—¡Pobre ese novio! Este temporal de marzo va en serio, mal lo va a pasar mañana en el puerto el asturiano de Delfina.
Quién me iba a decir a mí que aquella nevada significaría tanto en mi vida.
—Lo peor —suspiró la abuela— iba a ser el gasto que se ha hecho. Pero Dios sobre todo. Si no pasan el novio y su gente, será porque Él lo tiene ordenado de otro modo, y cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Aquella conformidad fatalista de la vieja nos chocaba a los dos invitados que habíamos dejado nuestros asuntos a causa de la boda y ahora nos calentábamos junto al fuego, todavía aterecidos del viaje. En las otras mujeres de la casa la noche era una víspera activa. En las conversaciones no había otra cosa que el asturiano. Delfina andaba de un lado para otro, pero más serena que nadie, y eso que era la novia; la misma chica seria y un poco triste que estudiaba en León y que don Antonio y yo habíamos visto madurar a lo largo de un par de cursos. Se casaba con un asturiano rico, un soltero algo maduro y de buena presencia que los sábados se presentaba en León con su coche americano y no entendía que nosotros, los amigos de Delfina, procurásemos moderar sus invitaciones excesivas en el bar Azul o incluso en el Novelty para el aperitivo de los mariscos más caros.
Contaré cómo era León en los primeros años cincuenta. Tenía su casco histórico, y en lo demás era una pequeña capital moderna que sorprendía a la gente de fuera. No se veía el elemento aldeano como en Lugo ni había soportales provincianos como en Palencia. Su calle principal podía competir con la de Uría de Oviedo. La gente era menos entrometida de lo que se gasta por ahí; los señores, muy liberales; las señoras principales jugaban al tenis y las chicas fumaban, incluso delante de don Antonio, en la tertulia de la Biblioteca. Don Antonio fumaba él mismo como una locomotora y por la calle de Ordoño daba paseos con la tropilla que él admitía para el trato, y si cuadraba se dejaba ver en un café sin importarle mucho el obispo.
En ese círculo de alrededor del cura había entrado Delfina, porque era lista, guapa y algo enigmática, y estudiaba con sacrificios y no en plan de niña rica. Tenía que interesarle a don Antonio, de pupila como aquel que dice. Lo que también estaba cantado es que a mí me gustaría Delfina como mujer; pero ella parecía quererme de amigo y confidente, de crítico de sus versos, además no acababa de marchárseme la cobardía que traje del pueblo, que siempre me parecía estar como un añadido con los de la capital de la provincia.
Eso, y el asturiano. A veces pienso que lo que más me inclinaba a Delfina era la rivalidad con el asturiano.
Los asturianos venían previsores a secar el pulmón, les encantaba el clima seco y sin nieblas. Alquilaban chalés y casas soleadas o se iban a hoteles de pensión completa que eran famosos por sus comidas. Pero al asturiano de Delfina no tenía que preocuparle la salud, era un elemento fuerte y fachendoso, con afición a los trajes completos de mucho sport con fuelles y trabillas. Tampoco entendía los romanticismos de una chica que hacía poesías, ni nada de nuestras cosas. Cuando Delfina nos lo presentó lo tratábamos de usted y esto no le gustaba nada.
Los chicos y las chicas que por entonces empezábamos a vivir y escribir nos reuníamos en la Biblioteca. A las ocho en punto de la noche (de la tarde, durante unas semanas del verano) el bibliotecario daba la palmada de cierre y nos reuníamos como polluelos alrededor de su sotana para la tertulia o el paseo; a veces para visitar una exposición; o acudíamos juntos a un concierto de la Sociedad Filarmónica, la gente nos miraba cuando entrábamos y sentíamos el orgullo de ser «los de don Antonio». Nos enseñaba. Nos formaba sin ñoñerías, adelantándose unas décadas en la marcha de los tiempos, ahora podemos decirlo. Lo asombroso es que nos insuflase tanto entusiasmo, cuando su apariencia era como apática y desengañada.
Una tarde, don Antonio me había cogido aparte:
—Me alegro de que estés invitado a la boda —me dijo, y que él iba para casar a los novios.
