señaló a su estómago con algo de rudeza—, nunca día dentro.

—Creo que debemos probar. En cada sitio hay que pedir lo que sea más propio.

—Tú no hagas lo de siempre, Manolo, que salimos de casa y se te ocurre una tortilla francesa.

El gulyás estaba bien y lo mismo el lenguado que le siguió.

—Esto es lenguado menié.

—No, mujer mira la carta, es al estilo magiar.

A nada le faltaba su punto, y también ayudaba la presencia acusada del mar como un espectáculo inacabable, las luces graduadas con intención, la decoración que nos hablaba de un país romántico y lejano. Y sobre todo, aquel camarero que se había incluido en nuestra reunión como si en vez de un servidor fuera un invitado, y el principal. Todos le habíamos preguntado algo de él mismo y de su mundo: las mujeres, cuestiones sentimentales; los hombres, cosas prácticas, y él contestaba lacónico con ligeros titubeos que provenían sin duda de la dificultad idiomática. Cuando se alejaba, hablábamos de él, siempre de él, las mujeres estaban seguras de que era estudiante o quizás ingeniero de esos que andan en verano por los restaurantes para conocer tierras y tratar con la gente.

Casi en los postres, por ver si variábamos, pregunté a mis anfitriones por sus cosas y su ciudad. Hablamos de la vida social que hace la crema cordobesa, de las fiestas en los cortijos, y Alicia y Angustias recalcaron el tesón de algunas advenedizas por entrar en la gente bien. Angustias, la mujer de Rafael, puede ser la mujer más llamativa de la capital de la provincia. Alicia, la de Manolo, parece menos preocupada por la moda, pero cuenta con una belleza que no necesita ayudas. Qué tontería, no me cuadran los nombres. Protesto para mis adentros porque la menuda y rubia y coquetuela se llama Angustias en lugar de llamarse Alicia, que es el nombre de la morena, y las dos saldrían ganando con el cambio. Sí, los cuatro cuentan sus historias burguesas; yo asiento pero me distraigo con facilidad, tampoco ellos ponen mucha convicción. Es inútil, se ve que tenemos que volver a aquello:

—Pero usted no será comunista.

—Oh, bueno.

—Usted sería un niño cuando la sublevación contra los rusos.

—Los niños, a veces, ser como mayores.

En realidad no se sabía si el mozo era comunista o no, ni tampoco cuál hubiera sido su peripecia personal en la ocasión que estábamos evocando. Por el embeleso de nuestras damas comprendí que ellas lo tenían ya por un héroe, estoy seguro de que lo veían con sus pantaloncillos cortos de niño patriota tirando botellas inflamables contra los tanques. Creo que debo confesar una vaga incomodidad, decir celos sería exageración: empezaba a fastidiarme aquel hombre que parecía vender salud y fortaleza física, seguro que no le daba la ciática en los otoños. Para colmo, servía bien. Por todo el resto de la noche yo esperé en vano que se le cayera la bandeja, a ver si con los vasos se rompía también la situación.

—Oh, Budapest. Yo vivo en Budapest. Dieciocho kilómetros cerca. Mucho campo con árboles.

—Pero conocerá bien la capital.

—Claro. Budapest muy hermoso, grandes restaurantes junto Danubio.

—¡El Danubio! —se oyó suspirar.

—En todos restaurantes violín; allí comida tengo buena y no cara, doscientas pesetas gran comida, violín tengo siempre.

Cuando él decía «tengo Danubio» corría por la mesa, ya no sé si incluirme, una especie de cosquilleo. Esto fue todavía más evidente a los postres, cuando el mozarrón nos anunció:

—Ahora, ustedes permiten, patrón vendrá tocar violín. Ustedes permiten.

Habíamos quedado de últimos clientes. El propietario era un hombre maduro, pulcro, de rostro enérgico y aventurero que una cicatriz no llegaba a afear, más bien lo condecoraba. Era igual de robusto, los dos hombres parecían de la misma sangre. En seguida empezó a tocar. Parecía como si su mano izquierda se hubiera deformado por la artritis (quizá por malos tratos de la policía política, torturas, qué sé yo), un punto perezosa para obedecer. De todos modos, al hombre no se le daban mal los aires populares. Unas veces se perdía su mirada en horizontes lejanos. Otras veces ponía sus ojos en uno de nosotros, como dedicando la pieza. Nunca sé si al final debe darse una propina discreta o un billete grande, o quizá no debe ser dinero y hay que mandar traer una botella de champán; aunque lo peor no es esto, lo peor es no saber para dónde mirar cuando el artista está tocando y nos mira fijamente, corresponder o no corresponder, asentir con la cabeza o hacerse el desentendido, ésta es la cuestión.

Al final del pequeño concierto nos quedamos silenciosos, un poco desorientados. Luego aplaudimos todos de repente. Cuando estábamos solos, Rafael se pavoneó:

—¿Qué os había dicho del ruso? Bueno, del húngaro. A ver si se lo reconocéis a uno.

—Es verdad, yo siempre quiero conocer sitios nuevos.

El lucimiento del patrón no había perjudicado a nuestro camarero. Al contrario. Aunque éste se mantuvo detrás, en una actitud respetuosa sin caer en servil, la música había venido a potenciar su presencia. Cuando trajo el café, nos preguntó si estábamos contentos. Sí lo estábamos, pero las señoras más. El camarero presentó la cuenta a quien se la había pedido y Angustias aseguró después que ella le había notado al chico una especie de vergüenza al cobrar, seguro que era por lo menos ingeniero. Ingeniero técnico, moderó Manolo que es doctor ingeniero de montes en Córdoba.

Rafa puso la propina en el platillo. Su mujer lo miró. Entonces Rafa recogió las monedas que había puesto y dejó en su lugar un billete.

Todos le dimos la mano al camarero, las señoras también; la mano del camarero era grande y apretaba duro. Prometimos repetir: «Gracias, mucho gracias, será grande honor»; y a mí ya me estaba tardando vernos en cualquier lugar servido por compatriotas donde al fin pudiéramos hablar de cosas más cercanas a nosotros mismos. Bueno, en confianza, donde alguien se ocupara de mí: «Tú siempre has sido como un niño, anda, deja que nosotras te cuidemos».

—Bueno, a lo mejor estos dos prójimos son vascos —tanteé mi revancha—, cosas más raras se ven en los veranos por esta costa.

Pero seguía habiendo mar y luna y todo eso. En Córdoba ven todos los días el Guadalquivir; por eso sueñan ellas con el Danubio.