En el puesto de salida de Israel, la funcionaria era una israelí muy joven, o sea, una sabra. Al alcance de sus manos de uñas cuidadas tenía un bolsito por donde asomaba un peine, pero también estaba su fusil automático.
La israelí examinó con cuidado mi pasaporte y todo estaba de conformidad. Yo me demoré un momento. Ella me deseó la paz en un tono como personal, no es lo mismo un verdadero viajero (a los de por aquí nos gustan los viajes, y es por contarlos al volver) que uno de esos peregrinos que van en rebaño con los frailes.
Pero a ver si sé explicar los pasos que siguieron, cuesta trabajo explicarlos bien.
Cuando se va a salir del territorio judío, lo primero es el puesto de policía de los israelíes. Segundo es el puesto militar de los israelíes. Tercero te encuentras con el Allenby bridge sobre el río, que no es de nadie. Cuarto, al salir del puente, el puesto militar de los jordanos. Y dos kilómetros más allá, quinta y última estación, el control de fronteras de Jordania.
«¡Por fin!».
El controlador jordano, al otro lado de la ventanilla, miró mi cara y la comparó con el pasaporte. Aprobó con benevolencia. Luego empezó a pasar las hojas del librillo, «para todos los países del mundo», que yo le había tendido confiadamente, casi con altivez.
—I am sorry, sir –y siguió en un inglés económico. Más o menos—: su documento no correcto para ingresar a Jordania.
—Verá usted —le dije serenamente al hombre, despacio, buscando yo también el inglés de las frases cortas—, me han asegurado que todo estaba en regla. Todo okay.
—Lo siento, señor, no okay —y dijo el nombre entero—: no para Reino Hachemita de Jordania.
—En este caso, podrá decirme la causa, please.
—Usted viene al Reino Hachemita de Jordania desde un lugar que no existe, señor.
—Vaya —me tranquilicé al ver que se trataba de una broma.
Yo lo miraba amistosamente y un poco servilmente, como se mira al más modesto funcionario cuando nos vemos lejos de nuestras bases. Yo lo miraba y el polizonte me sonreía, aunque fuera un poco de lado. Evidentemente una broma.
—Está bien que usted haya comprendido las razones del Reino Hachemita de Jordania, señor —pero no me selló el pasaporte. Me lo devolvió—. Lamentablemente, usted debe regresar a… su procedencia.
—Yo voy a Amman —supongo que la voz me estaría cambiando—, tengo mi visado de entrada…
—Pero nadie puede entrar en el Reino Hachemita de Jordania si procede de un lugar que no existe.
—Entonces, digamos que todos los que esta tarde han estado cruzando el puente vienen de un país imaginario. Y ustedes los están dejando pasar, lo estoy viendo con mis propios ojos.
Es verdad que pasaban los de la ventanilla de al lado. Viajeros agrupados bajo la tutela obsequiosa de sus guías, una expedición de italianos que hasta llevaban su obispo y una virgen medio tapada con la tela de un estandarte, grupos de japoneses disciplinados… Todos, menos yo. Los que me seguían en mi fila empezaban a levantar murmullos. Algunos se salieron de la fila y vinieron a ponerse a mis costados, para ver si se enteraban de lo que estaba ocurriendo.
—Por favor, quisiera hablar con su superior —decía yo con el mayor respeto.
Pero fue decirlo y acentuarse la pachorra del funcionario.
Insistí:
—Porque tendrá usted un superior jerárquico.
—Desde un lugar que no existe, no se puede entrar en el Reino Hachemita de Jordania. Y en cuanto a estos que, según usted, vienen de allá, nosotros no lo sabemos.
—Sí lo saben —protesté—. Ustedes saben que por el puente no se puede venir más que de allá —pero ni yo ni el otro decíamos claramente de dónde.
Un reloj como ferroviario marcaba casi las cinco, que en estos sitios es muy tarde.
—Oh, no, señor. Eso, nosotros no tenemos por qué saberlo. Cómo podría saberse que alguien viene de un determinado lugar, si ese lugar no existe.
—Pues será que he venido volando por el aire como un pájaro. O que he surgido de las aguas del río por generación espontánea.
—Oh, yes, sir —me admitieron ahora, casi con entusiasmo—. Eso sí puede ser.
Respiré.
—Eso lo hubiéramos aceptado, si usted nos lo dice. En realidad, es lo que pensamos de todos los que vienen de aquel lado del puente.
—Pues, por favor, delo usted por dicho y confesado.
