La protesta

Cuando el personaje se asomó a su balcón de la capital autonómica y anunció que nuestra noble ciudad podía dormir tranquila, que quedaba retirado el proyecto del traslado de la basílica, los dos mil ciudadanos que habíamos llegado con nuestros aliados no le dimos aplausos ni vivas. A los consejeros del personaje se les oyó murmurar que era mucha paradoja, y explicar nuestra seguridad de vencedores será el argumento de esta historia para forasteros.

En la ciudad no había caído nada bien la noticia de que nos quitaban la basílica. Llevábamos años (cien años) en que venían los de arriba y arramblaban con todo, la escuela de capataces agrícolas, la Caja de Recluta, incluso el INEM. La estación del ferrocarril la habían ido alejando, aunque esto tenía la ventaja de que recogidos en la intimidad avara de nuestras casas no nos distraíamos con el silbar de los trenes. Antes la estación estaba casi en la plaza principal, luego en las afueras pasado el río, pero ahora es demasiado y un andén se ha quedado en esta provincia y el andén de enfrente pertenece a la provincia limítrofe.

—Pero es que ustedes no escarmientan —casi nos reñía el Defensor del Pueblo—: deberían leer el Boletín Oficial para poder reclamar en tiempo y forma.

El Boletín, si el Defensor se refería al de la región, es una birria de pocas páginas sin ningún interés para un amante de la lectura. Y tratándose de la Gaceta de Madrid, pues peor, un mazacote.

Si hay algo que funcione en esta ciudad lectora, es la biblioteca circulante. Jamás ha habido aquí biblioteca pública. Cuando el censo andaba por las diez mil almas, el número de volúmenes era de 21 320, y con 21 320 volúmenes contábamos cuando nos redujeron a Ayuntamiento de tercera. En realidad, la circulante es la suma de los libros de todos los vecinos, yendo y viniendo de casa en casa, y no hay problemas porque raramente coincide un interés apremiante de dos vecinos por el mismo título.

—¿Y el de Malón, qué?

El de Malón, puede ser. Pero no vamos a precisar tanto, aquí estamos ahora para recordar la protesta.

Porque lo de la basílica sí parecía un expolio de mucho bulto. Quizá a aquellos alarifes antiguos les había salido el monumento demasiado grande. Toda esa mole la veían los viajeros si llegaban en el ferrocarril trasmontano (antes del último traslado de la estación), y la ven ahora quienes ruedan por la carretera general, que salen de los túneles y se asombran de ver de pronto como un espejismo.

La basílica está en los carteles, en las cajas de bizcochos borrachos y en las etiquetas de los anisados, y con la expoliación habría que ocuparse de los cambios. Todo son latas que lo distraen a uno. Había que protestar, aunque tuviéramos que sacrificar algunas horas de lectura; o sea, de relectura, que aún es mayor sacrificio.

El recurso a las pintadas no ofrecía dudas, porque quién en este pueblo no reconocería los párrafos de Plutarco sobre los primeros letreros de la Historia:

¿POR QUÉ, BRUTUS, NO TE TENEMOS ENTRE NOSOTROS PARA DEFENDERNOS?

QUISIERA DIOS, JUNIUS BRUTUS, QUE ESTUVIESES AÚN CON VIDA.

Solo había que actualizar los textos. Fue como un concurso de frases. Se agotaron las pinturas en las droguerías. Pero éramos incapaces de embadurnar el coliseo o una muralla o la fachada de una casa blasonada, de manera que solo pintábamos en las tapias de los huertos de las afueras, y siempre con educación y sintaxis. Los de la administración nos tomaban a broma. Seguían viniendo y ya habían numerado las piedras de la fachada para llevarse la basílica pieza a pieza y plantarla en el medio de la capital. Que a nosotros nos quedaba patrimonio artístico de sobra.

Ahora nadie recuerda quién aportó la idea de que todo sería inútil mientras no vinieran los medios.

—Solo ocurre lo que se publica.

—¿Por ejemplo?

—Tiene que ser algo muy sonado, por la brava. Algo como el Numancia de Cervantes.

El Numancia era de los libros más trajinados (después de La conversión de la Magdalena de Malón de Chaide). Hasta los de vista más cansada habían leído, y más de una vez, la resistencia de los numantinos frente a las maldades de los Escipiones y los Yugurtas. Pero tampoco había que pasarse. Por poco que aquí se oiga la radio y se vea la televisión, algo barruntábamos de lo que se hace por el mundo.

Fue una humillación, tener que asesorarnos en los pueblos vecinos.

Los de la vega alta nos recibieron bien y apuntaron encierros y huelgas de hambre. Los de abajo estuvieron más enérgicos, que no hay como juntar a los mozos y una buena quema de neumáticos de camiones. En la cuenca del carbón no les quitan ningún monumento, es lo bueno de no tenerlos. Propusieron que derramásemos tachuelas en la carretera general o materiales deslizantes como el orujo de la uva, a no ser que quisiéramos evitar desgracias y en tal caso bastaba con que cortásemos el tráfico de la general durante una hora o lo más que pudiéramos.

