Una fobia de don Jorge

El que cuenta esta historia es un hombre algo pudoroso, no le gusta contar de sí mismo. El personaje principal de esta historia es don Jorge, por supuesto: un poeta importante que vivía en una ciudad del sur.

—De manera que es usted cuentista —me dijo don Jorge la primera vez que nos vimos, después de que nos presentara un paisano mío que le servía como taxista cuando aquel hombre ilustre tenía que ir a una conferencia o a tomar baños de mar.

—Bueno, en fin, no sé si puede decirse… —le dije.

—Comprendo su turbación. A mí me cuesta trabajo declarar un dato así, imagine que va uno a un hotel y en la ficha le preguntan la profesión, resulta difícil decir: «poeta», verdad, una cosa tan improbable…

Y eso que estaba traducido a muchas lenguas cultas. «Oh luna, cuánto abril, qué vasto y dulce el aire», don Jorge iba para Premio Nobel, «todo lo que perdí volverá con las aves».

Al correr de los días fueron haciéndose más frecuentes nuestros encuentros, con cuidado por mi parte para no caer en el abuso. También con el egoísmo de oírle a él, mejor que desperdiciar el tiempo en hablar de mis cosas de chicha y nabo.

Don Jorge sabía hablar y escuchar. Cuando me contó que en nuestra guerra se había marchado de Sevilla y de España por no tener que hacer el saludo, se me quedó mirando con una sospecha en los ojos muy vivos, que ya estaba formulando en palabras:

—¡Supongo que usted no habrá levantado nunca el brazo!

La cuestión era directa y cruda. Tocante a saludar con el brazo en alto, me parece que mi primera vez fue en el descanso del cine cuando tocaron los himnos. Después, ya puestos a saludar, habré saludado no sé las veces, porque lo mismo venía Millán Astray que pasaba el paso de la Verónica; incluso habían sacado un decreto, diciendo los grados del ángulo que tenía que formar el brazo en relación con el cuerpo.

Pero a mí me daba pena desilusionar a un poeta tan principal como don Jorge, que me miraba implacable, casi ceñudo, como si de aquel asunto dependiera lo definitivo de nuestra relación.

Entonces se lo conté. Yo tenía trece años y me gustaba el traje de requeté. Mi precocidad carlista era estética, y venía atizada por mi tío el librero, que me había prestado las novelas de ese tema, «por Don Ramón María del Valle-Inclán». En una España y en la otra, a los chicos —¡qué ocurrencia!— nos daban fusiles de palo para desfilar, pero yo no serví nunca para la instrucción y andaba de correo por la ciudad, como un aspirante a Bradomín, aplastado por una enorme boina roja y mirando a las chicas.

Llevaba papeles al periódico, que ya me fascinaba el olor de las imprentas, o a la radio, donde me decepcionó el fingimiento de que al decir que eran las dos de la tarde y «conectamos con nuestros micrófonos instalados en la torre de la catedral», el locutor abriera la ventana y entrasen simplemente las campanadas vecinas, por el aire de la calle silenciosa.

Pero lo más importante era el obispado. Por las mañanas había que llevar al obispado la orden del día del requeté, que no podía ser más ortodoxa, pero aun así la querían con el sello de la censura eclesiástica.

Una vez, realizando esta misión delicada (es lo que decía el jefe), me topé con el doctor Balanzá, o sea, con el mismísimo prelado. No solo lo recuerdo como si fuese ahora: recuerdo que pensé que algún día podría yo escribir escenas así. Me cuadré. Llevé la mano enguantada a la boina del uniforme, como si me apellidase Montenegro y el obispo de Lugo fuera un cardenal de Roma…

—O sea —volvió don Jorge a su manía— que usted no le hizo al obispo el saludo fascista.

—Ni hablar —le aclaré, esta vez sin modestia—: nosotros, los carlistas, preferíamos el saludo tradicional, el de los militares.

—Ah, bueno.

Pareció que se le quitaba un peso de encima. Don Jorge Guillén estaba siempre muy civil, con camisa blanca y corbata bajo el batín limpísimo a cuadros. Miró con amistad al narrador y le preguntó si quería un refresco.