Félix Rocos estaba entreteniéndose en su colección de curas gallegos cuando vino a notificarlo la Guardia Civil de Cacabelos, y el propio cabo le dijo que se le requería para una diligencia.
—¿Una diligencia de qué? No sé yo que tenga nada en el juzgado ni de trámites ni papeles.
Tenía razones para estar tranquilo, él vivía retirado y legal, y su pasado político ya iba siendo un pasado lejano.
—Es un telefonema que vino de arriba —precisó el cabo—. Vengo solo a prevenirle que pasarán a buscarlo dentro de dos horas. Y esas figuras que hace, ¿son de curas conocidos o según le viene la idea? Si no es mala pregunta.
—Hago lo que me sale —y podía ser lo que me sale del carallo.
Pero Félix Rocos no dijo nada más, todavía estábamos en los años sesenta.
A las dos horas justas apareció delante del portón del patio un coche negro con dos señores y el chófer y ninguno llevaba tricornio ni nada de uniforme. Enseñaron un papel que traía el escudo con el águila de España y el destinatario vio por alto que no eran expresiones tajantes, decían se le ruega, se encarece su colaboración. O sea que no era una orden.
Eso estaba mejor; porque Félix Rocos, si le pedías lo que fuera como es debido, se convertía en una malva, pero que nadie le pusiera el pie encima. A saber qué encargo sería. A lo mejor una imagen sagrada o unas cariátides como las del chalé de los ingenieros, eso si no era un monumento conmemorativo, por lo oficial que venía la cosa. Y además le gustaban los asuntos que empiezan con algo de misterio.
Cerró las contras de las ventanas del taller, acarició al gato, le dio una voz a la criada para decirle que volvería pronto. Se sorprendió cuando los dos personajes del coche le inspeccionaron y a ver si no iba a ponerse corbata.
—¿Corbata? —se vio que no le gustaba la idea. Pero volvió sobre sus pasos y en seguida reapareció con la medalla del certamen que ganara en Orense, colgante de una cadena de plata, y dijo que era su manera de ir vestido de sala.
Los funcionarios se miraban dudosos el uno al otro, se conoce que no traían las instrucciones muy claras. El escultor, aun en su anarquía, aparecía bien presentado. Ya se sabe que estos bohemios visten a su aire, y Félix Rocos puede casar los pantalones de pana con una camisa de seda natural traída de Barcelona. Más la barba, y esa mirada suya que lo ennoblece, aunque también lo hace un poco loco.
Antes de haber rodado el primer kilómetro ya había sacado la pipa, por entonces nadie pedía permiso para fumar, y el coche se llenó de humo como en tiempo de invierno se le ponía el taller al escultor, que le gustaba asar castañas en la lumbre baja. Lo trataban con deferencia. Iba en el asiento de atrás, con el señor de más edad, el que parecía de mayor grado.
La verdad es que hacía tiempo que no le encomendaban cosa de fuste. Se puso a calcular y no se le aclaró la memoria, si lo último había sido la Divina Pastora para el colegio de las monjas o el busto de don Manuel Rosón que le habían rechazado por falta de parecido, la gente no entiende que el retrato de un prócer pueda basarse en valores más importantes. Se le había cruzado en su vida un accidente en la pierna derecha, y luego un amago de artritismo, pero más aún le dolía al artista la incomprensión y el olvido de quienes mangonean los encargos. Ahora hacía alguna talla de muebles para un almacenista de La Rúa de Petín, cucharas historiadas o pipas como la que él mismo iba fumando, trabajadas en madera de boj. Y los curas de barro cocido, su colección de curas con sus tejas y paraguas, que ésa no la vendería por nada del mundo. El de Cacabelos siempre había esperado que le hicieran justicia, a lo mejor había llegado su gran momento, más valía tarde que nunca.
En un cruce de carreteras el coche se detuvo y los hombres que llevaban el asunto se hablaron por lo bajo. Torcieron por una carretera solitaria, y eso que a tal altura de la película ya le habían dicho que el destino era La Coruña.