El hombre denegó con la cabeza, como si lo sintiera en lo profundo de su alma islámica.
—No. Usted trae su pasaporte marcado.
—¡Marcado!
—Véalo usted mismo, señor —volvió a tomar el pasaporte, buscó la página y su dedo rígido y adornado con un gran anillo de oro señaló al candelabro israelita, estampado en tinta morada…
—¿Y los otros? ¡Sí, toda la gente que he visto pasar con sus papeles en la mano!
—Los otros…, no marcado el sello de un país que no existe.
Al reloj aquel como de estación de Venta de Baños le faltaba muy poco para la hora fatal del cierre, los de aduanas estaban con los últimos equipajes, los funcionarios del Estado Hachemita se intercambiaban —estoy seguro, aunque no pudiera entenderlos– esas despedidas finales de la jornada…
—Dígame, se lo ruego, ¿por qué me han puesto el sello… a mí?
—No lo sé, señor, eso nosotros no lo podemos saber.
Y definitivamente:
—I am sorry, sir.
No solo habían desertado los de mi fila cambiándose de ventanilla. Es que ya no había viajeros, yo era el último, yo era el único, el separado. Me invitaron a subir a un jeep descubierto, que volvía para el dichoso Allenby bridge. Eché para dentro las dos bolsas que llevaba y me metí yo mismo en el jeep. Algún retazo de película debió de resonar en mi memoria y pensé que iban a ofrecerme un cigarrillo. Me lo ofrecieron. Solo faltaba que me lo pusieran encendido en la boca como siempre se hizo con los prisioneros orgullosos. Pero yo llevaba las manos libres, esto tengo que reconocerlo… El trayecto era corto, ya estábamos en el puente, pero llegamos a las barreras opuestas y el conductor jordano juró en su lengua porque los guardiñas israelíes acababan de cerrar sus verjas. A saber si electrificadas.
En el puente no podía quedarse nadie.
Mis jordanos empezaron a interesarse mucho por la hora en sus grandes relojes de pulsera. El que me había dado el cigarrillo se empeñó en que me quedara con todo el paquete. No me pareció una buena señal. Estaba claro que querían deshacerse de mí. Y que habían tramado cómo hacerlo.
Yo me dejé llevar a una especie de huerto extenso donde había piedras largas y estrechas que parecían lápidas. Ya podía decirse que era de noche. En el lugar no había luz. Solamente, sobre las alambradas nada lejanas caía la de unos reflectores, y las sombras, como si dijéramos, alcanzaban a medias el alrededor…
Pues en aquel huerto o jardín, surgiendo de entre las piedras y los árboles borrosos, apareció el que iba a ser mi compañero de odisea. No sé si se levantó al verme o si ya estaba de pie, con aquella figura de profeta, y eso que venía vestido como del Caribe.
—Bienvenido al Jordán —dijo el aparecido. En nuestro idioma, con algo de acento cubano—. Ésta es mi tarjeta, Arístides Amoedo para servirle en cuerpo y alma. Principalmente en alma.
Esforzándome los ojos leí algo de parroquia de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Las señas eran en una avenida de Miami Springs.
—Perdone si le pido que me la devuelva. Es lo único, la única prueba de identidad que llevo encima después de que me robaran hasta el último de los papeles. Pero seguramente viene usted con sed.
Mi anfitrión —que lo era, acepté yo, por haber llegado antes al lugar— tenía unos botes de cerveza. Me tendió el bote por donde él mismo estaba bebiendo. La cerveza estaba fresca, como la noche. El hombre tenía también un racimo inexplicable de plátanos, de tamaño como para llenar una tienda. Yo me excusé de no llevar nada para corresponder.
—Olvídelo. Y dígame cuál es su problema con esta gente.
Estaba cansado. Me dejé caer en una de aquellas lápidas y no recuerdo haber sentido el frío de la piedra en el culo ni en las espaldas. Mis cosas las puse de manera que no se me perdieran de vista. El asunto se contaba en pocas palabras. Pero la adversidad me empujaba y algo habré dicho sobre mí mismo.
—Hay que tener fe —dijo Amoedo—. En estos países nunca se sabe, pero no creo que por unos papeles nos metan en la cárcel.
Era nombrar la soga en casa del ahorcado.