El cura y yo, de todo el grupo de la Biblioteca, fuimos los únicos invitados a la boda de Delfina y el asturiano. Echamos cuentas y siendo dos podíamos permitirnos un taxi. Salimos la víspera a hacer el centenar de kilómetros que nos separaban de nuestro destino en la montaña leonesa, ya en plena primavera, cuando todo hacía augurar un tiempo suave. Íbamos en los asientos de atrás, y el coche se llenó en seguida de olor a cura que fuma; no a hombre que fuma. O sea, como una mezcla de picadura fuerte más el rastro de incienso de la catedral y flecos del polvillo de los libros de la Biblioteca. Melancólicos por el alejamiento de una amiga, por otro lado íbamos contentos, viviendo aquella excepción en nuestras vidas. Para mí era una novedad respirar la cercanía de nuestro mentor, a diario tan grave de literaturas y filosofías y ahora se emocionaba porque veíamos al natural un pastor con su rebaño en el paisaje todavía plano de Camposagrado. Es verdad que por allí las puestas de sol son un espectáculo.
—En todo el Poniente, las tardes tienen como una lumbre que les falta a las mañanas —y don Antonio habló de esta porción de España que siempre le bastó para su vida—: Somos gente del noroeste. El noroeste es un país grande. Es la Galicia de los líricos antiguos y de los fabuladores de hoy, pero también la Asturias de La Regenta y la Sanabria de San Manuel Bueno, y, por supuesto, el Bierzo y los de Astorga, digamos que hasta el Torío para que quede dentro la catedral de León…
—¿Y la Tierra de Campos? —se me ocurrió porque justamente Delfina procedía de allí.
Se quedó pensando.
—Está bien, pongamos que el noroeste llega hasta el castillo de Grajal. Pero de ahí no paso ni una legua.
La ermita de la Virgen de Camposagrado y los pinos que la guardan parecían en el crepúsculo teñidos de una sangre tibia.
—Aquí corrió mucha sangre de verdad —dijo don Antonio, y contó la batalla de Almanzor, y el taxista volvía la cabeza para escuchar como si la carretera la conociera de memoria y no tuviera que mirarla.
—Por estos sembradíos cayeron también algunos cristianos que no habían hecho ningún crimen —el conductor habló y soltaba las manos del volante, accionando para abarcar el panorama—, y no hay que remontarse tan lejos en la historia.
Supuse que se refería a la guerra civil, que por entonces quedaba relativamente reciente, pero el hombre no siguió adelante con el tema. Era un tipo famoso en León, taxista de confianza del obispado; en el coche llevaba un cartón con el horario de misas y en la cabeza las direcciones de las casas de mujeres y el fichero de las chicas nuevas que les iban llegando.
—Y no se fíen mucho de que por aquí tengamos buen tiempo —avisó—; yo conozco el percal y sé lo que puede salir de aquella oscuridad de al fondo, por la cordillera que da para Asturias.
Como si nos esperase una gran aventura y hubiera que ir preparados, sugirió una parada para la merienda. Poco viaje llevábamos hecho, pero la autoridad del chófer crece en esos casos, y de los dos viajeros ninguno teníamos experiencia. Se paró en una venta que le era conocida y sin apenas perder tiempo despachó dos o quizá tres huevos fritos a nuestra cuenta.
Ya habíamos empezado a subir, subíamos casi siempre. Si pillábamos un breve llano solía ocurrir que nos adelantaba un turismo a mucha velocidad, «Va a noventa, el tío», y observaba el taxista que los más locos llevaban matrícula de Oviedo, «Eso, no falla». En un par de horas se vio que nuestro hombre tenía razón en lo de las nubes y otras señales que dijo, incluido el vuelo de los pájaros. Había empezado a nevar, todavía con parsimonia. La carretera se había hecho tortuosa, y también medrosa desde que íbamos con los faros.
