Y la señora Benita, ¿por dónde andará ahora la señora Benita?
La señora Benita de Pousa.
—Por donde sus manos ya no pueden dar alegría a los mortales —suspirábamos cuando la perdimos—. A lo mejor, haciéndole la paella a san Pedro, qué otra cosa puede ser el cielo.
Pero no había sido menos problemático el andar averiguando el paradero de la mujer cuando aún guisaba para los vivos. Nos guiábamos por las confidencias y el cauto espionaje, el olor inconfundible en la ruta de mesones y restaurantes, nuestro instinto de señoritos acomodados. Si se la encontraba en persona, tenía que ser en la compañía de su nieto faltoso, ella de luto huraño y el niño con su palito en la mano zurda. Dicen que estos inocentes no viven sin su fetiche, les quitas el palo y es ponerse furiosos.
Las guías gastronómicas son rutinarias y en la sección de esta ciudad no consta la paella valenciana. ¿Paella valenciana en un clima frío y brumoso? ¡Tan lejos del sol y de los sabores del Mediterráneo! También es verdad que la paella valenciana se ofrecía en un solo establecimiento, y no era siempre el mismo establecimiento, el sitio cambiaba tantas veces como la artista decidía marcharse con otro patrón.
—Se ha ido —nos decíamos con desaliento; y ni siquiera había que pronunciar su nombre.
Entonces empezaba una vez más nuestro peregrinaje, siempre detrás de la cocinera voluble. Desde la comodidad de un hotel del centro hasta un merendero de las afueras. Y luego, el Fornos, el Arizona, se habló de que la querían como cocinera de plantilla para el gobernador y no sé qué hubiéramos hecho, nos acostumbrábamos a un lugar de cita y ya mismo había que afrontar el traslado como quien tiene que mudarse de casa.
Les preguntábamos a los dueños desairados.
—Que se vaya con el diablo, a mí no me pone los cuernos la mujer, conque menos me torea la cocinera.
—Una bruja, y con el culo de mal asiento.
—Que nadie diga que en esta casa no se le paga a la gente como es debido. Porque buena guisandera lo es, aunque solo para ese plato, que luego ni un par de huevos fritos le sale al derecho.
Era caprichosa y tiránica, pero así son los cocineros de todo el mundo. Le pegaba a la botella durante el trabajo, pero ya se sabe el secaño que dan los fogones. Exigía que no hubiera nadie mirando, ¡pues un fogón de leña aparte y para ella sola! Con el niño al lado, por supuesto. Una vez le dijeron que no llevara al tolo, y que si lo llevaba no entraran por la puerta principal, el hotel Almirante tiene puerta falsa para el servicio. Hubiera terminado marchándose del Almirante, más tarde o más pronto; pero en aquel mismo instante del apercibimiento insultó al gerente: «¡Sátrapa!», que el niño era listo aunque se le viera así, y la cocinera dimitida ni siquiera esperó por la cuenta. La verdad es que el niño iba siempre muy lavado y peinado. Dicen que en la cocina se estaba sentadito sin dar ninguna guerra, y que de vez en cuando le daba por trazar figuras en el aire con el palitroque. La mujer guisaba pendiente de la batuta del niño, no la perdía de vista mientras ella oficiaba sobre el espacio circular y sagrado de la paellera, mascullando palabras como conjuros.
A voces avisaba ella, cuando había acabado su creación gloriosa. Echaba un último trago del tinto de marca y al chico se lo daba rebajado con agua. Entonces, el simple, que decimos un niño y ya andará por los treinta años, cogía la mano de la mujer y tiraba de ella. Parecía como que el retrasado impusiera el camino con sus andares de pies planos. Eran una pareja fantasmal buscando las calles más apartadas, arrimados a los muros de las casas y sin cuidarse del agua de los canalones en los eternos días de lluvia.
Para cuando la señora Benita llegara a su casa, ¿dónde sería su casa?, nosotros estaríamos en la fiesta de una paella que era siempre la misma, una cosa de ángeles; jurando guardar el secreto para que tardara en saberse el nuevo destino de la señora Benita, rezando para que esta vez echara raíces la señora Benita de Pousa.
Un día, por las ferias de San Froilán, oímos que había muerto. Esta mujer, que vestía como una aldeana pobre y limpia como la patena, podía ser una de esas viejas avaras que salen en el periódico porque han muerto dejando una libreta de banco con una fortuna. Pero el diario no trajo ni eso ni nada de la desaparecida. No era justo: un personaje curioso, como lo fueran el cura loco don Servando o Cagaollas el carretero o María do Corgo que iba por las casas a fabricar el chocolate para el gasto del año…
—Deberíamos pagarle una esquela a la difunta, una cosa sencilla y a escote.
