El señor de los viernes

Como un aparecido. Apareció en la discoteca y era casualmente aquel 18 de noviembre, una fecha que aquí nadie quiere recordar. Y yo, porque soy un sentimental, todavía no sé si valgo para este empleo de los fines de semana.

El derecho de admisión estaba en un letrero, pero no hay costumbre de aplicárselo a nadie.

—¿Sabéis si anda de visitas algún inspector? —telefoneó nuestro patrón a un colega de una ciudad vecina, que en este gremio hay mucho compañerismo.

—Será un tipo que ya nos cayó por aquí, y otro viernes en el Puerto —al oír el colega las señas del individuo.

Cuando lo vimos, ya había cogido para él solo una mesa de las mejores, y no acertábamos con la manera de decirle algo. Por ejemplo: que a un hombre así, con sus treinta o cuarenta años, le vendría mejor el café de artistas que sigue en los bajos del cine, incluso los bares de la plaza, que cierran tarde. Un señor con traje completo de paño oscuro con rayas blancas, más extraño que si fuera un marciano, ¡en un establecimiento como el nuestro!

Con las menos palabras pidió agua mineral muy fresca. El patrón avisó que cuidado, el vaso bien limpio y el tapón a la vista del cliente. Apuesto a que también pensó el jefe en los seguros y el papeleo y eso tan serio que son las salidas de emergencia. Luego resultó que el cliente se portaba normal y el problema lo podíamos tener con el público, el aforo estaba a tope y es muy suya esta gente del viernes.

Yo atiendo la barra y las mesas y huelo cómo se cuece la noche. Algunos, a ver de qué iba aquel carroza. A ver la razón de entrometerse el individuo en un sitio así y quedarse sentado y como una estatua de muerto en medio del jaleo, a mirar, nada más que a mirar. Clavado en su asiento tapizado, con ojos que solo se le podían suponer detrás de los cristales muy ahumados o negros.

Estas niñas ya no llaman por mamá, pero el fantasmón las tenía nerviosas. A los chicos que vienen con el furor de la semana rugiendo en las Hondas y las Yamahas desde todos los puntos de la cuenca les daba rabia, estaba cantado que se iba a tramar un buen escarmiento. El ambiente y las consumiciones, el río al lado al que ya tiraron a más de uno, esas bromas de mozos, que gustan mucho para contarlas en el tajo o en los corros de los parados.

El intruso, como si dijéramos, no se metía con nadie. Repetía con agua fría, friísima, y que le dejara al lado una jarra llena de hielo. Hablaba bajo y profundo, en una discoteca, y eso despista a cualquiera. Y el olor que traía tan raro.

Uno de los bailones más broncos se encargó de la provocación. Era muy joven y ya era picador, de los que trabajan bajo tierra y la noche del viernes aparecen con la cartera bien llena, sin una mota de la antracita, el pelo suavizado por el champú más caro.

Se acercó a la mesa del que miraba.

—¿Me da usted lumbre, caballero?

El del traje oscuro le prestó su encendedor, que parecía de oro. El mecanismo falló a la primera vez y el minero se puso gallito:

—Le voy a despejar a usted la chatarra, caballero.

Tiró el encendedor, que es una manera jodida de ofender a un hombre.

Uno tiene la costumbre y aunque zumben los decibelios te enteras de que va a pasar algo. El patrón no las tenía todas consigo y miraba para el teléfono, por si había que llamar al cuartelillo. Pero el hombre aquel no respondió a la ofensa. Se le vio una sonrisa mala pero tranquila, y eran unos dientes también de oro. Chasqueó los dedos en el aire y el encendedor volvió a su mano, sin que él mismo se hubiera levantado a recogerlo. Tocó donde había que tocar y una llama saltó larga y muy viva, que no se parecía a ningún otro fuego.

—A ningún otro fuego del mundo, ¡por éstas! —y el minero era hombre de tralla—, eso es lo que me dejó frío y sin saber qué hacer.

Eso, y las manos. Es verdad que tenía las manos afiladas como ganchos, casi como las que le pusieron a un barrenista que lo dejó manco el grisú. Se habló de que el forastero sería un prestidigitador, o un aficionado al que se le daban bien esos trucos. Se habló algo y de repente se olvidó todo porque estas tribus de los viernes viven y bailan y llegan y se marchan a una velocidad endiablada, no importa que trabajes en el ramo porque siempre te dejas contagiar por la calentura, la prepotencia de ellos y el revuelo de faldas y braguitas reflectantes de esas criaturas que cada vez nos vienen más jóvenes, no sé adónde vamos a llegar, y los divanes, los rincones hasta en los aseos, las probaturas con alguna hierba no muy fuerte pero que es dinamita si la mezclas con aspirina y cerveza, cada viernes más tiernecitas, Lucy, Monse, Patricia, tíos, que de aquí adónde nos abrimos para rematar la pasada.

A todos se les había borrado el personaje menos a mí, que todavía le estoy viendo la cara algo verdosa como de estar del hígado, aunque con estas luces nunca se sabe. Se esfumó sin pagar la cuenta, pero mejor el pufo de unos tickets y que no vuelva a aparecer por el sitio.

Así fue, sí señor. Cuando íbamos a echar el cierre y las pandillas se concertaban para la locura de los coches y las motos, aquel 18 que ya era 19 de noviembre. Justo la noche más negra que hubo en esa carretera del pantano, pero de esas desgracias nadie quiere acordarse porque a este rollo hay que seguir dándole marcha y venga y venga.