—Tenemos nuestros cuerpos —lo rubricó con unas flexiones—, y sobre todo tenemos el espíritu. Nos sobran piernas y alas para llegar hasta Amman. A lo mejor no sabe usted el nombre primitivo de Amman. Se llamó Filadelfia, ¿conoce usted la gran Filadelfia de Pensilvania?, porque hay otras Filadelfias, hay una en Colombia, en la provincia de Manizales. Mi bisabuelo español había estado en Manizales trabajando en las minas de plata, antes de radicarse en Cuba. Era nacido en Riomalo en la provincia de Extremadura, no creo que le suene a usted. Bueno, si estos árabes no tuviesen la cabeza cerrada por esa kofía que se ponen, estaríamos en un hotel de Filadelfia dentro de poco. Por ahí en esa dirección.
Pero no se le habrá ocurrido a este hombre que sin haber hecho ningún crimen nos valiera la pena fugarnos.
—No, no —me tranquilizó cuando se lo dije—, no es la hora de que nosotros torzamos lo que está bien trazado.
Le gustaba hacerse el misterioso.
—Pero no le pese que estemos metidos en esto —dijo—, los héroes de la antigüedad se echaban a las aventuras para regresar y regresaban para recordar. Yo soy diácono en Florida, he viajado mucho y lo hago para tener recuerdos. Mire, hubo una vieja dama, pero todavía hermosa… No es ningún secreto de confesión, en realidad no podría serlo…
Entonces, moviéndose en paseos cortos y nerviosos, Amoedo explicó sus cosas de iglesia:
—Asisto en el altar de la misa, oficio en las bodas, con estas mismas manos voluntarias llevo la comunión a los enfermos… Pero nunca tuve el poder de absolver de los pecados. De manera que la señora Kellington, ya ve que puedo revelar su nombre, me hablaba como a un amigo, nada más que un amigo, en la residencia que era su retiro en Miami Beach. Ella me confiaba que se habría rebelado horriblemente contra lo alto si por las noches no pudiera evocar los detalles de algunos pecados de la carne y que esos recuerdos de juventud la estaban ayudando a salvarse. Usted lo comprende, verdad.
Yo comprendí que Amoedo tenía un físico para ganarse la voluntad de señoras con recuerdos y con gatos, tenía empaque, y eso que llevaba guayabera bordada, la frente noble en medio de unos mechones de pelo entrecano y abundante, los ojos de iluminado… Sacó un periódico que podía ser el Jerusalem Posts y lo dispuso sobre la piedra para sentarse encima de los papeles, cerca de mí. Se sentó y en mi rodilla sentí posarse su mano, un gesto inocente, lo comprendo, pero me sobresalté. Entonces él corrió el periódico y se alejó un poco en el asiento, y a través de la tela delgada del pantalón seguí sintiendo algún tiempo aquella impresión de su mano cálida, acaso febril.
Nos quedamos así, sin otra comunicación que las idas y venidas del bote de cerveza de turno. Los plátanos estaban algo verdes. Era una cena extraña. Luego insinué que podíamos ingeniarnos para dormir un rato. Un pretexto para evitar la intimidad, porque la situación no era como para pegar ojo.
—Pero los mosquitos —alegó Amoedo.
Increíblemente, no había mosquitos junto al río.
—Y el relente —ahora se preocupaba por la salud—, para el reuma no será nada bueno.
Yo debería haber comprendido que un tipo como Arístides Amoedo no duerme ni cuando está en su cama. Anduvo cambiando de asiento. Amoedo se preparaba —y me requería, porque los insomnes necesitan cómplices— para una larga vigilia…
Hablamos de religión. No falla en una noche de velatorio o de tren, por qué no iba a salir en una noche de proscritos. Salieron católicos y protestantes, judíos y mahometanos, las religiones más antiguas y esas que se anuncian en la televisión.
Pero lo que a él le interesaba era el Oriente:
—Usted se habrá preguntado por qué todas las grandes religiones han nacido en Oriente. Yo tengo mi teoría sobre el asunto. Supuesto que a usted le interese.
Qué podía hacer yo.
—Puesto que el creador existe, lo natural es que a través de sus voceros se manifestase en los squares del planeta, no en despoblados donde su voz se hubiera perdido, no contra las peñas de las cavernas. A ver, en el país de usted y de mis abuelos: ¿qué había, quiénes andaban por la Extremadura en los tiempos de David y de Salomón? Incluso en los más modernos de Jesucristo. ¡A ver!
Los iberos, los celtas, pensé.
—Nada —me reprochó Amoedo—, no tenían ustedes nada.