Optamos por este último trámite, el que no atentaba contra la seguridad de las personas. Vinieron unos días de preparación en que todos entregamos horas irrecuperables, y si al final de la jornada recobrábamos nuestra intimidad, raramente podíamos concentrarnos ni en las más escogidas de las páginas. El secretario del Ayuntamiento confesó que una vez había leído la Constitución, hay gente para todo. «Los españoles tienen derecho a circular por el territorio nacional». Iba a ser nuestra primera ilegalidad colectiva, y un último escrúpulo consistió en cubrir la cara de las estatuas cívicas, como se tapa a las imágenes en las iglesias durante la Semana Santa. Nos echamos a la carretera todos los del pueblo, apiñados como nunca nos habíamos visto. Pero también nos veíamos inexpertos, y gracias que estaban las fuerzas del orden, nos decían cómo hay que hacer para que el corte resulte más escandaloso, nos reñían porque no habíamos elegido un día en que la gente vuelve cabreada de las vacaciones.

GOBIERNO, ATIENDE, LA BASÍLICA NO SE VENDE.

GOBIERNO, ESCUCHA, y luego venía algo de la lucha.

Las frases no las coreábamos, tanto no, el que sepa leer que lea. El colapso y las filas detenidas de los coches salieron al día siguiente en los periódicos y en los televisores. Pero la pancarta principal se leía mal, porque iba escrita en letra gótica. La llevaban los notables como si fuera un mandil, cada uno la cogía con mucho respeto con los dedos de las manos puestos como pinzas. Hubiera estado mejor un poco de desgaire. Que alguno llevara gafas de vista cansada estaba bien, pero no los quince o los veinte de la cabecera.

Perdiendo se aprende. Dejamos de guiarnos por nadie, como no fuera por nuestros mentores eternos.

Leíamos más que nunca. La verdad es que la basílica estaba ahí desde siempre, pero apenas habíamos tenido tiempo de visitarla. Ya lo dice el libro de Proverbios, se llora y se canta lo que se pierde. Ahora nos acercábamos un momento todos los días y le veíamos la influencia italiana de la cúpula, los grutescos renacentistas o la gracia del baquetón, cada cual veía la basílica según sus gustos y así hacíamos un monumento nuevo y querido, y ya las movilizaciones eran por algo más que el cabreo de tener que cambiar las etiquetas y los envases de los productos típicos. Conque corriendo volvíamos a lo nuestro, por entonces nos subió mucho el recibo de la luz.

No hacía falta que los libros nos aconsejaran directamente. Un pueblo que lleva siglos leyendo sabe bien que lo más importante que dice un libro no está escrito en los renglones, sino entre ellos. Así entendimos el ardid que sugerían aquellas palabras de Odiseo en el país de los feacios, origen del cambio nocturno de la numeración de las piedras que pretendían robarnos. O el luto unánime de los niños todos del pueblo, lo aprendimos en Eugenio Sué, cien niños vestidos de luto hacen una acusación pálida y terrible. O el alegato tácito de las madres lactantes, que salió del gesto ejemplar de Séneca consolando a la madre Helvia.

Los de arriba estaban perplejos. A cada nueva protesta venían con promesas, pero no se firmaba el decreto que nos devolviera la calma.

Loado sea don Pero López de Ayala, Libro de cetrería o de las aves. ¡Qué definitiva inspiración la que nos llevó a buscar la alianza con los milanos!

El milano negro es rapaz numerosa en este pueblo, porque somos generosos (o indiferentes) con los restos de nuestras comidas, cuando no con los guisos recién cocinados y que aún no llegaron a la mesa. Qué cristiano, estando a lo suyo, va a levantar de las páginas los ojos y distraerlos en bagatelas. El milano negro o milano emigrante o milano paria es una criatura agradecida. Ahora resultaba que no son tan carroñeros como dicen algunos, calumnia que algo queda, a los milanos les gusta bañarse y tomar el sol. Son fieles de por vida a su pareja. Y muy finos en el vuelo nupcial. Mientras la hembra incuba, el macho se pone cerca y le canta. Decoran sus nidos con guirnaldas que son trocitos de papel, recortes de tela de las modistas de arreglos.

—Solo les falta saber leer.

Los milanos entendieron la situación. Los milanos vienen en grandes bandadas a la basílica y a los árboles del atrio, con rapidez aprendieron a distinguir entre los vecinos empadronados y los funcionarios que llegaban en comisión de servicio, a caer en picado desde las torres y los postes de la luz sobre los forasteros que llevaran cartera fina como de expedientes, sin hacerles otra sangre que la del escarnio. Y solo era el primer ejercicio…

El 12 de noviembre de aquel año, cuando al alba nos despedían las campanas basilicales e iniciábamos la marcha sobre la capital autonómica, y por el aire los socios más insólitos que un pueblo haya tenido jamás, sabíamos que la guerra estaba ganada, por esto no nos sorprendió la salida del personaje al balcón enseñando bandera blanca. Fue hermoso lo de la capital, el asombro de los transeúntes que olvidaban sus prisas, la desorientación de los guardias, el susto de los pájaros ante las bandadas de sus congéneres oscuros. Pero todos saben en qué consistió la protesta decisiva, sería una impertinencia repetir los pormenores. El suceso está en el libro de récords mundiales, el único libro nuevo que hemos incorporado en tantos años.