Este año me toca presidir el Patronato. Va a venir Paquín Castañer, el secretario perpetuo, a que le ponga el visto bueno al acta de la sesión que hemos celebrado la noche pasada y me conviene hacer memoria de los acuerdos. Castañer es un secretario fiel. Él dice que estas cosas hay que hacerlas bien, como nuestro Fundador, que se la cogía con papel de fumar si tenía que echar una firma.
Los señores que al margen se expresan:
Don Pedro Pérez Lanoya, arcipreste de Cabeza de Alba;
Don Victoriano Carballo Valdés, alcalde en funciones, por enfermedad del titular;
Don José Calero Nespereira, militar de mayor graduación en el término;
Don José Luis Varela (o Valera), profesor de Educación General Básica, por ser casado el director del Centro; bajo la presidencia por designación rotatoria de quien consta a la fecha como primer contribuyente del municipio, en la casa solar de la Fundación a tantos de tantos de mil novecientos tantos.
Estas ceremonias así. Don Publio se la cogía con papel de fumar para echar una firma, no fuese a infringir alguna ley. No salía de casa sin el carné de identidad, declaraba al fisco hasta el último duro, si el vino salía con 10,9 de graduación es lo que ponía las etiquetas de ese año sin ni siquiera poner 11° para redondeo. Y más que los actos, que no es tan difícil evitarlos, le preocupaban las omisiones.
«¿Había tomado todas las medidas para que no se desprendiese la piedra de la torre del pazo?», se preguntaba.
Y lo preguntaba.
«La piedra le está tan segura como San Pedro en el cielo», decía el cantero.
Pero don Publio se quedaba cavilando, a escondidas subía a comprobar, que nadie pudiera echarle a él en cara que por su desidia se había desgraciado un cristiano.
Y por si pasaba algo, que no le fuera a faltar dinero para indemnizar a los perjudicados. Este hombre era un chollo para las compañías de seguros. Debería haberse arruinado, ahí están los libros de cuentas, con tantas pólizas contra incendios y la explosión del butano y otras responsabilidades civiles. Pero su mayor miedo era que siendo inocente lo empapelaran un día por un delito feo. Le horrorizaba la lectura de casos de errores judiciales, esas niñas que acusan a hombres mayores y a lo mejor es todo inventado.
De las familias ricas de por aquí, pocas habrá que más cerca o más lejos en el tiempo no tengan encima algún cargo de latrocinio o adulterio o hasta causa de sangre. Los Urdeña de Cabeza de Alba, éstos, ninguna mancha. Don Publio Urdeña vivió tan atormentado por ser digno de esa fama que acabó su vida en el manicomio de Palencia, en habitación de pago. Pero ya él había hecho su testamento ológrafo, que jueces y notarios dieron por válido y hasta modelo de precisión legal, y tenía escritos los Estatutos de la Fundación, desde los fines sociales a los vocales natos. También es mala suerte que el caso más delicado nos caiga en el año que me toca la presidencia. Pero ese punto no va a constar en acta, trabajo costó convencer a Castañer.
Lectura y aprobación del acta anterior, informe de la escuela de estudios contra la filoxera, dotes de casamiento para doncellas pobres, cuota de la venta de la uva de mesa para becas de bachillerato, todo esto es fácil y de trámite. No hay nada que no haya quedado reglamentado por aquella cabeza previsora. Fue en la sección de ruegos y preguntas, ya levantándonos de la mesa de consejo como quien dice, cuando Calero pidió la palabra.
—Pido la palabra —lo dijo formalmente, siempre nos contagiamos un poco desde que entramos en la sala solemne.
A ver qué traía el maestro armero.
—Servidor es la tercera vez que acude a junta general ordinaria, tres años desde que tuve el honor de pasar al retiro con el grado de teniente honorario, y asisto —señalando para los Estatutos— por no existir en el término municipal autoridad militar soltera de rango superior que pudiera ejercer su preeminencia.
Castañer aprobó en silencio.
—Hay un hecho que debo poner en conocimiento del Patronato. Sobre su importancia o trascendencia, servidor se abstiene de juzgar. Pero de no haber ocurrido en vísperas de la junta anual, que nos facilita su tratamiento, este miembro nato hubiera contrariado a su conciencia si no solicitara junta extraordinaria.
