Dalmira y los monjes

Una mañana en Madrid, cuando yo andaba de corredor de plaza, me había echado a la calle con la flojera de los que ofrecían seguros de vida, enciclopedias, tampoco era asunto fácil el de los licores dulces. Yo llevaba el benedictine de Samos. Mi padre no creía en literaturas y me inclinaba al comercio. Las visitas había que hacerlas a la hora en que los establecimientos están con el suelo húmedo y con serrín, y de aquella mañana en un café alargado y estrecho junto a la glorieta de Quevedo recuerdo que estábamos entre corrientes de aire, lo que ya me daba aprensión a mis veinte años.

Saqué la muestra, y el argumento, no sé si inventado por mí, de que nuestro producto era muy bueno para el hombre que quisiera cumplir con una mujer:

—Mejor que la yohimbina que venden en las farmacias.

—¿Pero no es cosa de frailes? —y el dueño del café señalaba unos latines que venían en la etiqueta de la botella.

En esto vi en la penumbra unos ojos. Y luego un pelo salvaje, y aquella boca, y el cuerpo joven que acaso resultara un poco delgado para los gustos de entonces.

La chica nos miraba a los dos hombres como si le interesaran nuestros negocios. Cuando salía el nombre del licor parecía interesarse más. Así se fue acercando y traía ocupadas las manos con los trastos de la limpieza. Yo vi que era un diamante en bruto.

—¿De dónde eres tú? —le pregunté cuando pude pillarla a solas.

—De por ahí. Del mundo.

—El mundo tiene partes —la provoqué—, eso te lo habrán enseñado en la escuela.

—Y quién le dice a usted que yo haya ido a la escuela.

—Entonces, ¿sabes o no sabes cuántas son las cinco partes del mundo?

—Cada uno sabe lo que le importa.

—A ver, niño —me puse gracioso—, vas a decirme las cinco partes del mundo. Y el niño: Sí señor, las cuatro partes del mundo son tres: Europa y Asia.

Para vender había que manejar algunos chistes, y a veces los chistes eran muy malos. Dalmira era de Galicia. Así de vago, de Galicia. Empezamos a salir juntos de vez en cuando y ella seguía a la defensiva. Pero en los cines apenas había que hablar y Dalmira se embebía en la película, sin darse por enterada de que yo le metía un poco de mano. Recibí dinero de casa, que querían que trabajara pero que no me faltara de nada, y a la chica le compré ropa y cosas para su arreglo. Dalmira mejoraba a ojos vistas. Me gustaba haberla descubierto, trabajarla con unas manos de escultor, y ella era de un material agradecido.

—Habrás oído nombrar la sierra de Lóuzara —declaró al fin.

Le pregunté si había lobos.

—Y algunos que son peores que los lobos.

Dalmira habló del convento, que para mí era «la Firma»:

—Acuérdome de una vez que habían venido unas fiebres, ni los conjuros ni las boticas podían con ellas. Yo empezaba a ser moza y me mandaran a pedir ayuda para mi hermano que quedaba en las últimas. En el convento me daba gusto el olor de los alambiques, como un mareo muy dulce. Pues de la calentura salió mi hermano gracias a las hierbas que le subí de los frailes, que eran las mismas que le ponen a esa bebida.

Dalmira aprendía de día en día. Lo miraba todo. Callaba mucho. Nos conocimos al empezar el otoño y en Navidad la llevé a lo de Alforjas para la poesía. Pero cuando la vi soltarse como un pájaro que empieza a volar fue la noche de fin de año. Aquella noche anduvimos alternando por medio Madrid, el mundo parecía una bola dorada y no pensábamos que había gente callada y presos en las cárceles, tocaron el himno, mis amigos bohemios besaban a Dalmira con eso del cotillón. Yo no era celoso. A mí me gustaba que la admirasen, pero cuando amaneció y apagaron los focos de la Puerta del Sol conseguí que viniera a mi cuarto alquilado, que me servía de dormitorio y de oficina.

