Fue hace unos meses lo del loco. Cuando el loco del Campín anunció a gritos que se tiraba de la torre si el alcalde en persona no subía a hablarle, todos le echamos la culpa a la televisión. Solo faltaba que aquí se repitiera lo del negro de Sudáfrica, ¿recuerdan?, que estuvo dos días si me tiro o no me tiro de lo alto de San Pedro de Roma. Todavía se hablaba de aquel reportaje que le ponía a uno los pelos de punta.
El alcalde, el que salió en las últimas elecciones, se disponía a subir a la torre de la basílica con el pantalón vaquero y esa pinta que lleva, el pendiente de oro solo en una de las orejas, que ni siquiera atiende a la simetría.
Entonces el suicida (porque ya lo veíamos despachurrado contra el suelo y los sesos manchando para siempre nuestras conciencias) dijo que el que tenía que subir a hablarle era Don-jesús-el-alcalde y luego, siempre a voces, de qué manera tenía que venir preparado Don-jesús-el-alcalde.
Aunque en esta ciudad todo lo tengas a mano, no se encuentra a un vecino así como así, sobre todo si está haciendo mucha falta. Don Jesús echa tiempo en las cuestas. Le cuesta respirar. Dicen que no quería prestarse, él hace años que no se mete en nada, que fue su señora la que lo obligó por ser una causa humanitaria.
—Este loco del Campín, tenía que encargarse la Diputación.
—Es un descrédito para una ciudad culta y además conjunto monumental.
Pero, ahora, el loco estaba por encima de todos. No le distinguíamos la cara, solo el bulto balanceante, pero le imaginábamos la mirada, acaso en el lance se le hubieran aseñorado esos ojos tristes, de perro sin edad.
—¡Tolo, baja de ahí! —le gritábamos.
Debería habérsele dicho Tolo, te queremos, vuelve con nosotros. Pero en esta ciudad sería cosa de maricones. Y la mentira:
—¡Tolo, baja que están cociéndose las castañas! ¡Luego subes y las tiras tú mismo a la rebatiña!
O sea, aquella costumbre de Todos los Santos. Hace ya muchos años que se ha perdido lo de tirar las castañas cocidas con nébeda desde la torre, por cada castaña que se apañaba había que rezar un padrenuestro a las ánimas. Igual que se perdieron la hoguera de San Juan y los pichones de las Candelas y tantas ceremonias del año: el loco lleva su cuenta y en esos días señalados puede darle el ataque, dice el forense que la nostalgia.
—Pero qué nostalgia, si es un loco de atar.
—Pues sí, señores —dice el forense—, la nostalgia es a tenor de la psique del personaje, si éste tiene la psique hendida sus sentimientos al pasar por su prisma somático se encuentran con ese hendimiento, la esquizofrenia.
El caso es que viniera don Jesús. Don-jesús-el-alcalde como se empeña en decir el loco.
Es verdad que don Jesús fue alcalde durante la guerra y muchos años de la posguerra, pero quién se acuerda de aquellas historias. La gente sí que venía, subían por las cuestas, hombres con mantas y mangueras como si hubiera fuego, las vecinas tirando de sus niños pequeños, los concejales de gobierno y los de la oposición, el carro de los helados. Y los frailes menores, los voluntarios de la Cruz Roja.
Pero uno no puede estar tirante todo el tiempo. El loco mismo, allá arriba, aflojaba a ratos en el vocear, aunque no en la amenaza que era su cuerpo sosteniéndose de milagro. Se hacían corrillos sobre las primeras hojas caídas en el atrio. Era la hora del fútbol y del café, pero había que acudir a aquella emergencia, también hay vecinos descuidados (o vengativos) que su propio entierro te lo endosan para el domingo por la tarde. Y como en los entierros, se hablaba de política, la eterna moción de censura (ahora al alcalde nuevo, con esa pinta que lleva), los tránsfugas. El heladero se despedía bien de la temporada, que estaba un primero de noviembre muy bueno, casi el veranillo de San Martín. Y don Félix que no falla en una aglomeración, arrimándose con disimulo a tocarles el culo a las señoras.
Llegaron los de la radio de la capital, empezaban a preguntar con el micrófono a la gente, y casi al mismo tiempo se escuchó por todo el atrio de la basílica ese bramido que hace el personal cuando se acerca un tren que viene con mucho retraso. Luego fue un rumor pequeño, extendido, y el loco que arrecia en su tiranía y se desgañitaba más que nunca, y temíamos que ahora que al fin llegaba don Jesús a lo mejor no servía para nada.
Llegó don Jesús, y pareció una película histórica. Esta vez se podía oír el vuelo de una mosca. El pueblo estaba obediente, como fascinado por la situación. Don Jesús era el centro de la situación y representaba más alto y menos encogido que en aquellos últimos años de su retiro político.
Don Jesús se colocó de forma que lo pudiera ver bien el que estaba arriba. El bulto se había quedado quieto en su altura, clavado en el sitio, hasta que fue desapareciendo poco a poco. Fueron unos momentos y pareció un siglo. El loco del Campín reapareció, esta vez en el umbral de la puertecilla de abajo por donde se sube al campanario, con el aire de si me entrego o no me entrego. Don Jesús se le acercó derechamente, lo sacó un poco para afuera, y allí delante del pueblo sano le dio una hostia, ustedes perdonen, que no cuadraba en un señor tan asmático. O acaso fueran un par de ellas. El loco se quedó como una malva y ya Don-jesús-el-alcalde se marchaba resoplando, marcharía a quitarse la camisa que se le había quedado un poco estrecha y el yugo y las flechas y el correaje.