—Hubiera sido una coña la convocatoria extraordinaria —don Pedro el arcipreste es el vocal menos convencido de su cargo—. Treinta duros seguimos cobrando. Lo único que se le pasó al Fundador, vaya, la depreciación de la moneda en el asunto de nuestras dietas.
—Pero usted bien sabe por qué estamos aquí —le dijo don José Luis, el profesor, a don Pedro, el cura—: por un imperativo de conciencia.
—Lástima que don Publio no tuviera una conciencia religiosa. Mucho civismo y filantropía, muchas lecturas de los librepensadores. Pero ni una vez lo he visto en mi iglesia, la casa de Dios.
—Estamos aquí —pensé que debía presidir— para que se perpetúe el honor de una familia que no merecía haberse secado definitivamente en una soltería ejemplar aunque insana.
Me salió de un tirón. Lo que tenía que ser insano, y quién sabe si perjudicial para la sociedad, era aquella obsesión por lo legal. Sobre todo, en lo tocante al fisco. A todos nos fastidiaba de rechazo. En la propia Delegación de Hacienda le tenían ojeriza a don Publio Urdeña Vizoso porque al declarar la verdad les trastornaba las evaluaciones globales.
—Ciudadanos así quisiera yo muchos —dijo el teniente de alcalde—. O pocos, pero que tuvieran escaño en el Ayuntamiento, y no como otros que allí tienen puesto el culo y nos avergüenzan con su mal ejemplo.
—Dejemos la política —dijo el maestro armero—. Un individuo de la milicia no entra en esos partidismos.
—Don Publio nos mira —dijo Castañer, que no tiene voto pero tiene voz. A Castañer se le veía una expresión apacible y esto quería decir preocupación. Él tiene esa propiedad, que su cara siempre es al contrario de lo que debe sentir en el momento.
Se refería a la galería de retratos colocados por orden según la época. La única señora es de la época más lejana y representa como una matrona que hubiese parido ella sola a todos los hombres de la familia, y era hembra con un poco de bozo. El retrato del último prócer, tenía razón Castañer, nos hablaba con su fisonomía virtuosa, casi reciente. El pintor tuvo que hacerlo por una fotografía ampliada. Todos miramos para el Fundador. Calero no ha llegado a conocerlo en persona, quizá por eso se quedó mirándolo con mucha atención y suspiró. El suspiro de un hombre da un no sé qué, y más si es un hombre de armas.
El arcipreste se puso a liar un cigarro gordo, de los que llaman cigarros de práctico. Los prácticos del puerto de La Coruña se hacían así los cigarrillos porque la picadura se la regalaban los capitanes de los mercantes. Los ruidos pequeños de la maniobra del arcipreste se agrandaban por los muros de la sala hasta el techo de vigas vistas. Todo lo demás era silencio, y también como una inquietud. La casa palacio tiene bodegas, corredores y muchas estancias, la pieza principal es la sala y parecía que en ella hubiera alguien a mayores de los seis que podíamos oírnos con los oídos y tocarnos con las manos.
Misterioso, el maestro armero echó mano de una cartera de documentos o de herramientas que había dejado en el suelo, debajo de la mesa alargada. No hay mayor locura que la imaginación, recordársele a uno la película de cuando a Hitler le pusieron de esa manera una bomba. El maestro armero no sacó ni papeles ni destornilladores. Lo que puso encima de la mesa fue un artefacto oscuro que venía envuelto en plástico y lo puso con cuidado, pero con autoridad. Le quitó la funda y era un magnetofón.
Castañer me advirtió por lo bajo. El maestro armero se dio cuenta y tranquilizó a esta presidencia con que no pretendía grabar las intervenciones de la Junta. Yo le dije que siguiera. Como si yo fuese juez o presidente de la Audiencia, a saber con qué prueba nos venía el militar.
—Como ustedes saben, se dieron en esta casa grande algunos hurtos de no mucha cuantía económica, pero lamentables por el lugar sagrado, si el señor arcipreste me permite la expresión. Aquí, en el lugar más venerable para los comarcanos. Entendí que a mí me correspondían en conciencia las pesquisas. Quizá están ustedes pensando en los métodos de persuasión que de antaño se atribuyen a algunos cuerpos de vigilancia. Pero los tiempos han cambiado, sin contar que sobre el pasado se dijeron exageraciones y hasta calumnias. Y también cambiaron los recursos técnicos. Lo propio de los delitos es que sus autores dejen rastros y señales, como tarjetas de visita. El que suelta una bala debe saber que nosotros averiguaremos qué arma la disparó. Y del prodigio de las huellas dactilares que les voy a decir, lo mucho que la humanidad ganó en la lucha contra el crimen, las dactilares son el abecé de la investigación. O lo eran. Porque, señores, hay otras clases de huellas.
