Jaime Lavalle llegó a este país y en seguida se corrió la voz, como siempre que llega algún conocido. Todavía no sabíamos por qué medio había hecho el viaje, en este país se entra de las maneras más impensadas. Pero ya él contaría los detalles, tiempo es lo que sobra arribando a esta playa que sigue y sigue.
Contó. Fue un viaje por cuenta del ministerio. A última hora de la tarde, o en las primeras horas de la tarde, las estaciones dan salida a los trenes de largo recorrido, y los trenes empiezan a trazar los radios de una rueda cuyo centro es la capital y la circunferencia es la periferia de la Península. Jaime Lavalle pensó que la imagen no estaba mal. La supuso en una pantalla electrónica, con un controlador muy responsable que estaría viendo esa imagen con los ojos de la cara: los viajeros que van al puro norte, decididos como una flecha; los que salen de Atocha y llevan anticipado el olor de las freidurías del sur; los catalanes con sus portafolios de negocios; los pasajeros que todo el viaje van a hacerlo contrarios a la marcha del sol. Él llevaba el mismo camino que la tarde. Se prolongaba la tarde, y la noche amagaba en los pinares oscuros, pero aún no lograba establecerse, retrasada por la luz rojiza que se colaba por los jirones y calveros.
No hay como el tren para que un ingeniero técnico de Obras Públicas se encuentre consigo mismo.
Los de Levante son levantinos. ¿Se dice ponentinos a los de Poniente? O ponenteños. O ponentiscos. Los de Levante será difícil que pueda decirse levantiscos, pero hay muchas sorpresas en el diccionario. Es lo malo de las dudas sobre el lenguaje, que siempre se presentan cuando no se tienen los diccionarios a mano. El ingeniero técnico pensó en anotarlo, comprobar en casa al regreso. Pero pocas veces se había sentido tan perezoso.
Luego, cuando fue a escribir algo bajo la luz eléctrica del vagón, se le había pasado la curiosidad lingüística, probablemente habían pasado también horas y cordilleras. Ni siquiera empleó la libreta. En los márgenes del periódico del día, junto a noticias que habían envejecido desproporcionadamente, repitió una vez más un rito de soltero maniático. Calculaba (hacía que calculaba) el número de años. Lo dividía en trienios o cuatrienios o quinquenios, consideraba la fracción sobrante, obtenía la jubilación. Con la jubilación perdería las dietas, no hay nada más agradable que la locomoción y los hoteles cuando son por cuenta del ministerio. Pero la alegría de una jubilación a tiempo, con poco que el corazón ayudara. «Con eso que usted tiene se puede llegar a los cien años». Pero ni el especialista ni nadie podía saber cuándo sería. Ni cómo sería. Decían que en la otra vida nos quedamos tal como hemos sido en la flor de la edad, así se queda uno para siempre. Decidió pensar en este lado de la vida. Un último retiro para pintar, vivir sin la esclavitud de la profesión. Quizá, incluso, dar entrada en el programa a una mujer.
Le faltaban dos años y cuatro meses. Le faltaba el último tramo después de los campos que suceden a la sierra, cuando había dejado atrás la región del trigo, la gradual preponderancia de los ríos. El tren iba muy lanzado en la noche, cualquiera podía darse cuenta de que nada ni nadie podría impedir su designio. El ingeniero técnico de Obras Públicas viajaba despierto. Antes de la salida se habían agotado las plazas en el coche cama, incluso la reserva que se deja para «los de casa». Podría haber aplazado el viaje hasta mañana, marchar en un tren diurno. Pero la acumulación de años de servicio no era solo para los derechos, también para el deber. De manera que allí estaba el facultativo del MOPU, en su asiento, y pocas veces lo había abandonado: a la cafetería, antes de que avisaran de que se iba a cerrar; al servicio o a estirar un minuto las piernas. Unas piernas fieles —a pesar de las coronarias— que en los fines de semana cada vez más codiciados lo llevaban por el campo cada vez más alejado. A buscar el aire para sus acuarelas, la libertad.
Los trenes radiales van perdiendo pasaje según se acercan a su destino. Aún hay pasajeros que suben, no se dan cuenta de que llegan a un mundo de ceniceros y de botellas de plástico vacías donde ya no se contaba con ellos. Pero son muchos más los que el tren va soltando en estaciones borrosas. Lavalle pensó que no le gustaría quedarse solo del todo, en el vagón corrido. En la región minera, en un pueblo grande con chimeneas y focos de luz, Lavalle perdió toda su compañía, a excepción de una pareja que perseveraba en la otra punta del coche. Cuando el tren se detuvo en la última capital de provincia, ya no esperaba que subiera nadie. No le extrañó que la pareja hubiera preparado sus bártulos en el momento exacto, ni antes ni después, con esa superioridad de los habituales. Desde la ventanilla los vio alejarse, más viejos de lo que él había imaginado. En el andén provincial hubo una breve señal de vida, la edición madrugadora del periódico, que Lavalle rehusó contra su costumbre. El tren partió camino del puerto de mar.
El tren marchaba muy rápido y la falta de carga acentuaba el traqueteo y se lo transmitía al único viajero. Seguramente era ese vaivén el que le estaba causando a Lavalle un malestar difuso.
Es una situación penosa. Sientes que algo, pero no sabes el qué, te va a empezar a doler, pero no te duele. No sabrías decírselo al médico. Como unas ganas de vomitar, pero seguro que vas y un desaliento es lo único que te viene a la boca. Siguió en el asiento, mejor que levantarse y marchar hasta el lavabo cruzando el desierto.
