Aventura de un fabricante de madreñas

En la fonda Flora de esta ciudad hay un huésped que lleva de estable no sé cuántos años. Es un hombre viejo y raro, que pasa casi todo el día en el balcón de su cuarto. Lo tratan bien, en plan de tarifa económica; como primer plato tiene siempre caldo de nabizas o de fréjoles, y no puede decirse que no sea un buen plato. Se sabe que fue industrial importante y con dinero, pero pocos conocen su experiencia extranjera.

Ese hombre fue en tiempos el fabricante más fuerte de madreñas allá por el partido judicial de Laviana, y una vez se aventuró a buscar mercado sin pararse en fronteras. Estaba muy avanzado el verano de aquel año, por la década de los treinta. En una capital europea falló la cita que le había preparado su agente e intérprete y había que esperar varios días, así que decidió hacerlo en un hotel junto al lago, apenas una hora de tren. De esa manera mitigaba el problema del idioma. En la capital europea tenía que depender del agente o rodar él solito por cervecerías y tranvías confusos, mientras en el hotel junto al lago siempre sería más fácil apañarse.

Las mañanas eran gloriosas, en la terraza de la suite, que miraba para naciente y ofrecía el espectáculo del primer sol sobre las aguas muy quietas.

Bonjour, monsieur; Guten Margen, mein Herr.

A la hora en punto llegaban con el desayuno de tenedor; y zumos y café, le traían los diarios de incomprensibles y gruesos titulares, y el resto del día lo pasaba haciendo vida de hotel junto al lago, disfrutando del buen trato y las reverencias.

Nunca había barruntado una vida tan buena. Es verdad que eran buenos tiempos. Con unos cheques y unas cartas de crédito podía recorrerse medio mundo.

El hotel junto al lago salía barato para lo mucho que daba a sus clientes, por eso chocaba que no hubiera más huéspedes. Se notaba un ambiente como de fin de temporada. Había algunos caballeros, pocas señoras, poquísimos niños. Los niños jugaban y las damas lucían sus melenitas cortas y sus vestidos como los que se veían en los figurines de moda. Lo extraño era la inquietud de los hombres, como si no estuvieran en un lugar de descanso. Se los veía discutir excitados y otras veces hablaban con gravedad y reserva. Oían mucho la radio, parecían vivir pendientes de la tira incesante del teletipo, que la Dirección tenía en uno de los vestíbulos para que se vieran las cotizaciones de la Bolsa y las noticias del mundo.

El de Laviana se reprochaba su aislamiento obligado, no haber aprendido a tiempo, en buena edad, cuando se puede coger la pronunciación de los idiomas. A una hora fija telefoneaba a su agente en la capital europea para preguntar cómo iba la cita aquella de negocio. Por el teléfono le decían que no se preocupase, que eso iba a arreglarse de un momento a otro. Lo que sí estaba claro es que no convenía demostrar impaciencia, que un buen negocio de exportación puede requerir más espera de la prevista.

Y no todo era malo en ignorar lo que hablaba la gente: el tiempo junto al lago resbalaba de una manera despreocupada, mimadora. El lago no es como un río siempre vivo y despierto —el fabricante de madreñas tenía los almacenes junto al río Nalón—, ni como el mar, que conocía de cuando el servicio militar, de haber tenido un destino de escribiente en Gijón. El andar de los relojes no se advertía mirando para aquel espejo que reflejaba lo que veía pero no contestaba preguntas.

Una mañana, al fabricante lo despertaron con un leve retraso y en la bandeja del petit déjeuner se encontró con que no venía el detalle de la flor. Como no tenía grandes cosas que hacer, le había dado por apostar consigo mismo sobre el motivo floral de cada día, que era cambiante, y lo mismo podía ser una rosa solitaria que un par de margaritas o unas clavellinas. Y esa vez, nada; ninguna flor. El hombre pensó que podía ser una norma de los lunes, que las normas mandan mucho en esos países; se cumplía una semana y era justo el primer lunes que pasaba allí. Desechó la idea, porque no tenía mucho sentido. El resto del día observó por los anchos pasillos alfombrados, y en las escaleras, y en el ascensor de espejos y marquetería romántica una actividad apremiada, y sin embargo sigilosa. Al final de la jornada, clientes que conocía de vista habían desaparecido. Pero esas rachas pasan en los hoteles. Durmió con sobresaltos, oyendo vehículos que llegaban o marchaban en la noche, dudando si era realidad o sueño.

El martes tampoco venía con el desayuno ningún detalle de jardín, y además en la servilleta faltaba ese toquecillo del almidón que da respetabilidad a la tela. Siguieron otros deterioros, pequeños, casi insignificantes, solo perceptibles para un huésped que no tiene con quién hablar. Quiso escribir a la familia y le trajeron papel de cartas pero no el sobre; reclamó al empleado, un hombre mayor; los servidores jóvenes parecía que hubiesen desertado, podía ser cosa de las vacaciones laborales. Tampoco es que a él le importara mucho, cuando su estancia en el hotel junto al lago estaba para terminar.

