En una ciudad con obispo y sin gobernador ni Delegación de Hacienda se hacen pocas fotocopias. Se hacen algunas, pero no para montar una de esas industrias rápidas y vengan máquinas electrónicas.
La tienda que estaba en los soportales altos era de objetos diversos, pero en el rótulo ponía Reprografía, una exageración. La palabra era nueva y chocaba entre letreros que anunciaban ferretería o mercería o tartas de almendra. En realidad, en la tienda había una sola fotocopiadora, muy lenta, pero que no sacaba mal los trabajos. Documentos nacionales de identidad, permisos de conducir, esas pequeñeces. Lo de más bulto eran las circulares del Obispado para las parroquias, que a veces tienen que leerlas los curas desde los púlpitos oscuros. El dueño del establecimiento se esmeraba y le salían tan claras como si fuesen de imprenta.
Pocos en la ciudad sabíamos que el de la fotocopiadora de los soportales podría haber llegado lejos en el ramo.
«La gente de mi pueblo —contaba él— emigra a Barcelona, no a Madrid como los fornelos ni a Vigo como los sanabreses ni a Bilbao. Y no es verdad que los catalanes sean tan cerrados para los forasteros. El patrón me encargó lo más delicado de su empresa de reprografía, a mí, que por entonces no sabía una palabra de catalán. Para esto hay que tener mucha confianza».
El de la tienda de los soportales altos tenía algunas rarezas, a nadie le extrañó que un día desbaratara el negocio y se fuera de la ciudad como había venido. Unas horas a la semana hay vida en la plaza, el mercado de la miel, el pulpo, las herramientas de corte de Taramundi, y él echaba el cierre y se iba a curiosear por los puestos. Cuando tenía abierto, si no había clientes, leía o escribía o se estaba caviloso. Este hombre, todavía bien parecido, sería hace veinte años un hombre corriente, sin aire de huido ni la mirada de quien tiene detrás una historia.
—Estos dos carnés de identidad. ¿Me los saca los dos juntos? —le pedían por economizar.
La copiadora no era un gran negocio, pero los clientes venían y compraban cosas de oficina. La Reprografía estaba frente a la catedral y el palacio anexo, y los raros días en que el sol entra en la ciudad podía verse desde la tienda al obispo que nos ha venido de la huerta de Murcia, vagando por la galería de cristales que Su Ilustrísima tiene llena de macetas.
—¿Y me los puede plastificar?
De la huerta de Murcia. Del lado más opuesto de la Península, como si aquí no hubiese clero ilustrado y hasta lumbreras de la Iglesia.
—Son tres días, para el plástico hay que mandarlos fuera.
Hablábamos, en las tardes perdidas:
«Hace veinte años llegué a Barcelona y allí estaba prosperando el invierno. Bueno, fotocopias ya se habían hecho en papel fotográfico, pero lo grande es que ahora podían hacerse en un papel cualquiera. Me empleé en una casa que tenía cinco o seis sucursales por toda Barcelona. Al patrón le asombraba que yo cogiera un original para reproducir y me viniera a los ojos la menor errata que hubiera en el texto. Era una cualidad vana porque lo propio de este oficio es copiar y callar, tuvieron que amonestarme por aquellos prontos de tirar de bolígrafo y corregir lo que no me importaba, pero así se supo que veía yo un libro de caja y si había un enjuague lo pillaba al vuelo».
A veces se echan encima las campanas de la catedral o de los conventos y hay que callar un momento.
»En Barcelona, como le digo, era una revolución aquella novedad de copiar tan fácil los papeles. Si uno lo piensa, entre las cosas más grandes del siglo. Yo tenía que recorrer las sucursales y hacerme cargo de la recaudación. Nos extendíamos a los ensanches, a Esplugas, a Hospitalet… Serveis plens en fotocopias. Plastificat. Encuadernació. Los encargados de tienda me tenían respeto, como un inspector me veían ellos. Yo me presentaba con autoridad, pero echándole compañerismo al asunto. Me gustaba el contacto con el público y las máquinas. “Por no perder lo aprendido”, les decía a los empleados. “Y en una de éstas ocurrió lo que voy a contarle”.
Que contara.
«Me recuerdo que fue en un local que acabábamos de abrir en San Gervasio. La empleada de la limpieza era de cerca de mi pueblo y andaba la mujer con unos problemas de salud que no acababan de arreglársele, justo venía de recoger el resultado que le habían dado en el hospital después de unos análisis y esas cosas. La mujer se lamentaba de sus descuidos, tenía miedo de perder el papel y pensó que debía tener un duplicado por si acaso. Sacó el papel del sobre, que iba dirigido al médico de cabecera. Había mucha cola a esa hora, le dije que en un momento le hacía la fotocopia yo mismo. Cogí el informe al desgaire pero no pude rehusarme al don de la lectura rápida y me bastaron unas líneas para que se me partiera el corazón. Estando a muchos kilómetros, el paisanaje viene a ser como un parentesco próximo. No hace falta saber medicina para entender algunos términos, sobre todo si se ha estudiado un poco de latín y griego. “Un pequeño atasco de la máquina”, fingí; y que pasaba a la trastienda por un destornillador. Aunque se dijera onco en lugar de la palabra terrible, y letal en vez de mortal, se deducía que en aquel caso no había nada que hacer, salvo mantener la moral de la paciente. Me ingenié para modificar el diagnóstico. Donde se certificaba la nefasta existencia de un estroma de células tumorales con degeneraciones y necrosis, yo sustituí la afirmación por la negación».