Cuando las molestias se fueron definiendo, concentrándose, localizándose en la opresión conocida y aciaga, sacó el pequeño pastillero de plata (como quien saca una pitillera que le han regalado), tomó una pastilla y se la puso en la boca con una fe de comulgante. Esta vez sintió frío, lo contrario de lo que dice el prospecto. Los excesos de la refrigeración. Como si hubiera sido convocado, apareció el revisor del tren en la puerta cristalera que con breve magia se cerró tras la figura uniformada. Se ve que habían hecho el relevo en la estación anterior. Este revisor de ahora tenía un aire como más vigilante y reglamentario, sin el menor descuido en el uniforme negro de botones dorados, traía bien puesta la gorra, centrada, y lápices de tinta (pero no bolígrafos) en el bolsillo de la chaqueta, donde asomaba un poco de una libreta de hule oscuro. El revisor se acercó más y su cara era pálida, salvo en una cicatriz que parecía antigua pero conservaba un tono sonrosado.
—¡Baliñas! ¡Tuvo que ser Baliñas el de Monforte! —dijo uno de Correos que escuchaba el relato, sin dejar de soltar la arena de la playa por entre los dedos como en un reloj infinito.
El revisor no le pidió el billete a Lavalle. No le preguntó por qué tiritaba. De alguna parte allegó una manta como aquellas de Wagon-Lits y doblada se la colocó al viajero sobre las rodillas. Jaime Lavalle dijo gracias, o quizá no dijo nada. Era como en una película antigua, el gesto del ayuda de cámara que sirve con respeto y un poco de afecto, la manta sobre las rodillas, y Lavalle pensaba en el revisor que ya había desaparecido en la penumbra hueca del vagón, y en cómo sería el maquinista del tren, probablemente un empleado de los de antes, porque el maquinista y el revisor que llevan un mismo tren terminan pareciéndose como ocurre en los matrimonios largos.
Y el dolor. Ahora, definitivamente, tercamente, el dolor. Lavalle se reprochó por haberse preocupado de tantas minucias en la vida, lo peor que hay bajo el cielo es el dolor físico, el único dolor de verdad. El tren iba a entrar en el túnel más largo de toda la red, largo de catástrofes nunca olvidadas del todo, del humo de las locomotoras a vapor de aquellos veranos. Pero antes, miraría las últimas luces de los caseríos. Miró, cerró los ojos. El tren entró con determinación en el pasillo bajo las montañas, la prudencia exige que los túneles sean abovedados, si hay temores de empuje lateral conviene la forma abovedada hasta el pie, las calicatas, los trazados, la perforación de pozos, sería una falta muy grave establecer el perfil del túnel de manera que tuviese un punto más bajo que las dos extremidades, las perforadoras, los martillos, los ventiladores, estudien ustedes los túneles del Mont Cenis para vía doble y el de San Gotardo, el de Simplón, las calicatas, las perforadoras, los martillos, los martillos, los martillos…
Regresaba de un sueño más largo que el túnel.
Era ya la mañana. El ingeniero miró lo primero por la ventanilla y sintió como si él mismo flotase sobre los campos, verdes y tranquilos entre la niebla suave.
Un sueño profundo tuvo que ser, con paradas en las estaciones de la nueva vertiente, porque los asientos se habían llenado. Incluso habían limpiado el vagón, que ahora parecía estrenarse.
El viajero observaba a los viajeros. Le parecía que él estaba arriba o abajo o afuera, pero no con ellos. Vio una muchacha de ojos ligeramente bizcos que le recordó a otra muchacha con la que iba a examinarse al instituto. La boca, los pechos, y era justamente la boca que una vez había besado sin oficio, los pechos que apenas había llegado a rozar. Sintió una limpia ternura. Considerando los años, podría ser una hija, quizás una nieta… «Señorita, perdone usted». Pero se quedó en la intención. Lo de encontrar parecidos puede ser una manía. Más de una vez había hecho el ridículo interpelando a la gente. Algo más allá, en el vagón monótono, se balanceaba levemente una cabeza apepinada (Pepino el Breve le llamaban al aparejador Carrizosa), y otra vez Lavalle sintió blandura en el corazón. Solo que la frente de este Carrizosa del tren aún no se había fruncido por la edad. Vestía de sport (Carrizosa jamás) y no llevaba aparato de sordo. Carrizosa estaba el pobre en un hospital de Barcelona, lo acababan de operar… Cuando el tren empezó a aminorar la marcha y Jaime Lavalle Dopazo vio en el asiento de enfrente, casi podían tocarse con las rodillas, a un joven vestido como para la reválida (el pantalón bombacho que le habían comprado en Simeón, la corbata elegida por Alicia, la hermana mayor, los zapatos de rejilla que le apretaba el zapato del pie izquierdo, esos detalles que solo él podía saber) y el joven, por si quedaban dudas, se hurgó con el dedo la nariz, el viajero sintió el picor violento en la nariz propia. El viajero comprendió. Lo mismo que habíamos comprendido cada uno de los que estamos aquí, en la hora de nuestro trance: «Conque era así la que a todos nos lleva». Cuenta Lavalle que se le quitó un peso de encima, ver que el pasamento era como una historia breve, y ya el tren se estaba parando en este país donde todos los días es domingo.