Esta ciudad de Poniente, por si fueran rarezas lo que usted busca, le advierto que es de lo más normal. Cuenta con todos los elementos de una población corriente, cómo no iba a tener su plaza cumplida para juntarse los parados. Para juntarnos los parados, puedo decirlo desde hace más o menos treinta meses.
Los hombres damos vueltas alrededor de la fuente de surtidores. Nos sentamos en los bancos que han puesto, orientables según convenga sol o sombra. También puedes hacer punto inglés o punto elástico o de arroz, la asistenta social reparte revistas de labores, pero nunca pude aprender el juego de los dedos para enganchar la hebra. Menos mal que están los libros, una vieja felicidad, aunque ahora la vea enturbiada por lo de ese desdichado, el revisor de los ferrocarriles de vía estrecha.
Era un buen tipo, acaso le guste a usted saber el caso verídico de un parado de bien.
—Tiene suerte con los libros, compañero —me había dicho el ferroviario cesante—, envidia me da verle tan a su aire, como si todo el mundo le sobrara mientras está en la lectura. Y que lo mismo pueda leer cuando pasea que cuando está sentado.
Le presté el que acababa de despachar, sin ninguna precaución lo puse en su mano inocente, por qué hubiera debido pensar que con un libro hay que entregar las advertencias para su uso.
Era una serie de narraciones y en la primera de ellas se fingía la venida al mundo de aquel famoso Cagliostro. «Hacia el año 1742 vivía en Palermo, no lejos del barrio del puerto, un zapatero que no había nacido en esa ciudad, sino que había emigrado y sus vecinos le llamaban el genovés», comienza la fábula; más de una vez he recordado aquellas páginas a raíz de la cola que trajeron. El genovés se casa con una criada de cura de aldea que bajaba a vender los huevos. Un hombre trabajador y piadoso, «el genovés», Pedro Balsamo; pero con un pasado oculto de delito de sangre, y unos malvados lo chantajean. Cuando no puede más y se lo confiesa a su mujer, la mujer le corresponde con que también ella guarda un secreto, había estado profesa en un convento. Van a tener un hijo y un hombre de sabiduría le descubre al zapatero que el Anticristo nacerá precisamente de un criminal fugitivo y de una monja renegada, y nacerá en Nochebuena. La señora de Balsamo da a luz un varón el 24 de diciembre de 1743 y el zapatero fanático empieza a maquinar la muerte de la criatura para salvar a la Iglesia y a la verdadera fe. Pero es él quien muere, el niño se salva y cuando medra quiere cambiar de nombre y se pone Josef Cagliostro. Y rodando el tiempo, conde de Cagliostro.
—Es formidable —dijo el revisor parado, que aún no había aprendido la variedad de adjetivos que trae el diccionario.
Se había creído el revisor que la narración era cierta desde la primera palabra a la última. La leyó varias veces, y ni enterarse quiso del resto de la colección de relatos. Parecía deslumbrado, entusiasmado. Le dije que el libro que le había prestado, y que él manejaba con un forro de papel cuidadoso, era producto de la imaginación de quien lo había escrito, y que no podía tomarse tan al pie de la letra.
—O sea que, según usted, no hubo en el mundo un nacido que se llamara el conde de Cagliostro.
—Haber lo hubo, eso viene en la Historia.
—Y Palermo, ¿existe? —me pedía como desafiando.
—Sí, en Sicilia.
—O sea que Palermo viene en las guías de ferrocarriles. En el siglo aquel… el que sea, ¿es verdad o es mentira que un zapatero vendía en su tienda cerraduras, argollas de hierro, cañas y anzuelos para pescar, campanillas para llamar en las puertas?
—Es posible, por entonces el comercio sería menos especializado.
—Si es posible, por qué no va a ser verdadero. Usted me dirá qué iba a ganar ese señor, el autor, mintiendo en una cosa tan tonta.
Bueno, en este pueblo puedes discutir de cualquier pequeñez en los días interminables. Beatas, líos de faldas, asuntos de concejales. Los días se suceden unos a otros; la plaza tiene soportales para el tiempo lluvioso; algunos compañeros de la espera van dejando de ser parados, asumidos por la jubilación prematura o la muerte. Al revisor confiado le dije que debería leer novelas grandes para entender lo que yo estaba queriendo decirle. Me sorprendió que no aceptara, porque no tenía sentido meterse en más personajes y en otras vidas, es lo que dijo, sin antes acabar con todo el tomate que había en lo del hijo del zapatero de Palermo.
—Me gustaría saber más cosas del Anticristo —declaró, con una determinación excesiva.
