Coleccionistas de historias

Ben-Tovit fue un comerciante de Jerusalén al que le dolían de verdad las muelas, o al menos le dolían en un cuento de Leónidas Andreiev. Era absorbente aquel fuego o puñal o berbiquí que desde la boca del torturado barrenaba hacia su cabeza. Un suceso —para el señor Tovit— sin igual en la historia de la humanidad.

Se comprende la indiferencia del pobre judío hacia todo lo que no fuese su problema. Su mujer y sus hijos le hablaban de un tal Jesús Nazareno, que justo en aquella mañana tumultuosa pasaba por delante de la casa del comerciante, en compañía de otros condenados, camino del suplicio.

Naderías, para un hombre embebido en semejante dolor de muelas.

Este caso de Ben-Tovit se lo aplicaba a sí mismo don Amadeo. Por analogía. La guerra civil pilló al entonces joven Amadeo recluido en la vieja casa familiar, era el momento caliente de sus oposiciones a notarías, precisamente cuando preparaba el tema del censo enfitéutico. Aspiraba a sacar un buen número en la oposición y los temas los trituraba, los agotaba, y eran como cerezas en el cesto, que una teoría tiraba de otra. Pero ninguno se le había atravesado como este del censo enfitéutico con sus tanteos y retractos y laudemios. Una obsesión que a don Amadeo joven no le dejaba dormir, ni ocuparse en nada que no fuese su flemón, como si dijéramos. De manera que desde el cuarto de estudio oyó una tarde de julio estampidos y gente que escandalizaba por debajo de su balcón, y lo atribuyó a la animación del verano. Alguna noticia de militares le trajo la mujer que cuidaba la casa y él pensó que habladurías del pueblo. El estudioso no bajaba a la calle, ni siquiera por el periódico. De milagro se salvó de que lo juzgaran por prófugo. En la Recluta creyeron que se burlaba, a ver cómo era posible ignorar que lo que había pasado por delante de su balcón era un cambio en la historia de España. O sea, parecido a lo del personaje de Andreiev, concentrado en lo suyo y estaba empezando una nueva era.

Esta ciudad nuestra la fundaron los peregrinos, que contaban sucedidos, y nos ha quedado este gusto, no es raro que para las cosas diarias nos refiramos a cuentos famosos. Sin salirnos de don Amadeo: don Amadeo se murió soltero, y el haberse echado para atrás en el momento mismo de la boda, lo explicaba, mutatis mutandis, por El encaje roto de doña Emilia Pardo Bazán, y es que le había pillado a la novia una mirada, nada más que un relámpago, y el novio vestido de chaqué comprendió lo que puede esconderse en el pecho de una mujer y que ella se casaba por conveniencia.

Al llegarle la edad, don Amadeo podía haberse ido a la mejor residencia de la nación, con sus buenas rentas, y además, el montepío que tendrán los notarios. Pero hasta el final prefirió ser uno más entre nosotros, con casa abierta y sus libros y el intercambio de historias que nos traemos.

Todavía lo estoy viendo en la ambulancia, que a mí me tocó acompañarlo en el viaje último, a ver si llegábamos a tiempo de que le sacaran el hueso de pollo que se le había atravesado en la tragadera. Seguro que también a don Amadeo le vino a la cabeza en aquel trance el conocidísimo cuento de Maupassant, que es el mismo accidente penoso y cuadraba como anillo al dedo. Pero a mí no me pareció oportuno traerlo a colación, en tales momentos, por lo trágicamente que termina.