Don Eloy había venido destinado de juez, él sabría de leyes pero cada pueblo tiene sus cosas, y este pueblo más, no es la primera vez que llega un juez nuevo y me consulta a mí que soy el secretario.
—Qué puede decirme usted, secretario, de esa historia que parece una chiquillada.
¡Chiquillada! DON ELOY DEJE SALIR A DORITA O ME MATO. Todos sabíamos quién había hecho la pintada en la tapia frente a la galería de la casa de Su Señoría, ese pollo tiene años de sobra y nada de cosas de niños. Eran letras de palo mayúsculas que malamente servirían para prueba pericial caligráfica, pero el estilo denunciaba al autor, esta gente de las Bodegas son genio y figura hasta la sepultura.
Los de las Bodegas del Palacio siempre fueron pretendientes obstinados —informar era mi deber—. Por ejemplo, el tío de este elemento de ahora no se mató, pero arruinó la carrera del que quería para suegro. Era director de la Banda Municipal el padre de la chica y no la dejaba ir a las verbenas para que no se le estragase el oído con los bailables. El pretendiente contrariado iba a los conciertos selectos de la Banda Municipal, se colocaba frente a los músicos de viento y mordía limones poniendo la cara agria, con lo que al trombón de varas y al trompeta se les llenaba la boca de saliva, de la trompeta tengo yo alguna experiencia, y peor el del clarinete, que tenía que dejar de tocar y marcharse. Terminaron poniendo un guardia para que el saboteador no se acercase. Entonces el de las Bodegas pasó a rondar la casa de la chica y en el silencio de la noche silbaba El sitio de Zaragoza, una vez, dos veces, cien veces, que tenía el fuelle incansable. Al cabo del tiempo, el director ya no podía dirigir otra cosa más que El sitio de Zaragoza, y una pieza por buena que sea no basta para repertorio de una banda.
Y lo mismo uno de los gemelos, que ahí está para contarlo. Era aficionado a jugar a los trenes eléctricos y cortejaba a la chica más rica de Parandones, la heredera de las viñas de media provincia. A ésta la dejaban salir hasta un poco antes de anochecer, y sin alejarse más de un kilómetro de la casa. El pretendiente y ella soñaban con viajes. Por Parandones pasa un ramal de la vía, que en total suma nueve kilómetros; por él solo circulan pequeños trenes de mercancías, y siempre diurnos. El loco este de las Bodegas sabía mucho de códigos, banderines de señales y la catenaria. «Tú estate despierta esta noche», le dijo aquella vez a la heredera de Parandones. Nadie sabe qué compinches tuvo en Toral el aficionado a los caminos de hierro, allí en Toral está el entroncamiento ferroviario. En Toral de los Vados se detienen un momento los trenes importantes, el exprés de Galicia es el más nocturno y parece que los bigardos hicieron un cambio falso de agujas. Da gusto imaginarse al exprés, esto hay que reconocerlo, tomando el ramal espurio en vez de seguir echando chispas para Madrid. Ningún problema, porque el ancho de la vía del ramalillo es normal. Cuando el maquinista del exprés se dio cuenta, el tren rodaba por entre los viñedos de la chica, y vino a pararse de manera que el coche restaurante quedara casi enfrente del corredor principal de la casa. Fue lo nunca visto, jamás en Parandones habían tenido aquella representación del mundo, como si fuera París y todo lleno de luces.
DON ELOY DEJE SALIR A DORITA O ME MATO. Don Eloy no parecía preocupado, uno de esos jueces que nos cambian cada poco, siempre con los derechos humanos y la tolerancia en la boca. De los varones de las Bodegas del Palacio de Acuña podría contarle a mi superior muchas barbaridades, que lo mismo terminaban en matrimonio que en violaciones y raptos. No me atreví a decirle que el Acuña de los trenes eléctricos aportó el nombre y el apellido para casarse con la de Parandones, y que en la realidad de la alcoba se casaron con ella los dos gemelos y a saber los hijos de quién eran.
Estos casos, al fin y al cabo, se quedaban en la esfera de lo privado. Pero el abuelo del sospechoso de la pintada, ése, estuvo a punto de cambiar la Historia de España.
Saqué el precedente del abuelo, pocos lo saben mejor que yo. De joven pareció que iba a ser una excepción, decía que su vocación era espiritual, de capellán castrense. La vocación se le rebajó a la mitad porque llegó a las estrellas de capitán de infantería, pero de cura, nada. Tenía su destino de capitán en una capital de provincia cercana de casa. Y hablando del Destino, pero con mayúscula: también él andaba con problemas para hablar con su moza, como si ese maleficio persiguiese a todos los Acuña, los de antes y los de ahora, DON ELOY DEJE SALIR A DORITA O ME MATO.
—Ustedes creen mucho en brujerías —dice este juez con su habla perezosa.