—El Anticristo —le dije— es un enemigo de la religión, lo anunciaron los profetas y vendrá poco antes del fin del mundo y el juicio final, creo que eso está en el Evangelio de san Juan o en el Apocalipsis.
Me escuchaba con atención.
—Pero acaso sea una metáfora —se me ocurrió—, una manera de referirse a algo que sea contrario a la humanidad, también se le ha llamado el Anticristo a Hitler.
Los ojos los tenía como místicos y de fiebre. Me miraba con admiración, pero se enfrió cuando no supe alargar mis informes. De chicos subíamos en el pequeño tren sin billete y nos deslizábamos de vagón en vagón para no pagar, pero a estas alturas yo no iba a engañar al revisor, un compañero cesante, y sin confesar del todo mi ignorancia lo cogí del brazo, camino de lo que iba a ser su destino.
Un destino aciago. Se lo preguntará usted, cómo una biblioteca pública puede merecer este juicio. Al cargo de aquellas estanterías no muy llenas estaba una muchacha indecisa, contratada por horas, porque al titular lo habían despedido por falta de presupuesto. Tampoco necesitábamos un especialista. Llevé al revisor al Espasa, miré los lomos y cogí el tomo que correspondía. Nos sentamos a la mesa alargada. Los dos solos. La situación debería ser trivial. Lo sería si no fuera la inquietud de mi acompañante, una avidez que se traslucía en la cara y los movimientos. Abrí el volumen por cualquier parte, como una baraja a la que se da un solo corte, y salió justo la página que buscábamos. Esto me tiene pasado otras veces, les pasa cientos de veces a los que manejan diccionarios. Dijo el revisor:
—Lo que está escrito, escrito está —y yo lo entendí como una frase sobre la letra impresa, uno de esos dichos.
Lo dejé allí de lector, con sus gafas de vista cansada y el aire animoso y dispuesto, y ni siquiera se volvió para corresponder al hasta luego con que tomé el camino de la puerta. Cuando volví a verlo, y esto tardó días, semanas, fue en la calle en un encuentro fugaz. Él llevaba una cartera algo impropia porque parecía de uso escolar, llevaba prisa y se despidió con unas palabras huidizas, camino siempre del lugar que yo le había enseñado.
A mí no me gustan las bibliotecas, salvo para retirar y devolver los libros de préstamo, y hace tiempo que prefiero la relectura de los que tengo en casa. Había olvidado el asunto, pero pensé en aquella primera tutela mía sobre el revisor y me dejé caer por la biblioteca pública, simulando un vistazo a la mesa de las revistas, que poco más exhibe que las memorias anuales de los bancos. El hombre estaba embebido, y al alcance de su mano había no uno sino varios tomos de la enciclopedia universal. No levantaba la cabeza más que para ir de uno a otro de los tomos. Iba a ser la hora del cierre y salimos juntos.
—Le invito, revisor, en la bodega de María de Sanabria han puesto el vino nuevo.
¡Qué absurdo tener que decírselo con sigilo! Marchamos por las gastadas calles antiguas, apartándonos de la plaza y de los autos, a buscar el rincón que todavía resiste frente a la normativa de las botellas comunitarias y precintadas; todos sabemos que la señora María es el último reducto.
Yo sabía, también, que era hacer historia o literatura el pedir que nos trajeran un cuartillo de clarete y algo de escabeche con unos cascos de cebolla.
—Hablan de que se acaba el dinero para los subsidios —pero el revisor no lo dijo afectado—. Que nos darán unos vales para el comedor de auxilio social, ahora lo llaman de otra manera. A mí no me importa mucho, pero me gustaría que con la sopa no nos faltara el jarrito.
Si les preguntas a los muy jóvenes, no tienen idea de lo que es un cuartillo. Es la cuarta parte de la azumbre, otra medida de las que se empleaban para el vino y los áridos, pero ellos tampoco saben lo que son los áridos o la azumbre. Nosotros, y también la señora María de Sanabria, sabíamos que el cuartillo es la ración exacta para que dos hombres empiecen a vivir la tarde mano a mano, se den la paz como en la misa y se abran la chaqueta y a veces un poco la camisa, por la parte del corazón. Así se lo dije al revisor parado, estas situaciones me ponen romántico.
—Da gusto oír a la gente que se expresa como un libro —me felicitaba—. Este vino tiene la propiedad de que al sentirlo en el paladar se te abre la espita de los recuerdos. Nuestro ferrocarril secundario, o tren hullero, o transiberiano, que de todas esas maneras lo llaman, tardó en electrificarse y dejar el carbón. Hace cuatro días, como quien dice.