A cierta altura me di cuenta de que llevábamos mucho tiempo en silencio, y fuerza no tenía para romperlo por mi parte, ni ganas. El paisaje es un estado de ánimo, esto lo leí alguna vez. El corazón acostumbrado a un país luminoso se encogía ante aquellas moles de piedra que enseñaban desgarrones de cuando la construcción de la carretera y uno pensaba en la dinamita, y desde niño en mi pueblo decir dinamita era decir terrible y asturiano. O sea, el asturiano de Delfina. Siempre el asturiano de Delfina. Y qué iba a ser de Delfina cuando viviera al otro lado de la muralla, ella tan delicada y compuesta, poco amiga del bullicio y las explosiones, tan nuestra. Un pinchacillo en el corazón. Don Antonio no sé lo que sentiría. Salimos de la carretera principal y siguiendo un croquis llegamos a nuestro destino, y al parar el motor del coche se oyó ladrar algún perro, pero también el roce finísimo de la nieve cayendo, que es como escuchar todo el silencio del mundo. Se encendieron varias ventanas de la casa, una construcción apartada del pueblo. Delfina salió la primera y nos recibió con ternura.
Al darme la mano me la apretó como realzando la camaradería, en aquellos tiempos no se besaban los amigos. Mientras estábamos en los saludos el chófer se había lanzado a ponerles cadenas a las ruedas y dijo que él no se quedaba allí, que prefería volver a recogernos mañana después de la boda. En la casa de la novia se dejó convidar a una segunda merienda, deprisa y sin ganas de charla. Luego salió al sereno, arrancó el coche y se perdió en la noche de boca de lobo, hay que reconocer que es un oficio esforzado.
Ahora empieza una historia que habría que contar con pausas a cada poco, para dar idea de la lentitud del tiempo. O soltarlo de una vez: aquel presagio de la abuela, de que Dios podía tener ordenadas las cosas de otro modo, se había oído la noche misma de nuestra llegada a la casa, que era un lunes de últimos de marzo; y al cabo de seis días, se dice bien, seis días con sus largas noches, allí seguíamos sobre la nieve y bajo una campana de nieve, rodeados de nieve, sepultados y sin contacto con la humanidad, ya era primeros de abril y para nuestros ojos no había otra visión que la nieve.
Dicen que los vencimientos de las letras, los plazos de los impuestos y los tribunales se suspenden en la montaña con la llegada de una gran nevada. Ni labores del campo, ni escuelas, ni tiendas. Nada salvo el trabajo de las mujeres gobernando la casa y el carbón y la leña. Te arropaba un sentimiento de niño, el gusto de que no hubiera deberes. Y que Asturias y el mundo fuesen una lejanía infinita, quizá la nieve iba a seguir para siempre cayendo, para siempre…
La familia de Delfina Mansilla había venido trasplantada a la montaña desde una aldea de trigales próxima a Grajal de Campos. La madre de Delfina era viuda y de eso no hacía mucho.
Graciano Mansilla fue el encargado de la Fundación, así es que la viuda y sus hijas y la abuela vivían, ya se vería por cuánto tiempo, en la casa-habitación que reglamentariamente entraba en el sueldo. Era una casa de piedra con algunos decoros de hierro en el balcón, ni tan modesta que ofendiera la imagen social de la institución ni tan importante como la casona del fundador en la villa vecina.
Teníamos las horas todas para nosotros, esto no habría que repetirlo, y quise saber la opinión de don Antonio sobre aquellos señores ilustrados. Me chocó que estuviera tan prudente. Fui yo el que habló; la situación en que vivíamos era estática por un lado y por otro producía sublevaciones inesperadas. A través de los cristales empañados de la galería se adivinaba un país influido por unos pocos. Es verdad que hicieron escuelas y granjas, que dejaron previstas dotes para doncellas y rentas para el arreglo de los caminos; verdad, incluso, que para el auge de sus intereses políticos excluían hasta el mínimo asomo de violencia. Pero yo no podía sustraerme a un tufillo clasista que daban sus retratadas barbas de próceres, ese despotismo inteligente y la superioridad de sus apellidos compuestos.
—Piensa que en cierto modo son ellos nuestros anfitriones —bromeó el cura— y no están las nubes como para que seamos desagradecidos —lo dijo con ligereza, con ganas de que hablásemos de otra cosa.