—Serán las nieblas, dije yo, será que aquí las noches son más misteriosas que en la tierra de Su Señoría. Pero a lo que estábamos. La sublevación ocurrió en julio. Los días anteriores fueron calurosos y pesados, a la caída de la tarde los oficiales de la guarnición se paseaban por la calle Mayor de esa capital de provincia que digo, con sus trajes veraniegos de paisano, se sentaban en las terrazas de los cafés a tomar cerveza y a galantear a las señoritas. Un mundo republicano y legal, todo a la luz y sin ningún secreto. Pero había quienes no las tenían todas consigo, personajes que desconfiaban de los militares. El farmacéutico del Cantón era uno de esos personajes, diputado separatista o algo por el estilo. Una de sus hijas traía loco al capitán Acuña, tenía muy buena planta el oficial y se sabía que los Acuña en nuestro pueblo son una familia rica y nombrada. Pues nada. El farmacéutico, ni asomarse al balcón dejaba a la chica cuando el de Infantería aparecía a la hora del paseo. Así estaban las cosas cuando algo raro empezó a notarse puertas adentro del cuartel. En el bar de oficiales, en la sala de banderas, en cualquiera de las dependencias se veían aconchabamientos, o encuentros rápidos, «el café viene a porte pagado», «Piedrafita del Cebrero cinco por cuatro veinte», frases que no tenían ningún sentido y dichas entre sonrisitas de guasa.
Hasta que se destapó la olla, tenían razón los que desconfiaban. Se le habló a la tropa, la Patria, la Raza, todos acuartelados, esperando la orden de la División porque cualquier precipitación sería funesta para el plan de toda España.
El capitán Acuña había entrado en la conspiración, se encargaría del requisito del bando. Pero el militar andaba unas veces como distraído y otras veces loco furioso, siempre pensando en la chica del Cantón y en algún escarmiento para el ogro de su padre.
Aquella mañana de julio había una canícula que alteraba los nervios, no se movían las personas ni los pájaros ni las hojas de los árboles. El capitán Acuña, de pronto, llamó a sus tenientes, a sus suboficiales, se tocó generala, la compañía formó en el patio principal con más pulcritud que nunca. El coronel desde la ventana de su despacho aprobaba, los jefes del Regimiento aprobaban, aquella maniobra solo podía ser de puertas adentro, y como ensayo, jamás una acción decidida.
Y de pronto, ocurrió el hecho histórico, todavía me tiembla la voz al contarlo. No había llegado la consigna de la División ni de nadie, pero el gran portón del cuartel se abrió de par en par y apareció el espacio civil, la calle recortada y azul. Sonó la corneta, y la formación, movida por la disciplina ciega, evolucionó como un solo hombre al mandato de su capitán. Es una cosa seria, un ejército que se echa a la calle. Precedida de una patrulla para despejar el camino, la 1.a Compañía del Regimiento de Zaragoza avanzaba con su cabo y escuadra de gastadores en cabeza, bandera y banda, el capitán y sus oficiales, los fusileros sin munición, pero qué más daba, y con bayoneta calada. El camino no había que despejarlo. No se encontraba un alma, pero se sentían los ojos espiando desde detrás de los visillos o de las contras entreabiertas. Hubo dos perros que salieron huyendo, luego volvió uno de los perros y se puso a seguir el desfile, a meterse y estorbar entre las filas. Hubo algún rebelde invisible que gritó viva la libertad y el progreso. Hubo un corto paqueo contra la tropa desde una azotea. La compañía, ni caso, recta hacia su destino y ya no había fuerza capaz de pararla. La ley marcial iba escrita en un bando que tenían reservado en el cuartel hasta que llegase la orden de proclamarlo en la puerta del Ayuntamiento. La formación se acercaba al Ayuntamiento, que nunca se había visto con las puertas así de cerradas. De pronto, orden de variación izquierda y la marcha que cambia hacia el Cantón. La corneta tocó ¡alto!, sobre el empedrado las botas sonaron como un solo golpe. El capitán observó el campo y con las órdenes correspondientes afinó la colocación, cuanta más ciudadanía presenciase la ceremonia, y en un sitio tan céntrico, mejor. Poco a poco empezaron a abrirse las ventanas y los miradores de la burguesía de la ciudad. Unos momentos más y se descorrieron los visillos de la casa del farmacéutico, el piso principal, encima mismo de la farmacia. No se oía ni el vuelo de una mosca. Luego, como si hubieran venido a liberarla a ella, la enamorada del capitán apareció apoyada con decoro, pero con decisión, en la barandilla de hierro forjado de uno de los balcones más bonitos del Cantón. ¡Atención!, mandó el capitán. Bordado el toque de atención. ¡Presenten armas! Jamás me habían salido tan bien los toques. Yo era escribiente de la Plana Mayor pero me gustaba la corneta, y el corneta titular estaba rebajado en la enfermería. El capitán era buen mozo pero entonces lo pareció más. Daba respeto su voz, el que secunde la huelga juicio sumarísimo, el que tenga armas juicio sumarísimo, quienes se reúnan más de tres personas juicio sumarísimo. Terminó la lectura y él mismo pegó el cartel del bando en la puerta de la botica. Volvíamos a desfilar con bandera y banda y el capitán Acuña mandó ¡vista a la derecha!, todas las cabezas girando hacia la señorita del balcón, menos mal que esa tarde llegó la orden de la División y había que marchar al frente, no era cosa de fusilar a un capitán cuando hasta los locos hacían tanta falta.
—Mire usted —dijo don Eloy con toda su calma—, mire usted, señor secretario. No hay que poner al presunto en el disparadero. Imagine que este Acuña de ahora cumple la pintada y se mata.
Don Eloy dejó salir a Dorita y ya sabemos las consecuencias. Dorita era dulce y demasiado desarrollada para su edad, lo propio en la niña de un juez que viene de Tenerife.