Algo deben de tener las tabernas verdaderas, no esos establecimientos recientes donde los decoradores imitan las piedras húmedas y la madera de los viejos toneles. A mi invitado se le soltaba la lengua:
—En el tren en marcha, el fogonero era el que más bebía; debe de ser muy secante el trabajar varias horas junto a la caldera, cebando con la pala a la locomotora, que nunca parecía satisfecha. El maquinista venía después, en el orden del beber. Le daba menos a la botella, pero le daba. Yo fui el revisor más joven de la Compañía. El revisor o interventor, como usted quiera decirlo, era el que tenía que abstenerse y que andar más despierto, sobre todo en tiempos, cuando pasar de un compartimiento a otro lo hacíamos por la puerta de fuera del vagón, menos mal que no eran velocidades. Bajando de regreso, con el puerto ya quitado de en medio, había como una consideración, confianzas yo no diría, y uno aceptaba la invitación de los viajeros que ofrecían de su vino y de las meriendas. Era la alegría de haber hecho bien el trabajo y mirabas el paisaje deleitoso, yo notaba como una plenitud en el pecho pero no sabía explicarlo con palabras… Ahora, al saborear el atún con un traguito, he sentido el olor del valle por Laciana y una moza del Sil se me representó, era guapa y la familia no le había dirigido la palabra en todo el viaje porque el niño que llevaba en la barriga iba a ser hijo de soltera.
—Ahí sí hay una buena historia. Y además, es una historia cierta —le pinché, para tantear cómo iba lo de marras.
Esta vez se tomó su tiempo. Rechazó el cigarro que le ofrecí; se limpió un par de uñas con un palillo de dientes. Cuando habló, no pareció que reconociese mi mérito de iniciador; más bien se le advertía la satisfacción de volar por su propia cuenta. Yo le había proporcionado, esto sí lo dijo, la base. José Balsamo había nacido en Palermo; pero cómo podría un lector conformarse con ese dato y no profundizar en Palermo; menos mal que, con la enciclopedia copiosa, todo estaba al alcance de la mano: Palermo, ciudad de Sicilia, Italia, capital de la provincia de su nombre, dos puertos, universidad, hermosos monumentos e iglesias. Y los viajes del personaje enigmático: Grecia, Egipto, Turquía, cada cosa traía sus derivaciones y no digamos cuando el estafador o médico o descubridor de elixires o emisario del profeta Elías pasa a Curlandia, ¡quién ha oído hablar de Curlandia! En 1785 encerraron al conde en París. Pero ¿quién mandaba en Francia en el año 1785? También había que enterarse de la Orden de Malta, de la piedra filosofal, de la masonería egipcia, era como sacar cerezas del cesto.
—Lo que ahora mismo me ocupa —dijo, y ya se nos había hecho tarde— es si cualquier otro personaje aparecerá como el Anticristo, estoy leyendo en la M las promesas de María, la Virgen, si ella tendrá fuerza para vencerlo.
No me gustan las pausas si se está contando un sucedido, pero quiero que se advierta el tiempo que pasó. Fue un tiempo de inquietud por si se acaba el dinero en las ventanillas del Estado; y el vino, que andaba de precio por las nubes; y el reuma; se comprende que no me acordase de mi amigo, el lector obstinado del Espasa de setenta tomos.
Del sistema, lo que mejor funciona es el servicio de los psicólogos. El día que me tocaba fui a pasar la revisión periódica. Nada, algunas manías de parado, para casa a la vida higiénica y a dar muchas vueltas en la plaza. Al revisor lo tenían aparte para mandarlo al sanatorio central. Me saludó con alegría.
—¡Le puede!, ya está claro que ella le puede a cualquier enemigo que venga, muchas hermenéuticas me ha costado.
Era un hombre de lo más pacífico, tierno; me fijé como no me había fijado nunca en las arrugas de su cara y eran surcos de una carbonilla muy fina, una cara laboral que despachaba honradez y sentido común. Hubiera besado esa cara. También ocurre que me sentía contrito, como si yo tuviera responsabilidad en el caso. Conseguí acercarme a la psicóloga jefe y me dijo que podía ser grave, eso de que al revisor en paro se le apareciese la Virgen.
—¿Y qué advocación era? —pregunté a la experta, con lo poco que importaba el detalle.
—Eso no lo deduje, el paciente dice que trigueñita de cara, con el pelo no muy largo y trigueño, la Virgen llevaba una blusa y falda plisada por media pierna, comprenderá que puede ser grave. Los zapatos de medio tacón, pero las medias no supo decirlo, de color natural serían.
No lo he vuelto a encontrar, al revisor del ferrocarril de vía estrecha. Él no había caído en la vulgar obsesión de ver a María con la tez blanca y el improbable manto azul celeste, ninguna corona de estrellas. Esto me tiene caviloso y hasta pienso si no se estarán equivocando con aquel hombre.