Esto no puede durar mucho tiempo, Ramón, se decía Ramón al despertarse y ver que a nadie le importaba si se levantaba o si se quedaba en la cama.
El pazo de Miñorrey era la casa de vive como quieras. «Hoy tenemos fiesta, maragatín, a ver si me pones en forma», se presentó Elisa aquella mañana. La voz, todavía en la oscuridad del dormitorio cerrado, sonaba como una campanilla alegre.
Ramón se extrañaba de haber oído en su casa de Santiagomillas que en pasando los puertos de montaña todo era tristeza y llover. Algún chubasco sí caía en el valle próximo al mar. Pero la tristeza no se veía por ninguna parte. Nadie hablaba de si la cosecha o de la subida de la contribución o las enfermedades.
—Me parece que es hoy la fiesta, si estamos a diecisiete —calculó Elisa, ya cerca de la cama de Ramón. Y una de sus ocurrencias—: A ti, maragatín, te voy a disfrazar yo de princesa normanda.
Elisa había entreabierto las contras de la ventana y el día atlántico debía de estar nublado, pero iba ya alto. El cuarto de invitado (pero había más cuartos de respeto en la casa) se aclaraba con la luz verde de los árboles y la hiedra. Ramón se pasó la mano por los ojos perezosos. Elisa no llevaba más ropa que un mantón de seda envolviéndola. Ya se sabe a lo que venía Elisa. Por las mañanas decía que estaba medio desmayada, le costaba trabajo remontar. Ramón se incorporó, no sabía dormir sin la camiseta, y Elisa le echó una mirada maliciosa:
—Pareces otro chico desde que estás aquí. Bueno, pareces otro hombre, es lo que he querido decir. Lo bien que te sienta a ti esta casa.
Ramón había llegado en el coche de línea con los ojos muy abiertos. Llegó unos días antes de la muerte repentina del tío abuelo José, que le ocurrió al viejo entre una calada al puro y la siguiente. Algo más que otras noches sí se oían los perros y el río acercándose también a su muerte en el mar, pero el velatorio fue una diversión.
Ahora, todavía callado, se las arregló para alcanzar el vaquero que dejaba a mano en la silla de paja, saltó de la cama y se lo calzó como un rayo, de cara a la pared, y el sitio quedó libre para Elisa. Pero ella fue a mirarse en la luna estrecha del armario. Elisa olía a agua y al jabón de la ducha reciente. Vino a la cama arrastrando las zapatillas de andar por casa, las mandó a volar por el aire y se tumbó boca abajo encima de la colcha, con toda la espalda al aire.
—Suave, suave, no descuides ese rosario que es la espina dorsal.
Qué iba a descuidar eso ni nada, Ramón. Al principio la espalda de Elisa era como la de una estatua de un museo al que te llevan de excursión. Pasabas la mano sobre el mármol. Después era como si frotases un animal doméstico o del rebaño, que se estuviera muy quieto. Y luego, al fin, ya era la espalda de una mujer.
—¿A que no sabes cuántos días llevo aquí de invitado?
—Tú no eres un invitado, rapaz. Y a mal sitio has venido si quieres un calendario.
Algunas tardes Elisa cogía su coche y no se sabía, iría a La Guardia, de compras, a la peluquería. Volvía como si el mundo lo hubiesen hecho para ella. Traía cosas. A lo mejor un disco o una película de vídeo, tabaco de contrabando. Y besos, aquí se besan entre ellos como si no fuesen familia. No esperaban a que haya una desgracia o el adiós para un viaje largo.
—Si quieres sigo por aquí, por donde tienes las pecas.
—Según tú veas, maragatín, que menudo alumno me has salido.
La espalda de una mujer todavía es zona decente. Los hombros eran anchos y eso que aquí las mujeres no cargan pesos, pero eran redondos y suavines. Elisa se quedaba desnuda desde arriba hasta más abajo de la cintura para aquel tratamiento que debía de mejorarla mucho, y Ramón ni pensar en lo de delante, en Santiagomillas a las tetas las llaman los pirineles. Y menos aún se atrevía a representarse lo que explicaba oscuramente el señor Santiago el zapatero sobre el aparato de la mujer, el aparato de la mujer consta de aleta, contraaleta y pepitilla.
—¿Y por qué me llamas maragato?
—Es verdad, siempre os hemos llamado los castellanos. Gente con la que hay que tratarse de usted. Mira si quieres en la biblioteca. Allí hay historias de las idas y venidas de nuestros abuelos…
En Santiagomillas, partido judicial de Astorga, en la provincia de León, la casa de Ramón era la principal. Y aun así, de los parientes de más allá de los puertos había una idea como de novela. Algunas veces aquellos primos elegantes se habían desviado de la carretera general yendo o viniendo de Madrid, alababan el pan bregado y la tranquilidad del pueblo, y siempre con promesas de que debería haber más trato entre las familias: mandadnos a Ramón, antes de que se os ocurra meterlo en el seminario.
Elisa tenía su teoría sobre el parentesco:
—Se ve que algún día un antepasado del páramo con una antepasada del valle… No sé si sabes un refrán sobre el carallo cuando se pone farruco. Ramonciño, ¿prefieres que te llamen así?, dime de qué quieres que te disfrace para el cumpleaños de Isabela.
—De normando, vale. Pero que sea de normando pirata.
