Los de Caza y Pesca no habíamos ido nunca a pescar al Órbigo. Tuvimos muchos atascos. Los del campo estaban en huelga y habían sacado los tractores a la carretera. También en otro tiempo, hará sus buenos quinientos años, se plantaron aquí unos caballeros reñidores que no dejaban pasar a otros caballeros si no se liaban a romperse las lanzas. A lo mejor lo da el clima o las alubias.
—La especialidad es la sopa de truchas —nos informó el dueño del bar, que está junto al puente romano.
No ha pasado tanto tiempo, pero no sabría precisarle ni a un juez (y puede que aún colee un juicio de faltas) sobre el comedor del bar Las Vegas. Un aparador grande sí había, la estufa de butano, unos cromos probablemente de Venecia. Y luego, la presencia del camarero. De aquel camarero…
—Los señores estarán mejor junto a la ventana —recogió las prendas de abrigo, maniobró en silencio, corrigió nuestros asientos para que ninguno de los comensales se quedara de espaldas a la puerta.
Nos miramos unos a otros. Cómo no iba a chocarnos el tono. Y el esmoquin perfecto, en aquel lugar, aunque el paño estuviera gastado y con brillos. El camarero del bar Las Vegas estaba delante de nosotros como una aparición en la niebla del tiempo. Tenía esa elegancia de los servidores viejos y delgados:
—Para beber, les puedo ofrecer a los señores un Don Suero muy cubierto. ¿Chambré?
Por la ventana, justamente, se veía el puente del Paso Honroso. Don Suero de Quiñones fue un joven noble (otros piensan que un señorito pendenciero) y montó por aquí un desafío de peleas que costaron heridas y fracturas de huesos, y hasta una muerte hubo que apuntarle. Don Suero, hay que reconocerlo, ya tenía nombre de vino áspero. Volvió el camarero con la botella, nos la presentó para la conformidad antes del rito de abrirla y fue como verse uno en un ambiente de duques. Las servilletas eran de papel. Pues nada. La carta estaba sobada por muchas manos. Pues como si fuera de pergamino. El camarero lo engrandecía todo. Tomó la comanda, pero no se marchó a la cocina del figón sin darnos las gracias. Cada vez estábamos más asombrados. Nos pusimos a hablar de lo nuestro, esas cosas de los pescadores de río.
Pero sabíamos que era inútil, que todos pensábamos en otra cosa. En la misma cosa. Vino con los entremeses y el tío servía de lujo, o sea, a la francesa. Te presentaba la fuente por la izquierda, te ofrecía el cubierto de servir y tú mismo te servías mientras él se quedaba en la posición exacta, ni muy inclinado ni muy tieso. Y aquella manera de abrir las botellas del vino. Al sacar el corcho no tiraba fuerte, tiraba lo justo para no hacer ruido, este hombre tiene que haber pasado su vida descorchando riscales, vegasicilias. Pero no nos atrevíamos a preguntarle. Tenía una cara medieval, alguien dijo que si habría sido maestresala en las justas famosas…
A veces se entreabría la puerta del comedor y el ruido del televisor y de los clientes del bar se nos colaba como una ofensa. Pero volvía él y ya estábamos en el Ritz. Alguien pidió un filete bastante hecho por fuera, solo por fuera.
—Muy bien, señor. Saignant.
O mejor, ni muy hecho ni poco hecho.
—À point.
A la hora de los postres vinieron unas naranjas guasin y fue el fin de fiesta, una preparación que pareció realizarse en el aire bajo los poderes de un mago, mientras sobre el plato se iban enrollando las tiras de la monda de la fruta en las formas más caprichosas…
Don Paco, naturalmente, había pedido arroz con leche. Todos en la Sociedad queremos a don Paco, pero hay que ver qué manía tiene el hombre con el arroz con leche, no acaba de aprender que el flan o los roscones pueden variar de un lugar a otro, pero que el arroz con leche es seguro que no se encuentran dos arroces con leche iguales.
—Vaya por Dios —se le oyó a don Paco esta vez.
Don Paco es, sobre todo, un caballero cortés. Señaló su arroz con leche con un ademán reposado y el camarero se acercó a escucharle. Yo tuve una premonición.
