La pirámide

Una tarde el alcalde nos reunió a todos los que andamos así, y nos dijo:

—Os llamo en buen plan —y es verdad que no como en otros tiempos de multa, prevención, ley de vagos y maleantes— el problema quiero que lo veáis con vuestros propios ojos, democráticamente.

Habría mandado traer la pizarra, porque si no no se explica ese trasto en un salón de sesiones. Se puso a dibujar con tiza como si aquello fuese una clase de geometría.

Se apartó para comprobar el efecto, para que nosotros viésemos el dibujo.

—La pirámide es un poliedro compuesto de un polígono llamado base y varios triángulos llamados caras laterales que van a dar a un punto llamado vértice. Esto se enseña en General Básica y muchos habéis ido incluso a la universidad, aunque ahora os encontréis marginados. Pero con todos vuestros derechos, esto debe quedar bien claro. Porque nadie podrá negaros el derecho a la vida y a la integridad física y moral, y al honor y a la propia imagen. Podéis reuniros pacíficamente y sin armas, expresar las ideas en las tabernas o en plena plaza pública. Aquí todos somos iguales ante la ley.

—¿Y el derecho a fumar? —dijo don Magín.

—Fuma, por esta vez. Lo que quiero es que en esta casa que es de todos os sintáis relajados. El asunto, tenéis que comprenderlo, es delicado para un alcalde, que representa los intereses del pueblo. El pueblo es ése —señaló para la pirámide, que se había hecho protagonista, nos presidía más que las banderas y los retratos—. Y la pirámide, pero esto no os lo enseñaban en vuestros tiempos, es ahora un asunto de los economistas, el más importante, el que en este momento preocupa a las mejores cabezas del mundo.

El que estaba a mi lado me dio con el codo. «Ahora el tío va a hablarnos de política», entendí yo, porque los que andamos así sabemos entendernos por estas señas perezosas. El sol del otoño daba en los cristales del Ayuntamiento. Estaba encendida la calefacción. Yo no fui el primero en esta historia de volver al pueblo para quedarse. Cuando llegué, con unas pesetas muy mías para pasar las fiestas sin tener que depender de nadie, el estatus lo tenía en exclusiva el vizconde, aquel adelantado que ahora estaría aquí, dando ejemplo si no se hubiera tirado del helicóptero cuando lo llevaban a fumigación. El vizconde llevaba tiempo comiendo por turno en las casas. Comía sano y variado. Le tocaba repetir casa de tarde en tarde, de manera que no le importaba que en una casa le pusieran siempre el mismo menú. El vizconde era fino en la mesa, pero descuidado en las mudas, parecía milagro que no se supiera dónde dormía y hacía sus necesidades. Cuando yo empecé con la escasez de recursos, después de que terminaran las fiestas y me faltase ánimo para marchar, el vizconde me admitió con una frase lacónica pero generosa:

—Donde come uno comen dos.

Hacíamos el mismo turno, solo que al revés. Él empezaba por el comienzo del censo y yo lo hacía por el final, de manera que una vez cada equis días coincidíamos los dos en la misma casa. A diario nos encontrábamos en las tabernas. O en el Círculo de Artesanos, donde siempre hubo más tolerancia que en el Casino. Yo me las arreglaba para tener una cama, aunque fuera cada vez más modesta. Él se esfumaba por las noches. Aparecía por las mañanas en la plaza de abastos, en el quiosco a ver los titulares de los periódicos, y según avanzaba el día se le iba quitando aquel olor atrasado, pero llegó un momento en que ya no se le quitaba del todo.

—Todo está escrito, don Mariano —me decía a mí—, es el devenir de los tiempos, las leyes inexorables de la Historia.

Me lo dijo cuando la comida empezaron a sacársela al portal de las casas. Yo no me descuidaba tanto del aseo, pero no quise ser más que el vizconde. Y casi resultaba más cómodo lo del portal, no tener que darle conversación a alguna gente, que muchos que tienen buen comedor y vajillas son los más ignorantes.

El alcalde nos recorría con la mirada. Tenía la superioridad, pero también esa timidez, disimulada, que tienen los jóvenes al tratar con quienes pasamos de los cincuenta años.

