Historia de monjas

En la ciudad famosa, las monjas calzadas del Otro Lado se confiesan con el confesor, dice don Luis el forense; pero solo de los pecados. De las otras cosas de las calzadas sabe más el propio don Luis, porque a ellas les gusta charlar con el médico cuando este franquea la clausura.

Las descalzas de la Antigua vienen también del padre San Francisco, que dejó por ahí muchas familias reconocidas, pero son otro mundo. No llaman al médico para una verruga. Y además no hablan de sus pequeñeces ni con Dios. Bueno, digamos que solo las hablan con Dios.

Parece mentira que haya tanta diferencia entre los dos conventos, con los campanarios a tiro de piedra y separados nada más por el río y el pedregal. Don Luis el forense es algo historiador y dice que estas cosas vienen de antiguo. La fundación de la Antigua se hizo en un lugar recogido de fronda y fuentes cristalinas, mientras las calzadas del Otro Lado están en el barrio de los menestrales, y en este convento se cuidó el marqués de que no faltara la vasta huerta y las porquerizas y las cosas prácticas, cuando a aquel otro le donaba mayormente mármoles de Carrara y tizianos.

El caso es que hubo una monja del Otro Lado que vivió muchos años, uno de esos casos en que suele decirse que allá arriba se olvidaron de un mortal, que se extraviaron sus papeles. Y siempre en el encierro riguroso, que no se rompía ni ante la enfermedad ni por las muertes familiares en primer grado. Llegó a ser una pura arruga. Pelaba patatas, picaba fréjoles, se encargaba de las lavazas. Pero, sobre todo, estaba aferrada a su destino de hermana campanera, y pedía que no la jubilaran de aquellas cuerdas que eran prolongación de sus manos y habían sido renovadas muchas veces a causa del uso.

Los toques fijos de las calzadas del Otro Lado son tres: a las seis y media de la mañana, a las dos y media después del mediodía, a las seis y media de la tarde.

«Van a tocar las monjas».

«Acaba de ser tal hora por las monjas».

Los relojes se ponen en hora por las monjas y no por la televisión.

Pero la seguridad es aún mayor porque las descalzas, separadas nada más que por el río y el pedregal, tienen los mismos toques y a las mismas horas en punto. Incluso en las fiestas de sus respectivos titulares: las de la Antigua guardan el cuerpo incorrupto de un santo que les llegó anunciado por un globo de fuego aparecido en el firmamento, y en esa fiesta las campanas del Otro Lado se solidarizan, a condición de verse correspondidas con igual volteo de primera clase en el día de la santa que fue dama de una reina celosa y cinco días con sus cinco noches estuvo prisionera en un baúl sin merma de su belleza de cuerpo y alma. Luego, a nivel de abadesas, a lo mejor ni se felicitan las pascuas.

No era nada fácil trasladarse con la imaginación a un tiempo en que la campanera del Otro Lado había sido moza y lozana. Aunque en los ojos, ciertamente, algo le quedaba de una luz que tenía que ser de entonces. Llegó a esta ciudad famosa de conventos y cumplió los trámites que todos sabemos. Vienen con alguien de su familia, las destinadas al convento del Otro Lado se hospedan en una casa de confianza cerca del monasterio. Pasean con recato, se miran en las lunas de los escaparates, tantean collares que ya nunca las adornarán. A veces van a la peluquería, a cuidar el pelo que unas tijeras de plata habrán de sacrificar en el día solemne. La que iba a ser la campanera del Otro Lado vino de Cambados de Galicia. Llegó cuando había guerra carlista y algo supo de guerras y revoluciones y alcanzó a ver el bulto de Franco por la celosía que da a la carretera, cuando Franco vino a inaugurar el embalse. Unas dan en torneras, otras en sacristanas o en cachicanas de la huerta, según, y a ella le cuadró desde el principio y para siempre esta puntualidad de los toques reglamentarios. De cuántas maneras se puede servir al Esposo.

La historia empezó cuando sor María Peregrina (que no estaría bien negarle la honra del nombre) se detuvo en pensar si la cortesía mandaba que ella esperase el primer golpe de campana de la Antigua o si debía ser al contrario. Era el primer día de su oficio. Unos instantes de mucho escrúpulo, como si la cristiandad estuviese pendiente de aquel protocolo. Empezó la de la Antigua y sor Peregrina adivinó de repente que se trataba de una gran dama, aunque humillada en la pobreza del común fundador Francisco de Asís.

En las clausuras las cosas no pasan en un mes ni en un año. Vinieron cuaresmas, advientos y navidades. Cuando los veranos, el Gobierno mandaba que se adelantasen los relojes pero los conventos seguían con la hora solar. Luego, por las vendimias, la hora oficial volvía a ser como Dios manda. En todo esto, la campanera del Otro Lado había ido intimando con su hermana confidente, que sin ninguna duda había sido una señora principal, como pudieran serlo las propias condesas de Fefiñanes.

Al fin ocurrió como en todas las amistades del mundo, que hay un día en que la muerte las rompe por uno de los lados. A sor María Peregrina no le extrañó, porque la condesa, para entendernos, se le había venido quejando de unas fiebres reumáticas que ya no respondían ni a las medicinas de farmacia ni a los remedios caseros. Sor María Peregrina lo supo de corazonada, un suspiro antes de que la Antigua hiciese toque por su cuenta y fuera de horas, y era toque de monja difunta. En esa misma tarde, porque ni los muertos ni los vivos pueden parar los toques corales, se encontró sor María Peregrina con una nueva correspondiente, y ésta era una monja muy joven y un poco tímida, pálida y venida de lejos, y todo esto se le notó en el toque corriente de vísperas.

Ciento dos años de edad, ochenta y seis de vida religiosa, dan para una crónica larga de amistades secretas pero también de recelos.

Hubo épocas amables, de perfecta sincronía. Y otras en que el diálogo se hacía cauto y melindroso. Las descalzas —jamás las de Otro Lado— cambiaron muchas veces de campanera y era una perturbación. Pero sor Peregrina se hacía pronto con las claves. Solo ella en el convento del barrio de los herreros y los horneros sabía cómo eran y lo que hacían las de allende el río: sus paseos por los hondos jardines, las cartas que les llegaban de Roma, el acento tan elegante del latín de los rezos.

Cuentan que en tiempos de la República, las monjas de clausura salieron a votar todas por las derechas, en autos particulares muy cerrados. Fue una ocasión única en varios siglos, atisbarse unas a otras las mujeres de las dos casas. Pero sor María Peregrina ni se arrimó a las cortinillas del coche, ya por entonces tenía callos en las manos de comunicarse por medio de las cuerdas, qué curiosidad iba a sentir ella.