El maestro armero estaba muy importante. Con sus dedos mañosos para la mecánica tecleó sobre el aparato que esperaba en la mesa.
—Por ejemplo. Las huellas sonoras, que se pueden recoger con estos adelantos.
—Eso será si los malhechores hablan mientras actúan —dijo alguien—. Y que el magnetofón se ponga en marcha para grabar lo que dicen.
—Un poco de calma, señores —se le notó al militar un retintín—. Es natural que ustedes no estén al tanto. No es un secreto, pero tampoco se tiene interés en que lo sepa el paisanaje. Los sonidos se quedan flotando en el aire y hay aparatos con los que puede irse después y recoger esos ruidos.
—¿Con un aparato tan corriente? —se le iluminaron los ojos al representante del Ayuntamiento, pensaría en espiar a la oposición.
—No, señor. Algo electrónico y muy afinado, que pronto estará incluso en los puestos de la Guardia Civil, con lo acelerados que van los tiempos. Por ahora lo tienen los mandos de arriba. Pero la idea, el fundamento, pensé yo por mi cuenta que podría valer. Y que acaso la suerte, ayudada por la feliz conjunción de los astros que se da en este enero me traería el premio del éxito. Este amigo que ven aquí es un japonés de 3,5 vatios con nivel de monitor continuo. Pues con este invento me personé aquí una noche, justo la víspera de Reyes. A Magín el casero le dije que no se moviera de la portería, que venía solo a tomar unos datos en el observatorio. Magín está entre los sospechosos.
—Por ese hombre respondo yo —dijo don Pedro, y era un aval de mucha fuerza.
—Usted me perdone, señor cura, pero puesto a investigar mi obligación es sospechar de todo el mundo. Es una cuestión de principios. Si ustedes me apuran, y para hacer las cosas por el libro, yo tengo que sospechar del señor arcipreste, del teniente de alcalde y hasta de mí mismo. También es de libro el caso de un juez en las Baleares que robaba él mismo y sin ninguna culpa porque era sonámbulo.
—¿Pero qué libro?
—Es un decir. El Sanyo es corriente pero tiene un buen micrófono incorporado. Había tenido la preocupación de ponerle una cinta nueva, porque en las cintas que uno borra para grabar encima igual quedan restos de sonidos engañosos. Parece una locura, sin cabezal especial de sensibilidad, sin jaula de Faraday ni toma de tierra contra las ondas herzianas. Lo que me animaba era la astrología y también las condiciones del lugar, ustedes habrán notado la atmósfera de esta casa. En la alcoba donde dormía nuestro fundador célibe, allí habían sido los hurtos. El aparato lo puse encima de la mesilla de noche y yo me senté en el jergón, sin mayores respetos porque la cama, de plaza y media, no está vestida.
A don Pedro el arcipreste se le entiende lo que piensa por la manera de tirar de la chimenea. Fumaba al desdén y echando el humo para arriba, o sea, con sorna.
—Comencé el operativo. Aparte de las precauciones normales, la primera regla táctica para un soldado es la sangre fría. Ni una palpitación en este pecho. Hice la grabación, los treinta minutos de la cara A. Esperé un poco. Luego me puse a escuchar lo grabado.
El maestro armero se paró en seco. Pareció que no iba a continuar. Todos esperábamos. Habló don José Luis el profesor de General Básica:
—Dijo usted, Calero, que tenía el deber de desconfiar del cura y del teniente alcalde.
—Por ejemplo.
—Y, por tanto, del profesorado estatal. Como sospechoso, estoy deseando que la acusación se concrete. Si tiene que hacer denuncia, que sea pronto, y sin más asuntos que tratar se levanta la sesión, esas fórmulas que sabe Castañer.
—Señores patronos —dijo el maestro armero en la reserva don José Calero Nespereira.
Por fin.
