A la gente de la ciudad de V*** (hay que cumplir la palabra dada) no le gusta salir con sus nombres en una historia, se lo advierto. Y menos en una historia como ésta, que ya están oyéndose habladurías. Gracias que de aquí no va a ir nadie a París o a la Costa Azul para ver la exposición de la pintora francesa.
Llegó al final del verano, como una turista rezagada. Debió de andar tanteando para ver si le convenía quedarse, comparando con otros lugares de la región. Después ya fue una cosa corriente su furgón cerrado como de almacén de electrodomésticos, aparcado a la puerta del Cuatro Naciones. Descargó muchos bultos, pero lo que sobra es sitio en el hotel de techos altos y pasillos descalabrados. Tampoco le pusieron pegas para que utilizara el desahogo de la pieza de arriba, con la luz entrando por la claraboya, al saberse que era una artista y a lo mejor venía a inmortalizar nuestro pueblo.
—Quién sabe, quizá unos apuntes del paisaje —daba largas ella cuando le indicaban el nacimiento del río, o las viñas: «Aproveche que la uva le está ahora en el mejor momento».
De las viñas, lo que le gusta a esta francesa es el clarete. Fue lo que pensamos cuando al caer la tarde nos la encontrábamos por las tabernas. Luego vimos que bebía poco, paladeando, y que buscaba el trato con la gente. Con los hombres en buena edad, pero en un plan que no podía censurarle nadie. Era grande, fuerte, como si tuviera un oficio de hombre, y a nadie le extrañó cuando dijo que estaba trabajando en los cuadros para una exposición y necesitaba apuntes y bocetos, todos los modelos tenían que ser masculinos.
—Lo más normal —se oía decir a los enterados—, los artistas necesitan en qué basarse.
Y el general retirado, que ha hecho las guerras más antiguas:
—Ninguno de ustedes puede recordarlo, pero aquí ya hubo un caso, la Santa Cena que sale en las procesiones. El san Pedro fue mi abuelo, el san Juanín soy yo mismo cuando iba a ingresar en Intendencia.
Es el militar más viejo de la escala y eso merece un respeto; los primeros que nos ofrecimos a la francesa para lo que hiciera falta fuimos los dos empleados de la notaría y yo mismo. Pero ella empezó con sus teorías, antes de pasar a las sesiones prácticas. Fue abriendo unas carpetas grandes y en el camaranchón del hotel desplegaba reproducciones a todo color: ésta es la Venus de Cranach que se encuentra en Leningrado; ésta es la bañista tan nombrada de Corot, observen el detalle con que se han captado todos los pelos y señales.
Parecía poner el ojo, sobre todo, en el oficial segundo de la notaría, que es ni gordo ni flaco y fue danzante de bailes regionales.
—El desnudo en el arte es tan antiguo como el mundo —la francesa hablaba bastante el español—. El cuerpo, al quedarse sin ropas, se adorna y enriquece por dentro. Observen la Venus de Tiziano, lo que nos está revelando en su abandono. Y qué decir de esta Venus de Botticelli perseguida por los perros, todo un tratado intelectual. O la Magdalena, señalada por el pecado. Fíjense en la Magdalena de Ribera, es de mis cuadros favoritos; el pintor la sacó del natural, de una mujer de la vida.
Nos fijábamos en la Magdalena. Sobre las carnes aparentes le quedaban unos pingajos de ropa, algo hombruna se la veía.
—Esta Venus de los espejos —desplegó una hermosa lámina, presidida por una hembra maciza que daban ganas de tocarla— la pintó un italiano de noventa años. Está llena de deseo carnal, pero a nadie se le ocurre decir que Bellini fuese un viejo verde. ¿Alguna vez han oído ustedes que Bellini fuese un viejo verde? ¿O Tiziano o Goya o el propio Picasso?
Nada, nosotros no habíamos oído nada de eso.
—Habría que ver si una pintora de esa edad se atreviese con el desnudo incitante de un muchacho —la francesa se acaloraba—. ¡Ya está bien de desnudos de mujer pintados por hombres!
Por suerte, no nos habló de dinero, eso en esta ciudad estaría mal visto. Le fue fácil a la pintora el camino romántico, la obligación que todos tenemos de enriquecer el espíritu de la humanidad. Casi sin darnos cuenta el oficial segundo se convirtió sobre el papel de dibujo en una casta Susana. A lo largo de los días le fuimos siguiendo otros. No acudíamos de uno en uno. Juntos nos dábamos valor. Subíamos por la escalerilla del callejón de atrás, como si fuésemos una secta. Al principio había bromas, titubeos. En el desván guardaban un biombo lacado de cuando el Cuatro Naciones era hotel de primera y ahora nos servía para desnudarnos. Nos desnudábamos igual que en el pedregal a la hora de bañarnos en el río pero pronto se hacía una atmósfera como de iglesia, la pintora se ponía a lo suyo y nos olvidábamos de nuestros cuerpos, de que ella era una mujer. Algo ayudaba su falta de coquetería, su bata manchada por el trabajo y lo poco que le importaba a la francesa que con los movimientos se le desabrochara la blusa. Esa parte la tenía bien puesta la moza. Nos había convencido para su causa, aquella idea de dar réplica a los desnudos femeninos famosos, haciéndolos tal cual, solo que con hombres. Lo que no entendíamos era el porqué de haber elegido nuestro pueblo. Dijo que le gustaba la luz tamizada del noroeste y que la fruta era barata, casi lo único que comía.