—De poner dinero, mejor será para el rapaz que se queda sin amparo, de esa situación habría que enterarse.
La abuela era recia con todo el mundo menos con el desgraciado, estos seres se hacen querer, es mucho lo que acompañan. Pero no hicimos nada. Empezaron a correr los días, cada día con sus cuidados. De vez en cuando resucitaba el tema de aquel caso extraño; se sabía la aldea de donde habían venido los personajes, y que el chico se lo habían hecho al rincón en Barcelona a una hija de la señora Benita de Pousa que andaba descarriada; pero nada, absolutamente nada que explicara la sabiduría, si no era magia, de la paella valenciana.
—Los genes, a saber qué herencia desconocida habría recibido esa mujer.
—¡En la sierra más lobera de Fonsagrada!
La vida, esta vaina de vida. Nuestros cuidados de ahora eran otros, seguir el rastro de los escasos pollos de corral, la caza (en el plato) de las perdices con cachelos, las truchas de río, más sabrosas si furtivas. Con discreción, porque hay gente que nos critica. Lo propio de una ciudad de provincias.
La paella famosa, la mejor paella del mundo, se iba perdiendo en el olvido. Se diría que era caso cerrado, cuando un lunes, que es día de poca bulla, nos juntamos en Casa García en los soportales. Da gusto ir al restaurante de García, un hombre que no ha consentido quitar su apellido tan corriente y ponerle al negocio, por ejemplo, Las Vegas; lo que sí debería es asear los sanitarios. Él y su señora son gente honrada. Nos dejó, como siempre, el cuarto de la chimenea. La lumbre baja estaba amorosa. A la mesa habían llegado los entremeses y el vino, ésa clara alegría de las reuniones donde van hombres solos. Y algunos, de mucho saber, que el comer y el beber no quitan para la cultura:
—Dejemos que el falerno arda en nuestras venas y distingamos como el romano si las ostras provienen de Circe, de los escollos de Lucrinio —nos lo sabemos de memoria— o de las hondonadas de Rutupia.
Pero no todo el mundo es doctor en los clásicos:
—Del mariscar de Pontevedra las prefiere un servidor, y a mucha honra para nuestro país.
—Pues dejémonos de ostras y venga para acá una tapita de ese corzo digno del hierro de Meleagro.
Entró García y dijo que para el plato principal nos tenía una sorpresa.
Preferíamos no saber el menú, al propio mesonero le gusta ese juego cada vez que vamos a su casa. Pero esta vez debía de ser algo muy especial, bastaba verle la cara. No pudo contenerse y con arrogancia anunció el número fuerte de nuestra comida de amigos.
—Mejor hubiera sido no venirnos con morriñas.
—Ni traernos comparaciones —tuvo que vernos la decepción.
Que esperásemos, y reforzó los tacos de jamón y cecina.
Había que esperar el tiempo reglamentario, ya se sabe que ese manjar es para gente paciente. Don Manolo debió de sentirse la próstata y salió en busca del servicio, que hay que cruzar el patio y pasar cerca de la cocina, pero ahora es mejor que lo cuente don Manolo, nuestro decano:
—En el patio atascado de cajas y botellas había un silencio que no cuadra en este tipo de industria y estaba creciendo el olor que venía del fogón, que no puede confundirse con ningún otro del mundo. ¡Pero cómo era posible que fuera el mismo, idéntico aroma! Me fui arrimando a la puerta de la cocina. Me asomé, temeroso de encontrarme con una aparición. En la media luz inclinaba la oficianta su figura oscura sobre el fuego de leña donde se jugaba el punto de la paella. Hay que atender al momento en que la carne queda bien dorada, al de echar el arroz, al instante preciso en que el arroz tiene ya vida propia para recibir otros elementos, como si un director de orquesta ordenara cada detalle de la sinfonía. La cocinera se incorporó y era la mujer de García. Sin atinar a marcharme observé que la mujer dirigía la mirada atenta hacia un lado de la cocina, y allí cerquita estaba él, sentado en una banqueta alta, el niño reviejo que justo en ese instante daba una orden precisa con la batuta. Lo vi vestido de traje nuevo y de repente se me desveló el secreto.
Ahora solo faltaba festejarlo, tan fácil no va a ser que la criatura ande cambiando de asilo.