Una vez cada cinco o seis años, los poetas de la ciudad torreada madrugan y por calles de nombres todavía borrosos se van acercando a la plaza principal y allí se juntan. Se marchan al extranjero.
El conductor del autobús también tiene conciencia de la aventura. Y el propio autobús aparece recién lavado, para no quedar mal en las comparaciones cuando ruede por la nación vecina.
Aquella mañana, los poetas (y poetisas) ocuparon todos los asientos numerados y aún hubo que echar mano de los trasportines. Comprobaban los pasaportes, el conductor se aseguró de la carta verde. Luego se oyó arrancar el motor, el suave descenso desde el castillo y el parque y la abadía, y podía sentirse la emoción de los pasajeros, porque un encuentro internacional no es como la fiesta de la llegada de la primavera.
—Ni como los juegos florales de la vendimia.
Siempre había algún poeta nuevo en la excursión. Los nuevos admiraban a los veteranos, que sabían del cambio de divisas y los hábitos fronterizos, la manera más fina de saludar según fuera la mañana o la tarde, y el protocolo de los discursos. Todos pensaban en la fraternidad de dos historias gloriosas. Y en la propia fama, porque era dulce y hermoso el pensamiento de regresar, a veces con un diploma acrecentado por el prestigio de la lengua extraña. Aunque el lance fuera de ir y volver en el día.
Cuando en los indicadores de la carretera surgió la primera referencia a la otra nación, unas decenas de kilómetros que faltaban, pareció que se hubiera subido un nuevo peldaño y había derecho a imaginar una escalera de gala, con honores a cada lado.
Los cigarros eran más nerviosos. El recuento de las separatas, los breves libros no venales de versos.
Y casi de pronto, como una mezcla de ilusión y temor:
—¡La frontera!
—A fronteira!
Alguien habló de aquellos tiempos en que se necesitaba el visado, tenía que acudirse al cónsul, a veces era un cónsul honorario.
—Obrigado, muito obrigado.
Habría que ser un experto (por ejemplo: una vendedora de postales, un empleado del Banco Exterior, mejor un contrabandista) para darse cuenta de que la raya había ido aflojando su tensión. Había dejadez en los cuestionarios, los sellos de fechas se estampaban mal entintados. Pero los poetas que llegaban del extranjero (al extranjero) venían con expectación, les faltaban manos para las carpetas de folio con solapas y las acreditaciones personales, ojos para las banderas y los avisos, cómo iban a captar ellos esa degradación sutil que se cierne sobre las fronteras del mundo.
Un taxista de los que pasan y repasan el puente, un gancho de hoteles y pensiones, un pájaro que va y viene. Ésos sí lo sabían todo.
Los poetas no iban a quedarse en el paso fronterizo. Ni siquiera en el pueblón crecido alrededor de las aduanas. Su destino era más adentro, la ciudad deseada en el estado vecino y sin embargo remoto. Habían ido más veces, pero consultaban los mapas por gusto. Las carreteras aparecían flanqueadas por el mismo brezo que acababan de dejar, pero el monte bajo les olía a nuevo y distinto. Buscaban la diferencia en los anuncios, en el andar de las mujeres, en los perros…
Solo faltaba enfocar la recta final. Y en seguida, la subida no demasiado ardua a la ciudad torreada. Una ciudad con castillo y parque y abadía, donde esperan como en un espejo los poetas (y poetisas) que un día cada cinco o seis años madrugan y por calles de nombres todavía borrosos se acercan a la plaza principal para devolver la visita. Y marchan al extranjero.