—Usted, don J. M. —porque nos hablaba con mucho respeto—, me gustaría para santa Catalina en la rueda.
Hacía grandes bosquejos, figuras que luego le servirían para el trabajo profundo en los museos y en su taller de Montparnasse. De los que hicimos de modelos, ese J. M. es el único que tiene mujer a quien rendirle cuentas, pero juró que ni una palabra de lo de encuerarse, los demás tampoco nos íbamos de la lengua. El J. M. aparecía casi en pelota en el bosquejo, de rodillas, y la rueda catalina ya se la pondrían con todo detalle. Y el rubio de los Ancares en el lugar de Eva, con la cabeza pequeña como él la tiene y la manzana en la mano. Pasmaba, sobre todo, el ver a un cristiano como el taxista de la Cuesta, en plan de maja desnuda, con el pajarín encogido para dentro y eso que prendíamos la estufa de butano.
Y mi propio caso, para qué lo voy a negar. Mi fuerte no es el físico. A tiempo se lo aclaré a la pintora, y ella me animó con lo del barroco. La cicatriz del riñón operado, ningún problema. Y menos aún las grasas, mejor para el barroco esos michelines de quienes no nos privamos de las buenas comidas. Aquí está una fotografía que ella sacó al terminar ese trabajo. El de la izquierda es el cabo de la policía urbana y el de la derecha es un viajante que estaba de paso. ¿Y quién cree usted que es el de en medio? Ahí me tiene, con los otros dos elegidos: Las tres gracias de Rubens.
A esta mujer, por un lado, habría que ponerla en un altar porque lo último que hizo fue un milagro. Había empezado a fijarse en el chico del barrio del río, el hijo natural de la partera.
De los que en el desván reservado nos despelotábamos, alguien le contó a la francesa aquel caso que se había rumoreado por el pueblo. El chico había nacido con algo raro, ya es mala suerte estando la propia madre dirigiéndose el parto. Pero ni un esparajismo tuvo la parturienta, demasiadas veces había dictaminado que las solteras que paren no tienen derecho a quejarse. Ninguna queja de sus dolores, ni de que el hijo que le habían hecho no enseñara claramente ese paquetillo de esperanza y malicia que alegra tanto a las vecinas. «Con el tiempo se ha de ver», fue lo único que dijo la parida y comadrona, ella había visto muchos recién nacidos. A lo mejor bastaba una cirugía de nada.
—¿Y lo han intervenido ya? —quería saber la pintora.
De aquello del parto habían pasado cerca de veinte años, ya casi nadie se acordaba. Con este tamaño de población nos encontramos unos a otros a cada paso y la forastera se fijaba en el muchacho, hay que reconocerle al chico una belleza especial, le daba aureola el andar como huidizo y sin ninguna de las diversiones que les gustan a los muchachos.
—Acaso le falta dinero de bolsillo para alternar con los otros chicos, eso puede ser humillante a su edad —y no entendíamos el interés de la pintora.
A la pintora solo le faltaba poner en masculino la Venus dormida, y esta obra la tenía preocupada porque había fracasado con todos nosotros. Bajo la luz más favorable del desván se extendía como un desafío la lámina que traía de muestra. El autor de la Venus dormida no lo sabría yo precisar. Solo recuerdo un no sé qué que sentías al contemplar una mujer muy joven y desnuda, la veías que estaba a punto de despertar, y había como una brisa dentro del cuadro.
De alguna manera se las arregló la franchuta, la tía iba derecha al grano. A todos nos dejó de lado y se encerró días, semanas, a solas con su nuevo modelo masculino. La experiencia nos permitía imaginar las sesiones, la pose del rapaz sobre la tarima, el trazo nervioso de los lápices y difuminos con alguna pausa de la pintora para mordisquear una pera o una ciruela. Luego se supo que ni lápices ni papeles de bocetar… Ya le digo, ésta es una ciudad de abolengo, mejor si en el cuento no pone el nombre de la ciudad ni de nadie. En algún momento de este trabajo la artista apartó la Venus y toda la colección de obras que había traído en el furgón y a cuerpo limpio se puso con el pincel y la espátula, empleando incluso los dedos untados en pintura, y por su cuenta creó sobre la tela un dios que no estaba acostado ni dormido, de pie lo representó y con una especie de árbol frutal que se le levantaba orgulloso de entre los muslos. Ella se fue y aquí nos quedamos todos los hombres de esta historia, y el chico del barrio del río que ahora tiene otra manera de mirar y todas las noches la moto.