Un paisano nuestro se convirtió en escritor de éxito, vino por aquí y se quejaba de las desviaciones de su arte. Estaba harto de las técnicas y modas y quisiera él volver al agua limpia de la fuente. Fue más o menos lo que vino diciendo. Y también:
—Con este frescor me gustaría a mí escribir —señalando para las cuartillas que se sacó del bolsillo de la chaqueta—. Habíamos salido de la aldea de los abuelos, en Fonsagrada, aprisa para alcanzar la Nochebuena en Villafranca.
»De los tres viajeros, iba yo delante, andando dos veces y a lo tonto el camino, porque la impaciencia me animaba a dar carreras excesivas, que luego desandaba para acoplar mi paso al de Macario y mi abuelo. Macario marchaba detrás de mí, lustroso y bien cebado. Mi abuelo, a retaguardia, andaba a paso tranquilo, aunque se le notaba la gana de alcanzar el valle del Valcarce que ya nos pondría en las puertas de nuestra casa.
»Silbaba yo incansablemente, y de vez en cuando pegaba gritos para escuchar el eco en los montes de Cervantes, ya solitarios de costumbre, pero más en aquel día, cuando en el camino no se encontraba ni un alma. A veces un castaño partido por el rayo tenía formas que daban miedo. Entonces me arrimaba al burro, o aburría a mi abuelo con preguntas sobre lo que fuera.
»El sol calentaba algo, a pesar de la helada, y solo cuando el abuelo vio que en su reloj eran las doce en punto nos pusimos a la empanada. Macario también recibió lo suyo, pues antes se quedaría el amo sin bocado y aun el nieto del amo, que dejar al asno desmejorarse. Solo por el interés de unas pesetas consentía el abuelo en dejarlo en alquiler, pero por poco tiempo y a vecinos de buenos sentimientos.
»No nos tomamos reposo después de la comida, aunque en balde, porque los apretados cálculos parecieron fallidos, con solo ver que el sol corría como nunca a esconderse por los montes de Caurel. Vino la noche tan de repente que el abuelo se puso a cantar en voz no muy alta, y esto sí que me impresionó porque el que canta su miedo espanta. Luego decidió atajar para San Tirso donde el cura nos era medio pariente. Dijo el abuelo que solo por una criatura como yo cambiaba el plan de viaje, y porque se estaba acabando la pila de la linterna.
»Con su barrizal y sus pallozas, San Tirso nos pareció lo mejor del mundo. Fuimos bien recibidos y cenamos lo propio de una noche tan señalada, aunque pensando en la pena que tendrían los de Villafranca porque anduviésemos errantes.
»Yo tenía que hacer al año próximo mi Primera Comunión y le ayudé al cura de San Tirso en la misa del Gallo, leyendo las respuestas del cartón. Pero anduve distraído en las ceremonias. Había conocido a Jacinta. Daba pena ver qué de luto la habían puesto por la muerte de su padre. Hicimos buenas migas. Su madre vivía ahora con el hermano cura. Después de la misa volvimos a la cocina de la Rectoral. Los mayores se pusieron de conversación. Yo me hubiera dormido en seguida si no fuese por Jacinta, que me estuvo enseñando una caja llena de estampas y un libro con el Santo Milagro del Cebrero. Después me contó dos o tres historias de aparecidos que no me importaron mucho. Pero al fin me preguntó si quería oír una de amor. Ella sabría mucho de esas cosas, puesto que me llevaba a mí dos o tres años. Yo no me hice de rogar. La historia aquella de amor la escribiré otro día. Me gustó tanto que una idea empezó a rondarme hasta terminar apoderándose de mí. La mano en el bolsillo de mi pantalón de pana, palpaba yo con disimulo el duro de plata que mi bisabuela me dio como despedida. La vieja, medio tiesa en su cama, me había causado más miedo que otra cosa. Ella debió de averiguarlo con su mirada puntiaguda y acaso por esto se decidió a ganarme con aquella propina fabulosa. En el viaje convencí al abuelo de que yo podía conservar el tesoro sin necesidad de que él me lo administrara. Ahora le daba vueltas y más vueltas. Al fin, con un gesto rápido para no arrepentirme, puse la plata en la mano de la rapaza, nos rozamos las manos y qué recuerdos le pueden venir a uno, los dos teníamos sabañones. Le mentí que la señora María, mi bisabuela, me había regalado varias monedas como aquélla y que mi abuelo tenía muchas. La chica se quedó sorprendida, pero solo un momento, porque pronto escondió el duro en sitio seguro de su ropa, y con un poco de risa, que a mí me pareció a destiempo, aseguró que habíamos de vernos más veces para que ella me contase historias que yo ni sospechar podía. Me acosté oyendo aquella risa.
»Cuando amaneció, calientes y desayunados, ya íbamos yo y Macario y el abuelo —por orden de formación— sintiendo la cercanía de nuestro mundo. Pero yo llevaba un no sé qué en el pecho. El viejo era hombre concentrado en sus cosas, poco animador de confidencias, pero yo iba a reventar si no hablaba…
—El final importa poco —decidió el consagrado—. Por una inocencia así daría mi última novela.
Pero puede que él mismo fuese el autor del cuento, de cuando se atrevía a escribir un cuento rural, y sobre todo un tema como la Navidad.