Un tal Cioran

Fue una lástima la determinación de don Alfredo, por más que digan que limpiando la escopeta.

—Son muy traidoras, ésas demibló de las series antiguas.

Ganas de encubrir el suicidio. Don Alfredo era un hombre culto y con idiomas, y gracias a él sabíamos muchas cosas de por ahí fuera. Por ejemplo. Era como si conociésemos al librero bretón. Hace algunos años, don Alfredo se cansó de los médicos de Santiago y de los balnearios lluviosos, y marchó a invernar a la costa de España más diferente de la nuestra, en una población soleada. A los dos o tres días de su llegada pasó por delante de un negocio pequeño, pero con estilo, el color verde era como la marca de la casa. Se prestaban, se cambiaban, se vendían libros. Había libros en español, pero también en inglés y en francés.

Entró a fisgar, no hace falta decirlo.

Entre las estanterías abigarradas, los pasillos estrechos alcahuetaban a algunos clientes que hojeaban los libros o incluso los leían con descaro. Unas extranjeras jóvenes y casi en bragas se agachaban para husmear en los estantes de abajo. Bastaba ver las cubiertas para comprender que allí imperaban las novelas de intriga, el sexo, pasto para unas horas de playa o de hoteles de temporada.

Pero bueno era don Alfredo para no sacar tajada de donde hubiera letra impresa, que parecía que tuviera un radar. Fue el Pablo y Virginia, en aquella primera ocasión. Cuarenta o cincuenta duros, con ilustraciones.

El dueño de la tienda estaba en el sitio menos iluminado, detrás de una mesa–mostrador, sentado en una silla de anea, con el respaldo echado hacia atrás, y parecía indiferente a lo que pasara en su local y en el mundo. Unos momentos se sentó como es debido, para despachar casi sin palabras a una anciana con sombrero. Volvió a su postura con los ojos medio cerrados, escuchando un concierto en la radio que tenía cerca.

Don Alfredo le alargó el libro que había elegido en los estantes.

Al cambista de libros don Alfredo nos lo pintaba como un tipo rubio, o más bien rojizo, con los ojos claros y menos perezosos que el resto de su persona. El comerciante tomó el volumen un poco ajado y ya iba a coger una bolsa de papel apropiada. La música del transistor era barroca, probablemente de Vivaldi. Entonces le dio al hombre como un repente, retuvo la mercancía y alzó los ojos para examinar con extrañeza al interesado. Volvió a la cubierta del libro. Le miró el lomo, lo abrió y lo recorrió salteando las hojas, se detuvo en el grabado que representa a la heroína de Bernardino de Saint-Pierre cuando prefiere la muerte mejor que dejarse salvar en los brazos de un hombre que no es el suyo. Luego, sí, lo envolvió y musitó las condiciones de la casa para los cambios y los préstamos.

—Prefiero comprar el libro. Quedármelo para mí —se apresuró don Alfredo.

—Bien. Por supuesto, usted puede —era lacónico, pero algo quería abrirse en su acento francés—. ¿Se quedará muchos días en la costa? Quizá pueda proporcionarle alguna otra cosa interesante…

Don Alfredo debió de pensar que había hecho un amigo, pero el otro ya estaba volviendo a su música y a su abulia.

Pasaron días, antes de que don Alfredo supiera que el librero había nacido en Brest, en Bretaña. Semanas, sin enterarse de que el bretón tenía su vivienda en la trastienda, y una biblioteca personal. El público traía a la tienda libros para cambio, pero a veces, raras veces, no eran libros de usar y tirar. El librero los distinguía pronto, por el buen orden les estampaba el sello en tinta verde de la LIBRERÍA EUROPEA – VENTA, CAMBIO, PRÉSTAMO, pero los quitaba de la circulación para quedárselos él mismo. O para alguien que los mereciera…

Desde el Pablo y Virginia, algunos chollos fueron para don Alfredo. El librero había calado al cliente, los autores que le gustaban, que gracias a don Alfredo nos gustan a todos en este pueblo.

Siempre buena literatura, Dickens y Lamartine y Dostoievski, la condesa de Pardo Bazán y las novelas de Blasco Ibáñez, que ahora no se encuentran, hasta autores modernos como John Dos Passos o Curzio Malaparte.

El marchante le pasaba el ejemplar selecto a don Alfredo, como en una película muda. Al final, incluso sin gestos se lo pasaba: el libro lo encontraba el destinatario en un lugar convenido, allí reservado y casi oculto. Era apasionante como tener un escondite, un buzón de amantes. Y también el que fueran libros usados, vividos, que a veces conservaban señas de identidad enigmáticas, el nombre de su dueño o de varios dueños sucesivos, facturas de restaurantes o viejos billetes de tren que quedan entre las hojas…

Así, año tras año, en que por las largas noches de los inviernos nos figurábamos a nuestro mentor en el Levante templado y oloroso de naranjos, y de alguna manera nos sentíamos implicados en lo del librero de Bretaña. Y un año y otro, don Alfredo sin traspasar la puerta que separaba la tienda de la trastienda, ya no sabemos si la mampara tenía realmente cortinas estampadas de flores o es esta costumbre nuestra de imaginar los detalles.