—No tengas miedo —la preparé en plan suave, porque yo ya tenía la vena de romántico.

—No va a ser mi primera vez —dijo ella—, te lo aviso para que no te remuerdas.

—Qué importa —dije yo—, lo que vale es encontrarnos a gusto.

Ella tuvo un detalle:

—Te lo juro, va a ser mi primera vez en una cama.

A mí me daba vergüenza hablar de estas cosas. Acaso recelé de aquella criatura gozada en los caminos oscuros, o en atrios de iglesia, o en las mieses amontonadas, pero la fuerza de la edad estallaba en mi cuerpo y el de Dalmira se extendía a mi lado como un regalo de pascuas. Lo hicimos hasta saciarnos. Ella se quedó tranquila, pero vigilante, a veces pienso que dormía con los ojos abiertos… Así fue como la encontré cuando desperté pasadas las dos de la tarde, algo apartada de mí, pensativa en la orilla de la cama revuelta. Volvimos a las andadas y esta vez me pareció como si fuéramos un matrimonio. El almanaque de la pared tenía sin cambiar la hoja desde sabe Dios cuándo, y ella se levantó en combinación y se entretuvo en poner el taco nuevo, con un 1 de enero muy marcado en rojo. Entonces soltó ese refrán de siempre, lo de año nuevo vida nueva.

—Y qué te parece a ti que nos prepara el año que empieza —me dijo.

—Lo que bien empieza bien acaba —le dije—. Seguro que me dan un buen premio, a lo mejor el de la Vendimia de Jerez.

—¿Y eso te renta mucho?

—Algo cae, pero lo que uno quiere es que sus versos los lea la gente.

—He estado pensando toda la noche y te digo que lo de vendedor no es lo tuyo. Tú debes dedicarte a lo que te gusta y esta menda va a ser la que traiga la pasta.

—Pero con quién te crees que estás tratando —protesté muy caballero, con indignación.

—No he dicho que vaya a ser puta. Lo que quiero es ser comisionista yo misma, me parece una vocación como otra cualquiera.

Esa palabra, la «vocación», me hubiera extrañado oírsela antes, pero ya nada me extrañaba en Dalmira.

—Mira que éste no es oficio para una mujer —y me callé que tampoco lo era para un hombre.

—En el Nodo salió una mujer que conducía un tren en Bilbao.

—Mira que no iba a ser nada propio —le enseñé una botella—: Benedictorum patrum y todo lo que sigue, monastica formula a monachis elaborata…

Siguió haciendo limpiezas a salto de mata, aquí lo tomo y allí lo dejo, y a la hora del cine nos encontrábamos, que eso no lo perdonaba Dalmira. Luego alternábamos por ahí, y ella seguía con aquella manera suya de estar lejos y reservona. Por las noches disfrutábamos en mi cama, que era de plaza y media, y después fumábamos con la luz apagada. Entonces sí se soltaba a hablar y era siempre sobre lo mismo. Como si tuviera una obsesión muy clavada. La chica de Lóuzara sacaba historias como pueden leerse en un libro de cuentos: era una vez un peregrino que llegó con un tesoro al convento, o soldados de la francesada corridos a tiros por los frailes; también la ocurrencia del hermano lego que se escapó para ir por las ferias con una cabra que daba consejos, hasta que los llevaron a él y a la cabra al manicomio de Conxo… Los padres y los abuelos de Dalmira labraban las tierras altas del convento. Un hermano suyo, o sea de Dalmira, había quedado manco en la guerra y servía en la gasolinera que a lo mejor era del convento. Dalmira debía de estar en la idea de que al convento pertenecían hasta los mozos y las mozas, y yo acabé sabiendo los ferrados de alrededor del convento plantados de nabos, el cosechón de las pavías de la huerta de los frailes, la sombra de los castaños de los frailes que cubría media provincia si uno se fiaba de aquellos informes…

Un día, en fin, Dalmira me dio el ultimátum. Que se le estaba pasando la vida. Yo sabía que no podría detenerla y acordamos que hiciera una prueba. Pasmado quedé cuando remató la semana con ocho o diez pedidos, que yo no los conseguía ni en dos meses. Siguió saliendo, creciéndose día a día. Una vez le oí algo sobre «el espionaje industrial», así como suena:

—Esos tipos del Karpy —decía—. Pero peor los del Calisay. Y los curas del Carmelitano, que no hay peor cuña que la de la misma madera.

