El apodo

«Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère».

Baudelaire

El cargo de albacea es un coñazo. El ser albacea moral de un escritor frustrado no se lo deseo a mi peor enemigo. Aquel hombre dejó una joven viuda guapa, devota de la producción casi secreta de su marido, dispuesta a gastarse lo que hiciera falta en ediciones póstumas. Es lo que ella dijo en las primeras horas del luto. Yo no supe negarme, por ese chantaje que nos hacen los muertos, y estando de cuerpo presente.

Eran cajas, carpetas. Aparecieron poemas que habían salido en revistas de provincias y muchos poemas inéditos, recortes de aforismos publicados en la revista de los farmacéuticos, apuntes y manuscritos de novelas abandonadas en los primeros capítulos…

Luego, las cosas se fueron serenando.

No voy a arrepentirme de haber desertado del encargo. Ni de que la viuda y yo hayamos llegado a lo que llegamos, la vida se impone con mucha fuerza… En cambio, ni una sola noche habría podido coger el sueño si le robara al difunto este argumento suyo, era solo un proyecto, quizá lo tenía el hombre para trabajarlo y mandarlo a algún concurso: «UNA HISTORIA DE HORROR. O mejor, UN PEQUEÑO HORROR. Quirófano. (Ambientarse en el hospital). Comenzar con la llegada del profesor, elegante, un tanto distante. Un hombre sobre la mesa de operaciones ya preparado —todo está preparado para que el profesor no pierda un minuto— es reconocido de modo rápido y experto. El profesor empieza a operar. Imposible sorprenderle un gesto de emoción. Un cirujano no tiene que sentir emoción. Y eso que el caso. Aquí el problema técnico de una restauración de este tipo, a qué nivel se produjo la agresión, los vasos causantes de la hemorragia penosa y otros detalles aparentes. Todo poco a poco, sin que el lector advierta antes de tiempo el órgano de que se trata. Insinuar —pero ¡ojo!: en el momento adecuado— que el daño ha sido hecho con los dientes. Lo casi cercenado, allí sobre la blancura aséptica, bajo los focos, muestra un aspecto ínfimo, encogido, “un pequeño horror”… Hay un ayudante del cirujano (todo podría contarse como a través de este personaje secundario). El ayudante piensa en los que están esperando afuera. A él, no sabe por qué, lo mandan a consolar o informar a las familias que esperan. Podría ser uno de esos tipos poco agresivos con las mujeres, que se hacen querer de las mujeres y de los hombres. El profesor, algo déspota, lo domina todo. “¡Sujeten a ese hombre!”, manda el profesor. Y una mediquilla en prácticas, pero muy entera —el profesor no se ha movido, no ha dejado de mirar el campo operatorio—, sostiene al compañero que se va a desmayar. La intervención continúa como si nada, todo lo va describiendo el cirujano profesor mientras trabaja con manos precisas… Afuera, en la espera tensa, hay tres personajes. Una mujer joven. Fina, delicada de cuerpo, pero con un rostro relevante, la boca y las facciones muy marcadas. Son de una pequeña ciudad (fue el ayudante quien los recibió al llegar la ambulancia), una burguesita. Está su madre (o mejor, su suegra). Esta tendrá una altivez estirada, el gesto de una mujer decidida a ofender antes de que la ofendan a ella. Hay un hombre de edad, él sí está deshecho, no se quita las manos de la cara, se tapa la cara como para no ver o que no lo vean. Dentro, el profesor resume. El paciente salvará. En cuanto a la función… “Alguien tendrá que ver a esa gente; anote, enfermera, el parte forense." Sale el ayudante. “Vivirá”. La mujer joven se ilumina con el pronóstico. Luego mira la cara del mensajero, lee en ella la secuela terrible (esto habrá que afinarlo mucho). La mujer joven recoge su bolso y marcha como sonámbula hacia la puerta. El ayudante que le dio la noticia se da cuenta de que sin querer ha estado mirándola a la boca carnosa, carnívora, carnicera, ya veremos. Nadie detiene a la mujer. Ya en la puerta, antes de perderse hacia los pasillos indiferentes, tiene una risa que hiela, luego un llanto corto y peripatético, y como el narrador lo sabe todo, sabe que ella no volverá nunca, porque el caso ocurrió en la intimidad de esa misma noche, ahora vendrá la mañana, con el despertar estará corriendo por la pequeña ciudad el baldón mordiente, obsceno —ella lo adivina, lo pronuncia para sus adentros, sílaba tras sílaba—, que ya siempre será su verdadero nombre. Y estampar con todas las letras el apodo (sobrenombre, mote, alcuño), ahora que no hay censura».

Un buen argumento para un cuento, sí señor. Lo que servidor no hará nunca es decir esa palabra, mejor dejarla a la complicidad del hipócrita lector, mi semejante, mi hermano.