De la invernada última regresó más pronto y venía peor de la neurastenia, y traía un solo libro, en francés, que ahora lo tiene servidor y lo voy leyendo con el diccionario.

No hay escenario más deprimente que un país de buen clima si te cuadra la excepción de la lluvia y el viento, ahora será como si lo contara don Alfredo. «El día que llegué a Levante había inundaciones, y ya en la noche del tren sentía como un pesar en las articulaciones y en el alma. La borrasca sería fuerte incluso para este Finisterre, conque a ver para los pescadores de aquella costa, que se emperezan en los bares, y sus mujeres rezando, a poco que el mar se mueva… Apenas veías gente en las calles, estaban vacías las terrazas, las tiendas. El librero bretón, con mal tiempo o con buen tiempo, bebía. Ahora lo sé, y sé tantas otras cosas del personaje, como si un telón se hubiese descorrido de pronto… “Cuando uno no ha tenido padres alcohólicos hay que beber toda la vida para compensar la pesada herencia de sus virtudes”. Y lo peor es que el bretón llevaba mucho tiempo bebiendo a solas, que es la manera de convertir un regalo de los dioses en un veneno despacioso. No es extraño que sus ideas fueran mayormente sombrías, se conoce que el sol y la bonanza no bastan para sanar las cosas del cuerpo y del alma… Había viajado, se notaba en sus ideas sobre los viajes y los países. Occidente. Mucho Occidente. “Si los alemanes se pusieran a trabajar como en otros tiempos, Occidente estaría perdido; también perdido Occidente si los rusos no vuelven a su viejo gusto por la pereza”. Ideas sobre los libros, la muerte, la música… Beethoven, bien; pero el bretón le reprochaba haber introducido en sus composiciones el sonido de la cólera. Albinoni para el despertar de las mañanas. Y su pasión entusiasta por Mozart, “hubo un tiempo en que no pudiendo concebir una eternidad que me hubiera separado de Mozart, yo no temía la muerte”… Las calles empezaban a secarse después de la inclemencia de la mañana y algo me estaba royendo y no pude esperar al día siguiente. Me dejé llevar por mis pasos hasta la pequeña tienda, tan conocida. Habían desaparecido bastantes existencias del local, y en la trastienda, a través de la puerta de cristales ¡por fin abierta!, se deducía un interior vacío. El librero bretón habrá muerto. “En circunstancias extrañas”, es lo que me dijo un joven también rubio como la panocha, también con los ojos claros, pero menos inteligentes que los del difunto. Solo hablaba francés, había venido a liquidar y me invitó a que echara un vistazo a los estantes. Ni un solo título que se pudiera coger sin desdoro. Ya iba a poner el pie en la acera y a dejar para siempre aquella desolación. Entonces advertí que sonaba una sinfonía, no puedo jurar si la radio había estado funcionando durante toda mi visita o si era ahora cuando soltaba sus violines y sus flautas. Reconocí el aparato, estaba puesta la misma emisora de música clásica, quizá con el suceso aciago a nadie se le había ocurrido mover la aguja. Al heredero le compré el transistor como saldo y mientras él buscaba el embalaje me acerqué por un impulso al rincón convenido en el ángulo que hacían dos estanterías y cogí un pequeño envoltorio y me lo guardé con la seguridad de que era para mí y no tenía que culparme ni dar cuenta a ningún albacea. El papel de envolver era una hoja de Le Monde de diez días atrás. Calculé: de un día antes de la muerte del bretón lacónico… Ahora me hablaba, supe claramente que a mí, a Alfredo Ares García, en un fatigado livre de poche que debajo del sello de la librería tenía el nombre personal del librero. En qué consistía el mensaje de mi amigo el librero es una cosa curiosa. Consistía en los subrayados del rotulador verde fino y las notas de asentimiento, o de ironía, o de contestación a los aforismos del autor del libro. Un tal Cioran. “Quien por dejaciones sucesivas ha descuidado matarse se hace a sí mismo el efecto de un jubilado del suicidio”, deslizaba en las últimas palabras impresas Cioran. Y a mano, como una mueca también última y burlesca, “¡ESO ESTÁ HECHO!”. La única vez en castellano, el librero bretón».

Fue lo último de don Alfredo, aún nadie podía barruntar lo de la escopeta. Le preguntamos, y él tan delicado, incapaz de humillar a nadie con sus viajes y sus idiomas:

—Cioran, Cioran… Un filósofo de moda. Pero no le llega a Gracián, ya ustedes saben, o a don Miguel de Unamuno.