El Virimán

Ya se sabe el auge de las plantas medicinales en el fin de siglo, que es el fin supersticioso del milenio. Del té compuesto Virimán, que se vende hasta en los Estados Unidos de América, se ha dicho que es un caso de psicosis colectiva a cargo de la publicidad, uno de esos golpes de suerte comercial. Pero pocos sabrán que el presidente de la Compañía es un paisano de estas montañas a quien llamaban Niceto el de Pobladura, y también Niceto el de las hierbas.

Por los años sesenta y setenta, ayer como quien dice, apareció por la oficina una señorita vendedora de material de escritorio. Se las arregló para no tratar con el contable. Ella tenía por norma hacer las ofertas a los propios dueños de las empresas.

—¿Tiene usted unos minutos para una oferta que le va a interesar mucho?

Niceto el de Pobladura estaba sin mujer, aparentó que se dejaba llevar por la vendedora para un pedido que ésta le hizo firmar (pero antes de firmar lo leyó con cuidado), y quedaron en que ella iría aquella noche a la casa.

—Sin el muestrario —bromeó Niceto, por ir aclarando de qué iba la cita—. Y mejor entra usted por el callejo.

Olvidó (o hizo como que olvidaba) el chollo que se le prometía para más tarde y se puso a recorrer el tendejón de la fábrica con su aire de montañés astuto. Era en otoño, una época de apuro en el secado y el envasado, y la prisa de las cooperativas farmacéuticas. Además, había como una responsabilidad en el hecho de que las tilas y manzanillas se hubieran convertido en la producción principal de aquellos altos que durante siglos se habían dedicado al pastoreo, cuando no al abigeato.

El empresario revisaba, tocaba, olía. Se detuvo junto a un montón de envases de cartón, desplegó una cajita. Era una tipografía modesta, con una greca que habían puesto los de la imprenta. Ni a soñar que se echara habría podido imaginar el futuro, un producto suyo etiquetado en muchos idiomas, como bebida y en uso tópico, reconocido como remedio contra el estrés del hombre y su consecuencia más nefasta. Esa consecuencia nefasta es la impotencia. Por una experiencia propia, Niceto el de las hierbas llegaría a descubrir la virtud de la carqueixa (Chamaespartium tridentatum), en dosis ínfimas con la flor del lúpulo y la menta piperita. La fórmula no valía para el fracaso absoluto del miembro. Valía para los casos en que se queda a medio punto, que es lo más humillante para el hombre. En el tiempo aquel de la viajanta de papelería, cuando aún no existía el compuesto Virimán, la fábrica se arreglaba con unas temporeras. Niceto siguió por las mesas de trabajo. Jamás había mirado a las obreritas con ojos que no fueran de autoridad, ni siquiera ahora, dos meses largos sin mujer.

La viajanta, naturalmente, era otra cosa. Una forastera de paso. Al final de la jornada, la chica se presentó en la casa del hombre abandonado y no llevaba el muestrario, solo un cabás pequeño.

—Vaya, chico, todo esto no está nada mal.

La vivienda, ciertamente, no mostraba ningún abandono. Una mujer se encargaba de la limpieza y hasta tenía carta blanca para hacerse ayudar por otra sirvienta. Ninguna de las mujeres se quedaba a dormir, y esto hacía que el orden resaltase todavía más, en las habitaciones cerradas y sin ruidos. La forastera lo miraba todo. Se arrellanó en el sillón mejor. Por un momento, Niceto sintió un pequeño recelo, al verla un poco confianzuda. Pero más bien sería la seguridad de una mujer de mundo. Le preguntó qué quería beber.

—Algo que no sean tisanas —bromeó la invitada.

Había un mueble-bar, de cuando las cosas del matrimonio marchaban tolerablemente y venían visitas cultas, casi siempre por las aficiones de la señora de Niceto.

—Chin, chin —levantó la copa la forastera.

—Salud —correspondió el anfitrión, todavía de pie, a ver cómo iba rodando el asunto. Dejó su copa sobre el posavasos de fieltro.

Las aficiones de la señora se sabían en toda la comarca. Niceto el de Pobladura, o Niceto el de las hierbas, se había enamorado de la hija segunda del juez de primera instancia, que tenía muchas hijas. Al juez le habían salido hijas de todas clases, hubo una monja y otras tirando a golfillas. A Rosarito se la vio muy caprichosa y romántica desde niña, tenía tres años de bachiller interna con las monjas de la Divina Pastora. Así se explicaba la pared llena de libros encuadernados y diplomas, y en cualquier mueble había cabezas de escayola de Cervantes y Beethoven.

—Los libros enseñan hasta cuando están cerrados —era una frase prestada, la soltó Niceto cuando la forastera le preguntó si los había leído todos.

