Avelina, qué caso. Estaba soñando ella que la llamaban para un vuelo a Tananarive y que no podía acudir a Barajas porque se le había perdido una lentilla, y es verdad que sonaba el teléfono.
Avelina tenía mal despertar, yo soy mala dormidora y estaba acostumbrada a sentirla desde la cama de al lado. Pero ella era cumplidora y atendió la llamada, y no era de la compañía de aviación. Dice que fue descolgar y reconocer esa voz de hombre acostumbrado al secreteo.
—¿Señorita Avelina Gutiérrez?
—Venga de ahí, señor Piñeiro.
—Para hoy a las ocho en Amistad Hispánica. No me falte, señorita Avelina, que viene un poeta que es ministro en una nación de allá. En el salón grande.
Me propuso que la acompañara. Ni siquiera Avelina, siendo tan pispa, podía sospechar que su vida fuera a cambiar en aquella tarde de mayo avanzado. Cuando todo Madrid parece estar en las calles y no hay manera de meter a la gente entre paredes cultas.
—¡Qué iba a figurarme una pasada así! —me lo decía tiempo después—. Hasta que llegaron los canapés, tú estabas delante, y empezó el personaje a insinuarse por lo romántico.
Y en la villa, cómo iban a imaginar en nuestra villa una Avelina Gutiérrez de Limón, y que un poeta como el doctor Limón fuera a actuar de mantenedor en las fiestas del Cristo. Protocolo, escoltas (fue un año extraordinario), televisión para que en su República vieran al ministro vía satélite. «¡Esta chica, Avelina!».
Avelina se había ido del pueblo para la capital de la provincia. Nada. Le quedaba pequeña. Vino a Madrid y se orientó rápida, mejor que yo, que llevaba meses con mi oposición. Y habrá que verla en París o en Nueva York, ahora que está divorciada del criollo.
—¿Se ha colocado bien la chica? —querían saber los vecinos cuando estaba en Madrid.
Y la madre de Avelina:
—Ella es emprendedora, seguro que no anda pidiendo por la calle.
Habían bajado de la montaña a vivir en nuestro pueblo, o sea, la villa. La madre, el padre, los abuelos de Avelina Gutiérrez, todos procedían de la Fornela, un valle de gente insumisa y dura, amigos de vivir a su aire. Se hubieran muerto de vergüenza, ¡firmar una nómina! Avelina en Madrid no tenía ningún empleo, solo una voluntad trabajadora pero libre.
La impresión que daba era anárquica, pero bien que llevaba sus cuentas. Abril. Retribución como guía suplente de turismo (más las propinas). Demostración perfumes en Galerías. Acompañamiento a un fallecido mientras llegan los herederos. Y lo de Piñeiro, o sea, la hueste. Ya estaba. El mes.
Avelina estaba encantada en Madrid con las oportunidades del free lance, como ella decía. «Señoritas, si desean trabajar de artistas o del ambiente presentarse al encargado». Probó, pero eso no era lo suyo. Lo de los vuelos era distinto. No le pagaban, pero viajaba por casi nada y traía cosas para colocar entre las amistades. Vuelos que de otro modo irían desairados, con cuatro pasajeros, y una compañía de aviación telefoneaba a los que estaban en una lista de voluntarios, que se presentara Avelina Gutiérrez zumbando si quería llegarse hasta Dakar o Brazzaville.
—A ti te convendría echarle morro a la vida —me decía para animarme. Y que yo era una antigua en vestirme y hasta en el habla.
—Eres un caso, Avelina, yo no soy aventurera y para mí lo primero es sacar la plaza.
Se acercaba la desbandada del verano. El mes iba algo flojo en la libreta de Avelina, y además, a Avelina no le gustaba despreciar ningún asunto. Compartíamos el apartamento y estaba terminando de arreglarse. Variaba de lentillas, por los colores. Desde luego tenía buen tipo, sobre todo las piernas. Me insistió mucho para que esa vez fuese con ella y nos ahorrábamos la cena.
A la hora (soleada, en mayo) de las convocatorias, de los conferenciantes y de los recitadores de poesías, Avelina se encontraba en su puesto, con la falda muy corta, en la primera fila de los asientos.
Yo me puse a su lado, hacía tiempo que no oía más retóricas que los temas del programa de las oposiciones.
El propio señor Piñeiro había acudido, mi amiga dijo que eso ocurría con los encargos muy especiales. Un poeta ministro. De los avisados por teléfono, ahora me sé bien la lección, algunos estaban ya en la sala. Los otros irían llegando poco a poco, a veces disimulando el conocimiento mutuo y otras veces al revés, saludándose con la confianza de las almas afines. Algunas ventanas estaban abiertas y dejaban entrar la invitación de la tarde reventona, pero la situación estaba controlada, una veintena de asistentes no llena un local pero salva el honor de los organizadores del acto. Piñeiro es un empresario honesto y con discreción aconseja a los clientes para que el presupuesto no se dispare. Una veintena, y tan naturales, que ni siquiera el conferenciante se percata. La señora gorda. El niño precoz que toma notas. La frívola y la que va de teresiana, el decoro del señor que lleva aparato de sordo. Algún jersey gris con asomo de camisa de metalúrgico, y piensas: un cura. El que hace como que duerme y también el que fijamente mira para el conferenciante y lo va aprobando con asentimientos de cabeza.
Esta comisión tocante a la cultura es lo único que heredé de Avelina, y ahora yo misma trabajo en la hueste. Te tratas con intelectuales, puede ser un académico de la Historia, los premios nacionales, las poetisas de la Agrupación de la Rioja. Y es verdad que con el bufé tienes resuelta la cena. Lo primero que se acaba es la tortilla, salvo que haya jamón. Cuando hay jamón y se ha corrido la voz, el salón puede llenarse de gente que viene espontáneamente y eso no le viene bien al negocio de Piñeiro.