Las mujeres de la casa hablaban del asturiano, o sea la abuela, la madre viuda, Delfina y sus dos hermanas. Éstas eran más pequeñas que la novia, se preparaban en la granja escuela de la Fundación para las labores de la ganadería y el campo. Eran otra cosa que Delfina, más curtidas y de valerse por sí mismas, y al hablar del casamiento y del asturiano se les veía una precocidad poco sana. Al asturiano todos lo nombrábamos así. Menos Delfina, que lo hacía por el nombre propio, como un respeto que le debía al que iba a ser su marido. A saber cómo estaría llevando el asturiano la espera. Pero no había teléfono ni telégrafo que funcionasen, ninguna forma de romper el cerco de blancura.
—El asturiano tenía que llevar cuatro días de casado —o cinco, los que fueran, cada día echaba cuentas la abuela. Se empeñó en que él se casaba en martes, solo por echarle un pulso al refrán, «ni te cases ni te embarques».
Ese hombre era amigo de los riesgos; y simpático, hay que reconocérselo. Era bebedor, cantarín, siempre sacaba a cuento refranes y sucedidos de su tierra. Seguro que esquiaba bien y nadaba en las piscinas. Yo todo eso se lo envidiaba. A veces pensaba que el asturiano iba a aparecer de un momento a otro, con la prepotencia de unas máquinas quitanieves, o por el aire, como fuera. Asomaría con su séquito de amigos y parientes, anunciados por la pólvora y con muchos regalos, ahora me daba a mí la aprensión de haberme quedado corto en el regalo de boda para Delfina…
—Me gustaría que hubierais venido en verano —me dijo Delfina—, entonces está hermosa de frutales la huerta y hay otras comodidades.
La figura de Delfina se despegaba del retrato de familia. Era la señorita. Con don Antonio y conmigo, sobre todo con don Antonio, estaba un poco cohibida por el arreglo doméstico. Habíamos ido para dos jornadas de fiesta con la noche en medio, y para esto sí tenían previsto todo: la habitación de excusa para el cura, una alcoba pequeña pero decente para mí. La ropa de cama y las toallas, un poco ásperas y muy limpias. Y las comidas, que en principio no tenían que ser gran cosa, si se considera el banquete que estaba previsto en la fonda del pueblo.
Pero la prolongación de nuestra estancia rompía las previsiones. Vivíamos literalmente tapiados, con la nieve en la puerta, sin posibilidad de salir a la calle, y menos aún de recorrer la distancia que nos separaba de la familia más próxima. Siempre hubo comida y calor, pero faltó el café y esto era un problema con don Antonio. Hubiera sido una catástrofe si además de no haber café nos hubiéramos quedado sin tabaco. El cura venía bien provisto. Luego hubo que echar mano del tabaco rubio de Delfina, que fumaba a escondidas aunque bien se supiera en la casa. Aun así, llegó la situación límite. La más pequeña de las chicas —también la más maliciosa— quería salir a la descubierta y acercarse a alguna parte, muy divertida con sus madreñas. Entonces, como un milagro, resultó que el día del pedimento de la novia se habían traído unos cigarros puros. Quedaba allí una caja casi entera, nadie de la casa había caído en relacionar esos signos de ostentación con el tabaco que sin desdoro puede fumar un cura. Realmente, don Antonio no se fumó ninguno de los puros. Los iba sacrificando poco a poco, hasta la última raspa, para convertirlos en pitillos.
Además de fumar, don Antonio tenía que leer. Y pasear, decenas de kilómetros hizo por aquel pasillo alargado. La radio no se oía más que de noche, y eso cuando teníamos electricidad. Hubo que reunir los libros para el asedio. Estaba el surtido modesto que se supone en una estudiante como Delfina, pero «todo es bueno para el convento», dijo el cura, «incluso los libros de texto». Lo que fuera letra impresa. La abuela se acordó de un rincón de la bodega y ella misma bajó a buscar y subió con unas publicaciones que se habían salvado de la quema urgente cuando la guerra y allí habían quedado olvidadas. Eran memorias anuales y reglamentos de la Fundación, sin mayor interés, más un tomo suelto del Diccionario geográfico de Madoz que correspondía a Albacete o Murcia, pero representaba mucho entretenimiento. Y calendarios zaragozanos, que extrañamente le gustaron mucho a don Antonio.