Pero se notaría el arreglo —oponía yo.
«Se notaba. Pero a nadie le choca que los diagnósticos y las recetas vengan con borrones y tachaduras, los médicos se creen que están por encima de esos detalles. A usted los médicos le habrán prohibido fumar».
En una ciudad como esta hay que alimentar los vicios o colgarse uno de la viga.
El de la fotocopiadora fumaba picadura y no sé si alguna vez echaría la brasa sobre un documento importante como la echaba sobre la chaqueta o el pantalón. Dijo que se sentía a gusto con su conciencia:
«Jamás me vi así de contento, tan seguro de haber hecho una buena obra. Tan contento, que no tardé en aprovechar otra ocasión, son muchos los que vienen a fotocopiar desdichas. Esta vez era un muchacho nervioso, un niño, que esperaba y miraba angustiado su reloj de pulsera de colores vivos, como indicando una situación de vida o muerte. Le recogí la hoja que temblaba en su mano y con solo un vistazo imaginé a un padre severo sentado a la mesa en la cena, leyendo —y vi las gafas bifocales— el desastre de la puntuación escolar del trimestre. Esta vez fue sencillo y rápido. Pensé que si seguía practicando llegaría a hacerlo con mucha limpieza, con el arte de un prestidigitador».
—Y lo hizo —le dije yo al de la fotocopiadora.
«Pensando en el pobre chico lo hice. Quizá le enseñé para siempre que uno puede ofuscarse al leer y, sobre todo, que en la vida no hay que apurarse antes de tiempo. La mujer de la limpieza seguía trabajando, se movía alegre porque iba a tener el primer nieto y se le veía que recobraba las fuerzas, cuando, de haber sabido, estaría a esas horas encetada de quedarse en la cama, desengañada de las nueras. Hay pecados que tienen disculpa. Por ejemplo, el pecado de la vanidad. Andar paseando por entre las flores y los pájaros de las Ramblas y sentirse como aquí esos santos de la fachada de la catedral, a lo mejor ellos tienen más difícil lo de conceder mercedes».
Los santos románicos hundían barcos normandos rezando avemarías desde una altura, lograban que los potros bravos del monte vinieran mansos el día de Todos los Santos y honraran a los difuntos de la comarca.
«Mis favores eran otros —decía el hombre de los ojos azules y la barba céltica. Se le veía amable con la gente, pero ni siquiera sabíamos cómo y con quién vivía, solamente que en una aldea del monte del Castro, y tenía un coche de matrícula muy antigua con el que iba y venía conduciéndolo con desgana—. Mis favores iban más con los tiempos. Con un toque aquí y otro allá mejoré muchos recursos contra multas de tráfico. Tranquilicé a honrados cabezas de familia rebajando los apremios de Hacienda, además de que los inspectores amenazan y luego no pasa nada. Las escrituras de los notarios se resisten a las enmiendas porque hasta tapan ellos con guiones los espacios en blanco, pero qué cristiano puede consentir que una vivienda para cinco de familia tenga de superficie sesenta metros, cuarenta y dos decímetros cuadrados. Mejor setenta que sesenta, en los decímetros no me he metido nunca. Quizá estiré demasiado la cuerda, la cuerda si se estira mucho se rompe. Pero qué hacer con los concursantes a los premios de novela… Al dejar el montón de folios por un par de días, los autores ilusionados permitían una intervención sin prisas, cómo podían haber caído en tantas repeticiones, incorrecciones, incluso faltas de ortografía».
—Insisto —le dije—, pero una cosa así tenía que notarse mucho. «Se notaba. Y ya es hora de que le diga a usted la clave del asunto: la gente quiere oír lo que le gusta, leer lo que a ellos les conviene. La experiencia me ha enseñado que en un papel escrito aceptamos como verdad todo lo que nos favorece».
Una vez le pregunté al hombre que fotocopiaba menudencias y sobre todo las consignas episcopales, por qué no hacía favores en nuestra ciudad. Se alzó de hombros, y con sorna me hizo mirar a través de la puerta de cristales para los bienaventurados de piedra de la fachada de enfrente, como indicando que aquí las plazas de milagreros estaban cubiertas. Pero no pudo contenerse:
«Bueno… Ya ve usted lo que se secretea por la Curia, que Su Ilustrísima Murciana va mejorando su sintaxis».