Para caballeros solventes

Todos nos acordamos de Efrén Baralla cuando fue en Vigo el congreso hispano-luso de los podólogos, que se vio en la televisión regional con mucho aparato de banderas y traducción simultánea. La sensación del congreso fue la lima figueirina, inventada por el presidente de la Corporaçao dos calistas de Figueira da Foz. Pero los podólogos hablaron también contra «esas…» —no repetiré la expresión— que se anuncian engañosamente y ofenden a una profesión honrada y científica. Aquí fue el acordarnos de Efrén Baralla.

El soltero del casar de Viñales lleva siempre calzado caro. Desde el casar retirado y de fama sombría baja a caballo a la ciudad y se le ve vestido sin lujo, pero seguro que lleva unos miles de duros en los pies. Dicen que juntó mucho dinero, pero es desigual en gastarlo. Para los viajes tiene un taxista fijo y en las comidas lo hace sentarse en la mesa de al lado y espía lo que pide el taxista, a lo mejor merluza fresca, y entonces él le rectifica al camarero: «¡Chicharro!». Lo contrario que un verdadero señor cuando va con su mecánico. Todos los meses ordenaba un viaje a La Coruña, decía que al pedicuro, y es verdad que de tiempo en tiempo se quejaba al pasear por el empedrado de la plaza del pueblo con sus zapatos o botines de caña baja, que de número gasta el 45. A lo mejor suizos o italianos.

Del viaje a La Coruña regresaba descansado, hasta que al cabo de unos días volvía a vérsele como congestionado y ansioso.

Luego decidió que era mejor variar, y en eso anda ahora. Recorriendo las ciudades prósperas del noroeste, y también las episcopales, cada vez con más frecuencia en busca de nuevas manos que le den alivio a sus pies.

El asunto debió de empezar con una «titulada» (según ella) que era natural de Seoane de Caurel, y estaba recién establecida en un entresuelo de la calle coruñesa de los Hornos. El gabinete era guateado, con espejos por todas partes. La artista tenía manos autoritarias y unas ubres abundantes que medio se le salían por el escote de la prenda de trabajo. Era miope, lo mejor para trabajos de precisión, porque esta gente ve de cerca como si los ojos les fuesen una lupa.

Nuestro hombre tenía algunos problemas de callos y juanetes, en el Seguro les daban nombres extraños, mayormente una metatarsalgia. Los médicos de pago, que mejor operar.

«Las operaciones te arreglan o te escarallan», fue el dictamen de la manipuladora robusta.

Ella no andaba con terminologías. Había cogido los pies grandes y desnudos del paciente, primero el derecho, después el izquierdo, y tenía que arrimárselos mucho para ver. Cuando los tuvo bien mirados, los dejó descansar un poco sobre aquella espetera mullida y casi desnuda. Luego se puso propiamente a la faena y Efrén Baralla salió con una sensación de relax completo, que más que en los pies la sentía por todo el cuerpo.

Un día descubrió Efrén que el título colgado en el recibidor de la calle de los Hornos era un diploma de corte y confección, enmendado. Falsificado y todo, quedaba bien en su marco con cristal, junto a un cartel en colores que representaba un pie visto en sección con las venas y huesos y músculos al descubierto, como de una facultad de Medicina. Pero esas trapacerías no eran solo de la caurelesa. Efrén Baralla se vio metido en el mundo de las «pedicuras» que cada vez más se ofrecen mendaces en los anuncios por palabras de los periódicos. Le gusta descifrar las palabras, que son como guiños de ojo para los iniciados. Pedicura (o podóloga) liberada. Alto standing. Tarjeta Visa. También domicilio y hotel.

—¿Y los pies? ¿Curan de veras los pies?

—Las hay que solo con ir quitándote el calcetín, despacio, te quitan todas las penas que lleves. Y con una música apropiada.

Lo cuenta Efrén Baralla, ahora que no es un secreto lo de sus escapadas: «Te preguntan por tus gustos, pero también puedes equivocarte». Una que se anunciaba como estudiante y que hacía horas para costearse (decía el anuncio), le preguntó a Efrén Baralla antes de descalzarlo que si romano o griego o egipcio, y él sintió apuro, no sabía que se pudiera hacer de tantas maneras.

«El romano tiene largo el dedo gordo», explicó la estudiante o lo que fuera, «y los siguientes dedos van descendiendo, en el griego el segundo y el tercer dedo son más largos que el primero, y en el pie del tipo egipcio el primer dedo es mucho más largo que los otros».

O sea, que por poco el hombre mete la pata. La chica se llamaba Camila. Era delgada y con las tetas algo separadas, pero se desempeñaba muy bien. El gabinete era de varias cabinas independientes. «¿Qué señorita quiere que le reciba, señor Baralla?», cuando ya lo conocían por el apellido. Se hubiera quedado fijo con Camila si no fuera el gusto de variar. Efrén estudió algún año de bachillerato y le gusta hacerse el fino en el habla:

—En Tuy se había establecido una pelirroja que no se supo de dónde venía, se quedaba callada como una esfinge. Casi no tenía que descalzarte. La tenías sentada enfrente, siempre las tienes a ellas más abajo que tú. La pelirroja de Tuy ponía el ventilador de manera que toda la melena se le echaba a volar para un lado, como una medusa, y era un recreo para la vista. Y el perfume. A ésta la retiró un magnate del contrabando de Arosa.

No se cansaba del tema:

—Normalmente ellas te cuentan su vida y se interesan por tu mujer o si eres soltero, no va a ser aquí te pillo aquí te mato. Y la manera que tienen de ir palpando, reconociendo el terreno, hasta que el pie te lo ponen a punto. Sin prisas. Para caballeros solventes —en el congreso hispano-luso se pidieron medidas severas contra las mistificadoras, a saber en qué caerá Efrén Baralla si le quitan este desahogo—. Y todavía están la aguja china y la fresa eléctrica de cosquillear, y los espráis de antes o después del masaje que te da la operadora.

—¿Y los masajes?

—Con las manos. De otra manera es extra.