Debió de parecerle excesivo:
—Y suponiendo que tuvieran algo. Lo tendrían allí encerrado. Sin otros pueblos a quienes comunicárselo. Mire, mejor que en los libros es vivirlo sobre el terreno. Yo ya he estado una vez en ese lado de la frontera y viajé hacia el sur, camino de la tierra de los nabateos y del puerto de Aqaba. Me detuve en un pueblecillo, su nombre es Al-Katraneh, por si a usted le cuadra pasar. Allí me reposé en un bar de la carretera y me asombró que pasaran caravanas de camiones con matrículas de diferentes países, transportando mercancías para naciones muy alejadas. El dueño del bar no entendía mi extrañeza, me dijo que su establecimiento está ubicado «en la carretera de Egipto a la India». ¿Se da usted cuenta? ¡La carretera de Egipto a la India!
A saber lo que nos traería la noche. No podíamos hacer otra cosa que hablar. Amoedo hablaba largamente de Dios, de los santos, incluso cuando él o yo nos apartábamos un poco para mear. Qué remedio, con la cerveza. Pero era como una profanación. Amoedo volvía descansado y respiraba con el diafragma. En una de aquellas pausas empezaron a oírse los pasos de una patrulla.
—Tranquilo —me dijo—, ésta es una tierra de asentamientos. Ahora es nuestra casa y nuestra nación.
Yo no estaba tan seguro. Me había levantado por instinto, las botas sonaban rítmicas y militares sobre el suelo de tierra.
—En todo caso —Amoedo mejoró su postura, se recostó ostentosamente—, nos está prometida una habitación pacífica y de confianza, Isaías capítulo 32, versículo l8.
Las botas se iban acercando, crecía su amenaza en la noche.
Hasta que aparecieron los hombres que las calzaban. Solo eran dos hombres, seguro que andaría cerca todo el piquete. Sus armas pareaban muy automáticas, de esas que empiezan a disparar y no saben pararse. El que iba en cabeza, a lo mejor un teniente, se detuvo un momento mirándonos, pero siguió adelante y el otro también, y no nos preguntaron nada, ni una palabra nos dijeron. Los dos jordanos, con sus trajes a manchones para camuflarse sobre el terreno, eligieron un sitio ni muy cerca ni muy lejos y posaron sus equipos de guerra. Luego sacaron una linterna y un tablero y se hicieron como una mesa de campaña.
Yo miré para el de Florida, sin atreverme a despegar los labios. Él estaba como si nada. Se tumbó panza arriba, con la cabeza sobre la mochila gigante. No tardaría en predicar sobre lo que estaba viendo, ahora bajando la voz:
—Por allí debe andar la Osa Mayor, en esta época del año anda muy baja en el horizonte, seguro que Casiopea es aquella que nos está guiñando el ojo.
Yo apenas hablaba. De vez en cuando Amoedo hacía una pausa. Era un silencio metódico y a la espera, para engancharme a mí en la conversación.
—Casiopea, Auriga, Pegaso… Me gustaría saber cómo nos llaman «ellos» a «nosotros».
Una de las veces, debía de ser muy tarde, el recurso no le valió y yo me callé definitivamente. Todavía no sé cómo pude dormirme con aquella sensación de estar encima de un cañón.
Esta vez fueron unos sueños nuevos, creedme, donde el peligro se alternaba con la belleza. La de tiempo que llevaba sin acordarme de la Historia Sagrada. Soñé con San Juan Bautista cuando andaba por el Jordán de pic-nic comiendo saltamontes y miel, soñé cosas disparatadas y también hermosas como una merienda con Jesucristo y con San Lázaro, que nos la servían Marta y María y daba gusto aquella amistad. A Jesucristo le gustaba el vino y las canciones de países lejanos. Pero venían unos sayones y nos tomaban las huellas a todos, ya estaban para fusilarme…
Si a uno van a fusilarlo en sueños, se despierta, seguro. Desperté y tenía al lado un árbol, y era el tipo de Florida:
—¡Vamos, arriba!
Había amanecido y se veía crecer la luz, los ojos empezaban a desengañarse.
—¡Nos vamos a Amman, hermano, los hermanos jordanos se han levantado tolerantes! —y señalaba para una camioneta donde unos árabes nos esperaban, con cara de buenas noticias.
Arístides Amoedo había hecho amistad con la patrulla nocturna, allí seguían un cabo y un soldado jugando a las damas. (Como jubilados). Le dieron un elixir para que nos enjuagásemos la boca (perborato, pero mejor callarlo, un cartel anunciaba el merendero de familias y el suelo estaba sembrado de tapones de Coca-Cola). Amoedo les regaló la piña de plátanos. El mundo está lleno de aventuras.