Entonces, no. Pero tiempo después me di cuenta de que Delfina había ido cambiando durante aquellos días. Y pudo hacerlo despacio porque, aunque fueran pocos días, las horas eran larguísimas. Una casa se hace muy íntima cuando sus moradores no pueden descansar los unos de los otros. Ella y yo nos tropezábamos a cada paso, y de noche yo casi oía su sueño, o más bien sus desvelos. Le arreciaron las ojeras y el color pálido de siempre, con lo que sus ojos parecían todavía más grandes.
Me dejó un libro con ilustraciones, y lo mirábamos juntos.
—Parecemos dos niños pasando las hojas para ver «los santos» —me dijo, y yo le dije que me gustaría que fuese una colegiala con trenzas y sin ningún examen a la vista…
Eran mapas y leyendas de aquellos pasos de montaña que acaso los del país habían olvidado, ahora que la cordillera la cruzan las carreteras y el tren; vías poco amables en la práctica, pero habitadas por el misterio y la poesía con sus osos reinando y sobrevoladas por las águilas y el urogallo.
—«Al cantar / el urogallo se denuncia / y muere / pero el urogallo canta». ¿Sabes, Delfina, que el urogallo cuando está enamorado canta, que no le importa descubrirse a los cazadores?
A Delfina se le llenaban los ojos de lágrimas…
En el libro venía el Camino de la Culebra, que va de Laciana a Cangas de Narcea, la Collada de la Madera o la Senda del Arcediano.
—«El Arcediano fue un niño pobre, salió a la ventura con un hermano también pobre y uno llegó a mandar más que un obispo y el otro fue Virrey de Nápoles, y en Roma se encontraron los dos sin reconocerse».
Delfina temblaba… Cualquier leyenda, o un poema dicho a media voz, se potenciaban en nuestra clausura. Delfina se conmovía con las cosas del espíritu, aquella chica. No sé cómo nos arreglábamos que muchas veces, cada vez más veces, hacíamos un aparte, y si los demás se sentaban alrededor del fuego de la chimenea incesante, nosotros nos calentábamos con nuestras literaturas junto al braserillo o bajo el amparo maternal de una manta.
Así iba la vida. Y lo que tenía que venir, vino de repente. La noche anterior había dejado de nevar, pero ya otras veces habíamos celebrado el acontecimiento y luego resultaba que no, que era como una herida que hubiese cerrado en falso. Ahora, por la mañana, tampoco nevaba. Nos despertamos y el color de la nieve había cambiado, el algodón opaco había pasado a ser un blanco resplandeciente. Creció el día y el sol se impuso, calentaba en aquella altura como si fuese verano y no los primeros días de abril. El cerco de nieve iba mermando de hora en hora. Pasaron vecinos con su ganado y saludaban a voces, era como una resurrección.
Entonces, como si todas las señales de actividad se precipitaran a un tiempo, llegó un repartidor de telégrafos por un lado de la carretera vecinal y Goyo, nuestro taxista, aparecía por el otro lado con su chevrolet a recogernos. El telegrama era de Asturias, en aquella otra vertiente el puerto seguía cerrado, de salud sin novedad y pasaré lo antes posible, la boda mejor para uno de los martes de mayo.
El coche nos esperaba. Esta vez don Antonio se sentó en el asiento junto al chófer y a mí me dejó detrás. Pero solo no estuve.
—Que venga con nosotros si quiere, ella sabe lo que se hace —dijo sin pasión don Antonio, pero con un afecto, cuando la novia salió de la casa con la maleta y vino a sentarse a mi lado.
Don Antonio se adelantaba a los tiempos. Seguro que adivinó lo que me esperaba con esta Delfina mía, eso que se supone de una legítima esposa, horas de felicidad y algunos cabreos.