—Señores patronos, el caso ya no es de mera ratería. Yo no soy competente para hacer la calificación, lo mío es informar, y no veo mejor informe que el pedir a ustedes que juzguen por sí mismos. Ruego a la presidencia que se apaguen las luces.
—Bah, bah, bah —tres golpes del arcipreste sobre la mesa de madera noble—. Nuestro teniente honorario viene de Zaragoza, no sabe que aquí lo del diablo es para turistas. Pero nunca se sabe en una casa de liberales, aunque se las diesen de filántropos y altruistas. Cuando no hay caridad cristiana…
Yo mandé que se apagasen las luces.
Paquín Castañer fue al interruptor y en la cara redonda y colorada se le veía como un desconcierto, o sea, que iba muy seguro, porque él conoce la casa como nadie.
Pero no nos quedamos a oscuras del todo, si era esto lo que requería el maestro armero. La luna de principios del año entraba ahora por el balcón principal, y nadie tuvo el arranque de levantarse para correr las cortinas. Era una luz de plata, o mejor de estaño, y revelaba más o menos los rasgos de todos, los ojos inquisidores de don Pedro Pérez Lanoya, arcipreste de Cabeza de Alba, las frentes honradas y ahora pensativas de don José Luis Valera, profesor de Educación General Básica, de la primera figura militar, del edil don Victoriano Carballo Valdés por delegación escrita del alcalde que se precisa para cada junta o acto jurídico registrable. Y el secretario perpetuo. Éramos los patronos de la Fundación. Va a ser duro tener que prescindir de don Victoriano, a estas alturas nos ha salido con que tiene novia formal y en el Patronato solo puede haber solteros.
El aparato de grabar y escuchar estaba en medio de la mesa. Empezó a oírse ese ruido de arrastre en que nadie pía, un roce monótono y aburrido. Pasaba la cinta, pasaba el tiempo, y nada, alguno de nosotros que carraspeaba, o nos decíamos una broma rápida. Luego se oyeron silbidos, pss, pss. Difícil saber si estaban dentro del aparato japonés o si era un poco de aire en las rendijas del balcón mal ajustado. Habría transcurrido un siglo o solo un minuto cuando se oyó, esta vez más claro, el correr de un grifo. Era un chorro sobre una vasija, caía con mucha regularidad y firmeza, hasta que empezó a menguar y terminó en un goteo. Sentía ganas de orinar. Y silencio. Ya no carraspeábamos ni hablábamos. Pasó el tiempo y en algún sitio del mundo o de otro mundo debió de abrirse una puerta que chirriaba. Y pisadas. Pisadas cautas, como de pies descalzos. Algo empezó muy pronto a removerse en la escena invisible. Era la noticia como apagada y entre sueños de crujidos de maderas, muelles de hierro, los cascos acompasados de un caballo. Había que interpretar y decidir, no sé los demás, pero yo cerré los ojos para concentrarme. Los maullidos de un gato —o de una gata, en enero—. No podían ser otra cosa que eso, maullidos. Pero se fueron aclarando, convirtiéndose en un murmullo, y de ahí pasaron a ser una queja humana.
El maestro armero paró el aparato:
—¿Prosigo?
—Prosiga.
La sala se había quedado fría de repente, a pesar de los dos braseros que son de reglamento en las juntas. Una queja humana. Eran lamentos de mujer, pero de esos que si una noche los escucharas a través de una pared no se te ocurriría intervenir… El maestro armero tenía la primicia de la audición de la cinta y previamente había advertido que no nos adelantaría las palabras que iban a oírse, que cada cual escuchara sin influenciarnos unos a otros. Llegaron las palabras, lentas, arrastrándose. Era una voz susurrada. Había que esforzar el oído, pero todos entendimos lo mismo, «Señorito —con un acento humilde, pero amoroso—, señorito, ¿me doy la vuelta?». El investigador, como si quisiera apurar el experimento, hacía retroceder y avanzar la cinta que se repetía a sí misma, machacona: «… ¿me doy la vuelta?». Despacio, muy despacio. «Señorito, ¿me doy la vuelta?». «Señorito…».
—Que se den las luces —habló esta presidencia—, el asunto debe quedar entre caballeros y propongo que la pieza de convicción sea destruida.
—Pero hombre de Dios, ¿y no ha grabado usted la otra cara? —le reprochó el arcipreste al maestro armero. Pero también votó a favor de la destrucción.