La señora de Niceto usaba un montón de frases y muchas eran sobre la limpieza y el orden. Hubo tiempos en que le dio por el teatro y la danza. Pero últimamente estaba muy déspota con que todo estuviese a punto y no la distrajesen de la poesía. Tenía contacto con pequeñas editoriales que cobraban por publicar, pertenecía a asociaciones donde abundaban poetisas como ella y a veces recibía diplomas y honores contra reembolso desde sitios como La Madarra (Vizcaya) o Mirandela de Portugal. Un día dijo que se marchaba a Madrid, con la disculpa de una alergia al olor de las plantas medicinales que vagaba por la casa e incluso por todo el pueblo.

—¿A usted le molesta el olor que tenemos en el pueblo?

—Al principio es un poco empalagoso, pero es peor el de las papeleras de Tolosa y el de la remolacha en Veguellina de Órbigo. Figúrate lo que tiene que tragar una. Y a propósito. A ver si quedamos en el tú o en el usted. Quedaron en el tú, el cliente y la viajanta de objetos de escritorio.

Pero no acababan de soltarse, y la viajanta tenía una risita tonta. De vez en cuando le daba un chupito a la copa de anís y la posaba sobre la mesa barnizada. Niceto había puesto bien a mano los redondeles de fieltro, era imposible que ella no los viera. Pues encima del barniz de la mesa ponía ella la copa.

Niceto andaba por los cincuenta años. O algo menos, aquí nos entendemos por las quintas y debía de ser del 55. Hacía una vida sana y además no tenía traumas ni bobadas. Jamás le había pedido cosas raras a su mujer. Las revistas de desnudos y los vídeos no le daban frío ni calor, pero en cambio había visto aquella mañana dos liebres empalmadas, en las plantaciones del monte Tejo, y una cosa así podía dejarlo un poco inquieto. De manera que si por él fuera, ya estaría sacudiendo la polaina con la viajanta, pero derecho y por lo sano.

Hablaban. Conversaban. Tampoco es cosa de que a uno lo tomen por un pardillo. El pueblo era bonito, pero debía de tener un ayuntamiento algo dejado que no cuidaba las calles, dijo la viajanta, sin comprender que habían sido las vendimias y ahora las lluvias de otoño. Enseñó los zapatos embarrados, que ya podía haberse limpiado en el felpudo. Con un pie se quitó el zapato del otro pie y viceversa. Está bien que las mujeres lleven falda corta para ofrecer bolígrafos y carpetas, también los pantalones apretados pueden pasar, pero a estas horas daban gusto las piernas envasadas en unas medias finas y tirantes, con unas flechas bordadas hacia los muslos como si fueran señales de dirección única. Niceto se notaba la incomodidad. La chica le miraba para el sitio, siempre con la risita, y a lo mejor se estaba dando cuenta de la emergencia. Niceto disimuló y fue por detrás del sillón donde ella estaba con mucha flojera, la chica se había puesto a fumar y unas veces se acordaba del cenicero, otras veces no, y a saber la que puede armar un cigarro. Ella sacudió la melena para los lados, como esperando algún detalle del hombre que ahora tenía a sus espaldas. Bonito pelo, alabó Niceto, si parece recién salido de la ducha.

—Pero hombre, ¿no sabes lo que es el wet look?

—¿El qué?

—El efecto mojado —y esta vez la chica se rió con franqueza—, te lo hacen en la peluquería con gominas.

Rosarito, la señora de Niceto, iba a la peluquería y le gustaban los peinados arquitectónicos, exigía los tintes mejores, pero si venía de teñirse ponía pañitos para apoyar la cabeza. Las mujeres de la limpieza sabían cómo había que tenerlo todo en la casa. Y no bajaban la guardia, siempre temiendo que a la señora le diera por volver cualquier día. Niceto le mimaba la cabeza a la visita, pero en seguida se fue con las manos al escote y entró en una comprobación que lo desconcertaba, eran unas tetas pequeñas, la chica se puso a suspirar y a retorcerse como una anguila y en ésas se le fue al suelo la copa recién puesta de anís, allá ella si vuelve o si se queda por esos cafés de Madrid, las tetitas crecían y Niceto se apretaba el bandullo contra el respaldo del sillón y se acordó del carnero con el mandil de cuero que le ponen para que no les entre a las ovejas. Entonces, como un carnero furioso, removió los obstáculos que se oponían a sus designios. O sea, que ocurrió en la cama del matrimonio.

Niceto había llegado ciego, él mismo dice que fue visto y no visto, dos meses y medio sin mujer. Cuando se le pasó la locura se echó boca arriba y pensó que estaba en una casa de citas. El tálamo de la hija del juez y del industrial se había convertido en un revoltijo, sin duelo de colcha rameada ni de los cuadrantes que son solo para adorno. Cuando el industrial se hizo cargo, sintió una aprensión, como un decaimiento por todo el cuerpo. La viajanta fumaba en la cama:

—Es ese cigarro de después, el más rico. Bueno, el cigarro de entre una faena y la siguiente…

Fumaba en la cama, y la otra mano se la arrimó a Niceto que en el paroxismo le había prometido a la tía una fiesta sin tregua. Pero daban las once en el reloj de pared que se oía en toda la casa, daban las doce, y toda la noche Niceto con la intuición del té Virimán. Así es como nacen muchos inventos.