—¿Debo entender que el señor no encuentra correcto el arroz con leche?
—Bueno, verá —dijo don Paco con humildad, ahora no sé si fingida—, acaso pueda haber un arroz con leche peor, ya se sabe que a todo hay quien gane…
—Con todos los respetos —dijo el camarero—, me parece que el señor se apresura en el juicio.
Don Paco es menudo de cuerpo y es el más pacífico de los pescadores de caña. Con mucho tiento se puso a explicar sus razones sobre aquel arroz con leche, que había apartado con un gesto suave, pero definitivo. Don Paco reconocía el acierto, esto sí, del limón y de la canela. Pero aquellos grumos tibios…
—Aquí un servidor —el camarero se llevó la mano a la pechera– ha sido jefe de rango en el comedor más encumbrado de España, a mucha honra se lo digo a los señores. El que los granos sean aparentes, puedo certificárselo a los señores, es lo más apreciado en un arroz con leche de lujo: el arroz con leche princesa, que sobre el lecho de arroz lleva ciruelas regadas con Cointreau; o el arroz con leche a la reina, si ustedes me permiten, donde los granos aumentados se benefician de la nata fresca y de la vainilla, más unas cerezas confitadas.
—A mí no me gustan esos arroces con leche —declaró don Paco, con una energía que empezaba a crecer—; lo que me gusta es el arroz con leche natural, un arroz con leche de nuestra tierra.
—Quizá, entonces, es que el señor no ha viajado mucho.
Las palabras eran correctas, pero sonaron a «Este señor no ha comido nunca de caliente». Don Paco Burón, administrador de Rentas Públicas, cronista oficial de su pueblo, cruz de San Raimundo de Peñafort…
—He viajado menos de lo que quisiera, pero hombre, alguna que otra vez he estado sentado a mesas de postín.
Lo decía medio en broma, pero ya un poco nervioso, bastaba fijarse en cómo se tocaba el aparatito de la sordera.
El camarero no cejaba:
—En los arroces con leche, como en todo, la madre de la ciencia es la experiencia. Y da la casualidad de que servidor ha empezado su carrera con un arroz con leche que viene en los libros. Sí señor, en los libros de Historia. Era un arroz con leche Imperio, en el hotel principal de León, con huevos y trozos grandes de frutas tropicales que habían venido en un avión de guerra desde Canarias, y todo cubierto con mermelada de albaricoque.
Hizo una pausa. Se puso rígido, casi en posición de ¡firmes!:
—Yo mismo le serví aquel arroz con leche a Su Excelencia. Y al ministro alemán y a toda la cabecera del banquete de la Legión Cóndor. Su Excelencia se fijó en mí, y de allí a la casa civil. Aquí donde me ven, si yo les contara a los señores…
Era un ofrecimiento. Yo abrí bien las orejas. El General, los gobernadores con sus entorchados, los obispos… Como si volviéramos a ver el NO-DO. Pero don Paco no quería ceder. Como si en aquel mesón, clasificado de un tenedor, no valiera otro tema que el suyo. Volvió a la carga, que si el arroz con leche se debe tomar con cucharilla o con barquillos, que si acaramelado o cremoso. Jamás se le había visto tan empeñado. El exjefe de rango de El Pardo también aumentaba su desafío. No es que le apeara al cliente el tratamiento: «el señor, esto», «el señor, lo otro». Pero bien se le veía el abultamiento de las venas, y un temblor en la boca, de dentadura demasiado pareja para no ser postiza.
Don Paco aludió al arroz con leche que le hacía su madre.
—¡Pues eso es que su señora madre no entendía de arroz con leche! —saltó al aire la conclusión imprudente.
Y qué otra cosa puede hacer un hombre si no es levantarse y dar la cara. A don Paco Burón se le vio auparse para llegar con las manos a las solapas del leonés. Don Paco jura y perjura que él apenas si rozó las solapas de raso, que un esmoquin no aguanta como una armadura de los Quiñones, y peor si el género está pasado de tantos años…
Salimos (a don Paco lo sacamos) al puente del Paso Honroso. Una ojeada a las cañas de pescar y ya estábamos en los coches. Los tractores, los chopos como lanzas.