Esa misma mañana, como todas las mañanas, fue a llamar por teléfono a su hombre en la capital. No tuvo línea en la mesita de noche ni en el salón de la suite y bajó a decirlo en conserjería. Encontró que la conserjería, la recepción, el gran vestíbulo del hotel junto al lago estaban llenos de hombres vestidos de militar. Tendían sus propias líneas telefónicas, instalaban reflectores, removían muebles y se oían frases que parecían instrucciones precisas, como si estuvieran preparándose para rodar una película.

—Nada, no ocurre nada grave —se oyó por fin al agente comercial, una voz más lejana que otras veces y después de mucha demora—; son unas circunstancias especiales pero todo parece a punto de arreglarse —y se suponía que lo que estaba al caer era la transacción de las madreñas de Tarna y de Campo de Caso; un calzado ideal para países de nieve, y que las madreñas con dibujo hasta podrían utilizarse como decoración.

Y la vida seguía. Los hombres de uniforme se habían convertido en los principales huéspedes. A la hora de la cena el comedor con sus arañas iluminadas aparecía lleno de aquellos caballeros que comían y bebían con elegancia. El día lo pasaban en lo suyo, cursándose órdenes con una exactitud que parecía ensayada. Dentro de sus uniformes, casi no había manera de distinguir unos de otros; tenían un parecido asombroso. Y huéspedes de paisano apenas quedaban, se iban haciendo borrosos por los grandes espacios del hotel hasta que desaparecían del todo.

A veces, el fabricante se impacientaba, por la obligación que tenía que cumplir en su viaje. Las conferencias telefónicas pasaron a tener una «demora ilimitada», o sea, a no existir. Entonces, en el aislamiento total, pasaba horas observando a los hombres de aquel Estado Mayor, siempre ocupados en su misión o descansando o bebiendo cerveza. Los oía hablar, en el fondo era como si solo moviesen los labios y tenía la sensación de cuando en el cine de la Pola de Laviana daban películas de tema prusiano, mudas.

Una mañana se despertó excitado, como si entre las sábanas le hubieran puesto ortigas. Decidió que se imponía hacer algo, volver a casa y abandonar incluso aquella ilusión de la exportación al extranjero, quizá un embarque que le habían hecho para sacarle los cuartos, y menos mal que andaba por medio la Cámara de Comercio. Si no había teléfono, tomaría el tren para la capital cercana, que en Europa los hay cada poco. Preparó deprisa el equipaje. Puntualmente le devolvieron el sobre con dinero que el primer día había depositado para custodia en la caja fuerte. Pagó la cuenta, estaba nervioso y acaso se excedió en la propina.

En la estación le informaron de que había salido el último tren: el último, como si dijeran el definitivo, con gestos, con unas palabras mínimas de ayuda; el habla parecía todavía más cerrada de erres y de ges, cerrada y recelosa. Por suerte, el taxi de ida no había abandonado la estación. Le sirvió para la vuelta al hotel. En el hotel del lago lo recibieron sin demasiada sorpresa. Supuso que le darían la misma suite, ni siquiera habrían tenido tiempo de hacer la limpieza. Lo condujeron a una habitación aseada, esto sí, pero sin saloncito ni terraza. Era como si en dos horas hubiera perdido derechos. Otra vez puso sus pertenencias en orden, con cuidado el par de madreñas decoradas que traía de muestra. Otras muestras habían quedado en la oficina del agente en la capital, pero no había querido separarse de ese par, un símbolo, una especie de credencial que lo legitimaba tanto como el pasaporte… El lago se dejaba ver un poco por la ventana, solo una vista parcial y esquinada, pero se alegró como un preso al que consienten la propiedad de un pájaro o un cromo.

¿Duró días? ¿Semanas? Quizá duró años aquella aventura del fabricante de Laviana. Definitivamente, todos los demás ocupantes del hotel iban de uniforme. Pero el único paisano era sagrado, como si lo protegiera la ley de los grandes hoteles europeos. Tenía sus documentos y para pagar estaban las cartas de la Cámara y del Banco Herrero. El huésped había llegado como solvente y así lo seguiría siendo, la situación se arreglaría algún día. Lo que no podía evitar la pundonorosa Dirección, ahora secundada por viejos conserjes, por maduras camareras de tipo suizo, era las limitaciones que hoy vetaban una escalera con cadenas de un lado a otro —Verboten!, Verboten!—, mañana reducían la extensión del parque —Verboten!—, otro día en la sala de juego dejaban no más que un espacio acotado entre biombos para el único huésped civil, condenado a hacer solitarios con una baraja gótica. Un día lo trasladaron a una habitación más pequeña. Tiempo después, por pasillos y escaleras que no había transitado nunca, a una habitación como de servicio con una ventana que solo dejaba ver las cañerías del patio… Debió de ser una experiencia muy dura que aunque no faltara del todo la comida ni el azúcar ni el café, el hotel junto al lago fuese encogiendo, encogiendo hasta darle a uno la sensación de falta de espacio para respirar…

El que cuenta esta historia no sabe los pasos de la vuelta a casa y la venida a menos del fabricante de madreñas, que no reaparece hasta muchos años después, en la fonda Flora de esta ciudad. Tiene un cuarto destartalado sin calefacción ni baño pero es muy grande, él quiso el más grande del caserón, con un balcón que mira para la vasta llanura donde se juntan los dos ríos.