Ramón admiraba el desparpajo de Elisa, no se cortaba la tía. La más pequeña de las primas era Rosa, la que a él le hubiera convenido por la edad. Pero fue Elisa la que determinó hacerse cargo de él desde el primer día: «Dejadme al chico, que me cae muy bien», y que iba a ser su tutora. No estaba claro quién llevaba el gobierno de la casa tan grande, la tía Eulalia era la mujer del tío Mauro y se había ido a vivir a un hotel de Vidago de Portugal. Pero quedaba gente de sobra. La primera sensación de que la casa de Miñorrey era diferente la había tenido Ramón el mismo día de su llegada, cuando rompió un jarrón sin querer y nadie se echó las manos a la cabeza. Fue en la hora más animada, la de después de la cena. Incluso las muchachas del servicio retozaban cuando habían quitado la mesa, y era sobre todo con el tío abuelo José, hasta la propia noche en que el tío abuelo se quedó en el sitio. Elisa estaba separada, pero las otras primas eran solteras y venían a verlas los novios, que entraban y salían como Pedro por su casa.
—Elisa, cuántos crees tú que seremos.
—Es difícil, rey, en un cumpleaños nunca se sabe. Elisa no estaba para cuentas, solo hum y hum como de mimo, mientras alargaba la nuca para la fricción.
En su casa había oído Ramón que la fincabilidad de los parientes del valle tenía hipotecas. «Sin orden ni concierto viven, ni siquiera comen a sus horas, lo que pasa es que cuando se ha sido muy rico nunca llega uno a arruinarse del todo». Hipotecas. Pero entonces cómo podían vivir así los del pazo, y cómo les paraban las criadas. Ramón observaba por su cuenta, el tío Mauro y el primo Luis se dedicaban a la crianza del vino, parecían coleccionistas, siempre inventando etiquetas para las botellas, pero las botellas se almacenaban en la bodega y no se veían salir.
—Si te da calor te quitas la camiseta.
Ramón prefería estar con su camiseta de tirantes. Operaba de pie, tenía que inclinarse, menos mal que en el pazo las camas son antiguas y altas. Se cambió al otro lado para que ni un centímetro de la espalda de Elisa se quedase sin friega. Le gustaba apartar la melena, un pelo limpio, suelto, que a veces respondía con electricidad.
—Cuando te quedas callado me gustaría saber en qué piensas. A lo mejor en picardías.
—En nada. Avisa si te estoy apretando mucho.
A Elisa, en estos trámites, el cuerpo le pedía conversación:
—Dime algo, cuéntame de vuestra vida en el pueblo. Me gusta que me hables, los castellanos habláis muy bien. A lo mejor no quieres que se te pegue este deje nuestro.
—Prefiero hablar como siempre, después me voy y se iban a reír de mí.
—Qué te vas a ir, qué te vas a ir. ¿Es verdad que os desayunáis con sopas de pan y ajo?
—En casa, no, en las otras no sé. Café con leche desayunamos.
—¿Con mantecadas?
—Eso tampoco. Con pan y mantequilla.
Pero mantequilla de casa, no de la que anuncia la televisión. En la tele, si salían escenas descaradas, no se sabía para dónde mirar porque no era plan junto a un padre callado y una madre resfriada en su toquilla de lana. Y las hermanas. En Miñorrey, en cambio, no se asustaban de nada.
—¿Y langosta? Eso allí debe de ser para las bodas.
—Poca, langosta poca —a Ramón le dio vergüenza—, eso es de lo que menos se come.
En el pazo de Miñorrey ponían ostras, mejillones; alguien de la casa que salía en barca o a pie venía con estos bichos como si trajese una perdiz recién cazada. Eran frutos del agua. Sabores del río o del mar. También eran especiales los olores de la casona que no se marchaban ni al ventilar; olía como a incienso, y a tabaco de pipa, que hasta fumaban en pipa las mujeres. Las gemelas. Elisa, Rosa, Isabela. A veces te encuentras unas bragas donde menos lo esperas.
Claro, estas cosas no se las creerían los chicos del instituto de Astorga. Ni aunque ellos también hubieran pasado el Manzanal o el Padornelo o la Canda, que siempre sería una excursión de ida y vuelta. A Ramón le dio pena no tener un hermano con quien hablarlo, y con las hermanas no tenía confianza, ahora caía en la cuenta de que a ninguna de las hermanas la había visto en ropa interior. Del mundo de Miñorrey, el que más se parecía al mundo de Ramón era el primo Froilán, que conducía el tractor por las tierras del pazo. Froilán a veces le dejaba que lo acompañara al campo. Un día estaban en el maíz, el primo Froilán iba guiando el tractor como si llevara un Mercedes. De pronto se paró el tractor. El primo Froilán se apeó y dijo que se había quemado la junta de la culata. Ramón sabía lo que son esas cosas en su pueblo, cago en tal, y ahora qué hacemos, a saber si tiene la pieza el concesionario. Pero este primo Froilán sacó un pitillo y dijo que se iba a Vigo a tomar una copa.
El masaje estaba para terminarse, y en seguida gracias, eres un encanto, Elisa se marcharía silbando.
Pero la espalda de Elisa no se terminaba nunca, era como el mar y la libertad. Ramón había ido descubriendo aquel mapa detalle a detalle, con sus poros y sus lunares, el reguero de la pelusa dorada subiendo por la rabadilla, a veces la sospecha de una moradura borrándose.
Esta vez, de pronto, la tutora de Ramón habló de un país lejano y por descubrir:
—Ahora me lo vas a hacer por delante, maragatín. Si quieres cierras los ojos.
El de Santiagomillas sintió una cosa por el cuerpo, como cuando venía en el Intercar y no te asustes Ramón que en llegando a ese alto se ve hasta América. Pero ya la prima Elisa se estaba dando la vuelta, despacio, despacio.