—Así es como hemos estado algún día —señalaba el alcalde para el encerado—, la base de la pirámide producía, y también este tramo producía, y hasta este otro tramo producía, aunque ya produjese un poco menos. De manera que quedaba una cúspide reducida que podíamos mantener apoyada en todo caso en la anchura y solidez de la base. ¿Digo bien?

Hay quien cree que la culpa fue de los escritores. Hubo un filósofo que dijo que en este pueblo entre montañas solo se puede mirar al cielo y los poetas locales llevan muchas celebraciones y muchos opúsculos metiéndole a la gente estas ideas. Y los programas de las fiestas, que a los que viven lejos los encienden cada año con el recuerdo de la procesión, las esencias, el santo Eccehomo. Yo volví por una postal de nuestro parque, que la tuve años en mi cuarto de la Barceloneta y una mañana las mimosas de la fotografía olían como si fuesen al natural. Los que empezaron a regresar después que el vizconde y que yo, a saber por qué volvía cada cual. No era, no, el retiro de los que llegan a la edad y quieren disfrutarla al pie del último viaje, que eso siempre lo hubo. Fue un flujo incesante, casi precipitado, de oriundos que en ciudades ajenas desbarataban su negocio o anticipaban con ansia su jubilación, quedándose con casi nada. Muchas veces, absolutamente sin nada. Algunos tienen mujer; las mujeres se quedan en aquellas ciudades extinguiéndose en casas de renta antigua, indiferentes o apáticas para gestionar la incapacitación del pródigo. ¡Pero cómo llegan ávidos, hambrientos de recobrar las raíces, repartiendo abrazos y fidelidades!

—¿Ha visto usted? —me decía el vizconde—, hoy tenemos dos nuevos.

Como reyes viven en el pueblo durante semanas, meses, rara vez la opulencia les dura años. Luego entran en nuestra cofradía creciente y ya hay muchas dificultades para el orden de las comidas domiciliarias. Pero a ninguno se le ve morir de hambre. Ni de nada. El pueblo tiene refugios de sobra para las noches de los inviernos, atrios y rincones amables para el sereno de los veranos. A veces se afloja la voluntad para el aseo, viene el helicóptero de la Diputación, te llevan y te devuelven fumigado. Hoy mismo, pensábamos que llamaban para eso.

—Os he llamado para que os vayáis mentalizando con la situación. Aquí nadie piensa en esas soluciones drásticas, aunque indoloras, que ya proponen en otras naciones adelantadas —pidió, con un gesto, la aprobación de su equipo de gobierno, que lo respaldaba detrás de la mesa—. Y la situación, la voy a resumir en pocas palabras. Mejor dicho, en unos trazos de tiza que se lo ponen claro hasta a un ciego.

Dejó tal cual la pirámide que había pintado, pero con un pulso enérgico, casi cabreado, se puso a pintar al lado una pirámide semejante. Solo que invertida. O sea que la base aquélla de la primera parte del discurso descansaba ahora —si eso es descansar— sobre una zona que iba disminuyendo hasta llegar a un punto.

—Ese punto de abajo soy yo, como si dijéramos —dijo el alcalde, y le bailó el pendiente de aro que llevaba en la oreja izquierda—, y toda esta parte de la pirámide cada vez más reducida somos los que producimos en este pueblo.

Producen poco, pero es verdad que los vemos con sus carpetas, van a la gestoría de la plaza, declaraciones. El alcalde habló de las residencias. Una hora hablando de las residencias, de la tercera edad. Estaba encendida la calefacción. Todavía seguían llegando los retrasados, los que ya no gastan reloj, se arrimaban a las paredes del salón de sesiones y no era raro descubrir en sus actitudes la dignidad de quien había sido profesor, o censor jurado de cuentas; un miembro de la Rota, incluso, que había renunciado a su buen cuarto individual en la Mutual del Clero en Madrid.

Cuando el alcalde terminó de hablar se limpió el pantalón vaquero manchado de tiza. Miró el salón que seguía llenándose, y se le notaba como un miedo. Mandó que nos obsequiaran con unas manzanas, parecían de las caídas del árbol.

—¡Vino, queremos vino! —protestó don Magín, que ha sido vista de aduanas en Irún.

Pero nos disolvimos pacíficamente, cada uno a su rincón secreto, sin elegir portavoz ni nada. Lo decía el vizconde, que la fuerza de los que andamos así está en ser libres para escuchar a los poetas y los pájaros.