Se sobresaltó. Le dio una aprensión aquel desvío con unos tipos que en realidad no conocía, las autoridades le piden a uno la documentación pero a saber lo que pasa si sacas tu derecho y les pides el carné a ellos. Estaba de aprendiz de ebanista cuando vino la guerra, al recordar empezó a dolerle la articulación de la rodilla, todas las emociones buenas o malas se le ponían en el sitio operado. Había empezado la guerra. Apareció un coche con unos forasteros, que era negro como el de ahora, y aunque nunca habían estado en el pueblo fueron a tiro hecho a casa del maestro ebanista: que los acompañara a la capital de la provincia para una declaración, no se apuren, no escandalicen, su marido o su padre les vuelve pronto y para este viaje ni siquiera tiene que llevar mudas…
Pero ahora estábamos en mil novecientos sesenta y tantos, aquellas barbaridades ya ni podían creerse. En realidad, también podía irse a La Coruña por el Cebrero, hasta puede que fuesen menos kilómetros. Se distrajo con el paisaje. Para poder llegar al mar había que vencer la oposición de la cordillera. A veces se le ocurrían formas, volúmenes, huecos, sugeridos por un castaño de tronco caprichoso o por un penedo solitario que parecía puesto adrede allá arriba. Eran intuiciones vagas, y el resentimiento por no haber estudiado en plan académico, en Madrid, que es donde se abre paso un hombre con vocación. Pasaban los kilómetros, la vegetación había ido cambiando y los prados y la fraga dominaban en lugar de las viñas. Todavía en una ladera de La Faba, cerca de las minas de plata de Ruibales, a un paso de las nieblas cerradas del Cebrero, se dejaba ver el regalo de alguna viña acosada, pero valiente.
—Es un milagro de nuestra España —exclamó muy interesado el señor que había mostrado el papel timbrado y daba las órdenes. Se le salían los ojos mirando por la ventanilla—. Pocos deben de saber en España que se haga vino en estos breñales.
—Y vaya si se hace —aseguró el escultor con autoridad. También con su poco de sorna—. Allí donde haya un poco de tierra y un hombre, puede nacer el vino. Otro cantar es que la criatura no se malogre, que el vino no hay cosa más delicada.
Santo Dios, si Félix Rocos hablase. Una noche de compadres y merendola se había visto delante de una cuba de vino doliente al que de nada valieran los cuidados de la elaboración, o sea la vendimia mimosa, el buen pisado y prensado de la uva, la trasiega con viento frío, pero no de tormenta, y además luna llena. Ventilación no le había faltado al enfermo, en un lugar donde por mejoría las ventanas miraban al nacer del sol, que en Trabadelo sale por la parte del Bierzo. El cosechero confesaba. Le había echado al vino un jamón algo atocinado, sin que el gesto hubiera obtenido agradecimiento. El vino sacado con tanto amor de las cepas escasas de una ladera, sin remedio desmerecía. No es que fuera una purrela, tanto no. Pero no acababa de dar la cara, y que nadie hablara de tartáricos ni de ninguna química, porque el hombre quería tener un vino de casa honrada, para beberlo y todavía más para ofrecerlo… Ya solo quedaba el recurso de la magia, la virtud de un iluminado. La cosa estaba cantada, habiendo un personaje como Félix Rocos, con las barbas y los ojos de imán, más una voz que parecía del abad de Samos. Félix Rocos ofició en Trabadelo entre bromas y veras, ni sobrio ni borracho del todo, y el vino curó y el milagro empezó a correrse por todo el canal del Valcarce: «Don Félix, que si puede usted acercarse para echar unas palabriñas, que es un vino natural, ya usted sabe, y a lo mejor salvaba con un poco de ayuda».
Lo mareaban. Pero él era un creador, en nada apreciaba aquel poder añadido de su mirada y su verba, comparándolo con el prodigio de coger un bloque de piedra o un pedazo de árbol y lograr un Sagrado Corazón que hacía arrodillarse a la gente.
—Cuarenta kilómetros —alguien lo leyó en voz alta dentro del coche—, media hora y estamos.
Un día le había venido al taller un periodista del Faro de Vigo, que algo escribió de las esculturas, pero a Félix le dolió que en el reportaje saliera mayormente esa etiqueta que le habían colgado de sanador de vinos. Solo faltaba que la voz se corriera por Galicia, donde cualquier pudiente quiere sacar o seu viño de la parra o de un bancal y achicar al vecino de al lado. Quizá cuatro cántaros de vino. Acaso un solo año de vino orgulloso por varias cosechas perdidas.
Félix Rocos, aquel día del viaje histórico, pensó que al fin le llegaba el reconocimiento como escultor, al entrar en la residencia oficial se les cuadraron los centinelas y él sacó pecho de artista, seguro que algún encargo para el oratorio del Pazo. Pero ya lo llevaban para la bodega, que requería sus ensalmos el gallego que por entonces mandaba en España.