El hombre de acción

Siempre que me cuelo en la sala de estar el niño se pone a husmear arriba y abajo: «Huele a una cosa quemada».

¡Una cosa quemada!

Pero no está mal que Leonardín tenga buen olfato, en una casa de crianza de vinos; y además es el hijo de mi hija. Los hijos de mis hijas nietos míos son, los de mis hijos lo son o no lo son.

El médico de la Cooperativa decía que muchos padres deseamos a nuestras hijas sin darnos cuenta, será bestia. No es verdad que yo le espantase los novios a Esmeralda. Fue ella la que anduvo este quiero éste no quiero, ella la que decidió casarse con Leonardo. Yo era un hombre de acción y hubiera preferido un enólogo, un asesor fiscal, por lo menos un buen contable. Pues toma yerno filósofo.

—Tienes que cultivar el sentido práctico, Leonardo.

—La buena práctica sale de un correcto planteamiento teórico.

—Algún día faltaré yo, deberías acostumbrarte a actuar.

—Lo tendré en cuenta, don Paco —siempre me ha tratado de usted—. Pero mire lo que decía Zoroastro: «Si dudas, calla; si no sabes qué camino tomar, lo mejor es estarte quieto».

En los negocios hace falta alguien que trabaje de ojo. Eso lo hacía bien Leonardo, que había sido seminarista. Vigilaba con honradez. Cumplía con la rutina, pero no había Dios que le hiciera mojarse.

Llegó a planteármelo sin rodeos:

—De verdad, don Paco, yo no soy ambicioso, si hubiese seguido por el otro camino —no decía la vocación— me hubiera conformado con el ministerio en un pueblo, aquí me basta y me sobra con esta seguridad, una casa en paz; y mi mujer —¡el tío!

De enólogos era de lo que peor andábamos. Todos los que están en el vino saben que un buen enólogo es una joya y que cuesta guardarla de la codicia de los colegas hipócritas. Los enólogos, no hay gente más caprichosa. Que no se resfríe el enólogo. Que no tenga un disgusto con la parienta. A veces íbamos a espiar a La Rioja. O a sonsacar a los del Priorato, los catalanes tienen de bueno que son claros a la hora de hablar de pesetas. Pero siempre nos guardábamos un respeto, el de que todos somos españoles.

—Está Francia —se lanzó un día Leonardo. Pero se arrepintió corriendo—: Es un decir, yo no sé, yo no aseguro que sea eso lo que conviene.

La idea no era mala. Leonardo lee Le Monde. Sin pensarlo más decidí hacer el viaje y que el yerno viniese conmigo. Todo eran razones a favor. Que Leonardo se fuese haciendo a la idea de que un día me sucedería en la empresa. Que me ayudara a entenderme con los franceses. Y también, para qué negarlo, que dejara descansar unos días y unas noches a su mujer. A Esmeraldina se la veía satisfecha pero desmejorada. Era legal, pero chocaba ese encoñamiento en un hombre tan pasivo para todo. Y además medio cura.

Podíamos haber escogido Burdeos. A Burdeos había ido el bisabuelo Francisco a estudiar el sulfatado contra el mildiu, y de paso se trajo el estilo de vino sauternes. O la región del Beaujolais. Pero yo tenía mi obsesión, desde chico. Tenían que ser unos buenos criadores los que hacían el vino para los papas. Ni reyes, ni nada. El vino de los papas. Châteauneuf-du-Pape era nuestro destino cantado. Nos alojamos en Aviñón, buscamos un restaurante para la cena.

—¿Qué han elegido los señores? —cuando nos habíamos perdido en la carta de cuero repujado con letras de oro.

Leonardo se había encargado de la comanda, pero el maítre no conseguía que arrancase.

—Tráiganos usted cualquier cosa.

—Cualquier cosa… —esto les fastidia a los maîtres—. Tenemos un excelente civet de liebre, el pato a la naranja. O quizá prefieran la langosta Thermidor.

—Bueno, está bien eso de liebre —solo porque se lo había dicho en primer lugar.

—¿Y unas ostras para empezar?

—Lo que a usted le parezca mejor.

Los vinos los decidí yo. No es verdad que al igual que los confiteros aborrecen los dulces, los cosecheros seamos malos bebedores. El vino amarillo del Franco Condado se masticaba, funcionaba bien con las ostras jugosas. Pero el tinto. ¡El tinto de Cháteauneuf! Lo sentía caliente en mi lengua viva, en aquel paladar todavía mortal, y era ver las viñas en pedregales que por la noche devuelven a la planta el calor del sol de agosto, las uvas garnachas y las que ponen el vino del color de la púrpura, todo el proceso, hasta alcanzar este aroma de apoteosis…

Yo estaba deseando tentar a algunos diplomados del Vaucluse que traíamos en cartera, ansioso de regresar a casa con un buen fichaje, bien ajeno a lo que me esperaba… Salimos de cenar y la noche provenzal era misteriosa. El aire que venía del río se nos metía en los huesos.

—En Aviñón —decía Leonardo— parece sentirse el ir y venir de cardenales y legados, ¡la de obispos que habrán cabalgado por estas calles espectrales! —pero qué sabe Leonardo, qué sabía yo, ¡entonces!, de los fantasmas…

Una calleja a la izquierda tiraba para el palacio enorme que se montó el papa (Benito, Clemente, un nombre así), y por el lado de la derecha se iba al puente famoso. Seguimos todo recto. Yo me dejaba guiar por el intelectual de la familia. El no cambiar de rumbo nos estaba devolviendo ciertamente al hotel. Por santa que sea Aviñón, seguro que en la ciudad hay sitios donde puedan expansionarse un viudo y un casado en buena edad.

Le tiré de la lengua al yerno.

—Aquí las once de la noche es muy tarde —se escurrió Leonardo—, fíjese usted que todo son puertas cerradas. En aquellos tiempos sería otro cantar, el Petrarca acusaba que en Aviñón había mucha golfería.

—Te lo dije por decir —acabé—, tú tienes mujer y tu casa para solventar el asunto.

Nos dieron a cada uno nuestra llave. En casa no andamos con rendibús, pero en Francia se le pegan a uno los cumplidos y a lo mejor nos dimos las buenas noches.

Leonardo en una dirección, yo en la dirección contraria, nos perdimos por las vueltas y revueltas del pasillo alfombrado de La Gloire des Papes. En nuestra familia siempre se ha dicho que alojarse en un hotel de prestigio es como la etiqueta de las botellas, con medallas en Zaragoza, en la Exposición Universal de Barcelona. A saber cómo habrá quedado el lugar. Yo estaba soñando con campanas y mujeres azotadas por frailes, ¡qué sueños tenía la carne!, cuando me despertaron timbres, voces y en la nariz ese tufo que se pega al alma y ahora lo voy arrastrando por la eternidad. Lo mío era la acción, me lancé a buscar las escaleras sin pararme a leer las instrucciones de la Dirección, que en caso de incendio es mejor quedarse en el cuarto y esperar…

Ahora ando regresado por la casa sin que puedan verme ni oírme, harto de que al niño le dé por decir que huele a cosa quemada, de que una hija no sepa intuir el alma en pena de su padre. Y el yerno a su aire, la bodega parece que marcha.