El elixir bienhechor que decía el prospecto (y eupéptico carminativo) empezó a prosperar y Dalmira estaba haciéndose una hembra de bandera. Yo era perezoso para dejar la cama y me pasaba el día leyendo, y tocante al negocio no hacía más que pasar a limpio los pedidos que traía la vendedora; primero eran de las tiendas de la Corredera Baja, pero pronto fueron de José Antonio y de Sol y de las confiterías tan finas de la Carrera de San Jerónimo, que a mí me daba vergüenza entrar.

—Y hoy —me lo soltó encima del buró—, ese pedido de Bellas Artes.

De pie, con los brazos levantados hacia el pelo y reflejada de cuerpo entero en la luna del armario, mi socia tenía una figura espléndida. Ahora sabía arreglarse o mandar que la arreglaran con un estilo intrigante que gustaba mucho a los hombres. Yo hubiera preferido que no le depilaran las piernas, el tener aquel poco de vello por toda la piel no le quitaba gracia, creo que mayormente se la ponía. Y otro triunfo fue introducir la marca en los economatos, que les gustaba a las señoras de los militares… Todo así de feliz, hasta una mañana que llamó el cartero con una carta, y esta vez venía para entregar en mano. Yo firmé sin darle mayor importancia. Dalmira iba ya por la puerta para marchar a lo suyo y en cuanto olió el sobre certificado vi que suelta las cosas de su trabajo de corredora de plaza y se quita los zapatos de tacón alto, como si de golpe le hubieran dicho que la tierra había cambiado su giro. Había que echarse a temblar. Dalmira era mirar con aquellos ojos y adivinar lo que fuese, parecía cosa de brujería… Abrí el sobre, que traía el membrete del representante principal. Porque en realidad yo era un representante del representante principal, y Dalmira, como si dijéramos, era mi representante mandataria…

—Anda, lee la excomunión —me dijo.

La carta del colegiado era mercantil, y traía en mayúsculas lo de rescisión y lo de fehaciente. A «la Firma» (al convento) le habían ido con historias. Yo no era celoso. Una viajanta tiene que ser amable con los dueños y los encargados de compras: que si pase usted misma a ver la bodega, que si la trastienda, aquellas lenguas no sabían lo difícil que era el mercado de los licores dulces… En éstas, se había echado Dalmira en la cama, encima de la colcha. Se recostó con cuidado contra el cabecero, sin los zapatos pero con las medias bien estiradas. Encendió un Camel y la vi más misteriosa que nunca. Habló muy poco:

—¡Os monxes do demo! —para los repentes hablaba en gallego—. ¡Ni a mil leguas de distancia la dejan a una!

Era un mal momento y me apliqué a consolarla con que no se había acabado el mundo. Que justo andaba yo mirando para entrar de plantilla en La Estafeta. Que siempre habría otras representaciones aunque fuesen subordinadas, Dalmirita, qué te parecería el Marie Brizard. Ella solo quería el benedictine de Samos. En la media luz que entraba del patio tomé del estante la botella que quedaba de muestra, redonda como una mujer; con su papel de plata que le bajaba por el cuello. Y en la etiqueta la mole del monasterio. Leí, como quien reza, los latines de la leyenda:

—Perantiquae Abattiae Samonensis… monastica formula a monachis elaborata…

Entonces me vino una gana urgente de acostarme con aquella moza de la sierra sagrada. Esta vez era un deseo morboso, como si fuera a robársela a alguien. Se resistió un poco, porque ya había ido a la peluquería. Pero al fin se vino a razones y fue una despedida gloriosa; luego Dalmira se fue de modelo a Barcelona, y dicen que a Angola con un general portugués.