En el orden del día de la Comisión de Gobierno iba a considerarse el boom del burgo viejo, la subida de los impuestos en la zona, y no era extraño que en los pasillos y antesalas del Ayuntamiento se hablase de Domingo Filgueira. De cuando apareció en la ciudad como quien vuelve del destierro.
—Pero qué idea del tiempo tendría Domingo Filgueira, presentarse a tales alturas como un exiliado.
A su llegada había declarado que «muchas veces había pensado en el regreso. Siempre esperando a que se aclarase la situación». «Pero qué situación», le preguntaban los periodistas más jóvenes.
En esta ciudad textil la noticia que se tenía del escultor era muy vaga. Algún recorte de periódico atrasado, un reportaje de Bolivia lleno de adjetivos con motivo de una Santa Cena del español Filgueira. Uno de esos lectores que siempre escriben «Cartas al Director», criticaba cada año en el periódico local la ausencia de por lo menos una obra de Filgueira en su ciudad de nacimiento. En la Corporación predominamos los forasteros. La ciudad se ha ido desplegando en ensanches y polígonos, demasiados problemas en que pensar. Y luego, que nunca se había visto un gesto de su parte, ni una adhesión, y mucho menos un donativo o una figura con su firma para subastas benéficas. Por esto chocó que de repente apareciese en persona, sin tener familia ni amigos. Ni siquiera podía tener recuerdos, si estaba en pañales cuando se lo llevaron de aquí.
El viajero no se hospedó en el hotel principal, en la misma estación mandó que lo llevaran a la fonda del Campo.
—Viene en las guías la fonda típica del Campo.
—Pero también vienen los hoteles de tres estrellas, para una personalidad sería lo más propio.
Fue hacerse cargo de la habitación y marchar con su aire arrogante por esas cuestas hasta la plazuela en la parte vieja. Llevaba anotadas las señas de la casa, una casa deshabitada, poco menos que en ruinas.
—En ruina oficial, y una casucha pequeña. Se la dieron por menos de lo que cuesta un coche de segunda mano.
Domingo Filgueira preguntó si en la casa había vivido un pintor de rótulos. La gente se contradecía. Luego, en los días siguientes, el recién llegado recorría las calles altas donde en tiempos vivieron los menestrales y los obreros.
Pronto se vio que venía buscando el rastro de su padre. Hay un guardia jubilado que sigue viniendo al Ayuntamiento, se sienta y le gusta mirar a la gente que entra y sale:
—Cuando supo que yo era de las quintas más antiguas, me preguntó dónde podían estar los camaradas de su padre, más de uno tenía que estar vivo según las cuentas que él hacía. Yo le dije que a lo mejor el que fue maestro herrador, pero este hombre tiene una sordera imposible.
Filgueira dijo entonces que se acercaría a ver al herrador y el guardia jubilado se ofreció a acompañarlo.
—Al herrador le puso delante de los ojos un carné antiguo, la misma cartulina deteriorada que me había enseñado a mí, allí estaba la foto de un hombre joven con bigote y encima de la foto un sello de tinta donde aún se notaba un puño levantando una hoz. Pero lo del herrador no es solo la sordera, está ido y al ver la cartulina no dijo ni mu.
El hombre de la fotografía era un señor Francisco Filgueira que al parecer había tenido un taller de pintura en la plazuela de los Caños, era el padre de Domingo Filgueira, se había quedado viudo al nacer Domingo, militaba en un partido que se llamaba Federación Anarquista Ibérica, lo habían sacado de su casa en las primeras semanas de aquella historia de guerra. Domingo quería saber. Pero no encontraba nada ni nadie que le confirmase los datos que había conseguido, oídos de boca de otros paisanos de aquí que rodaron por esos mundos, a saber dónde estarán criando malvas.
Desde los años del desarrollo, esta ciudad manufacturera se ha venido llenando de ingenieros, después de los ingenieros vinieron los promotores, los arquitectos, la ampliación de las notarías, los médicos de la Residencia. Se hicieron más institutos y esto trae cultura y profesores de Historia del Arte. Tenía que gustarle a Domingo Filgueira. Pero él no daba ningún paso de acercamiento, obsesionado con sus investigaciones inútiles. Una vez pasaba por la calle Millán, esa que ha quedado medio perdida entre la Sinagoga y la ampliación del puente. Todos la llamamos la calle Millán pero Filgueira se fijó en la placa completa, calle de Millán Astray. Se animó mucho, y eso que era el nombre de un militar, y de los que fueron enemigos del pintor de rótulos. Pero no fue comparable a cuando los albañiles rasparon el encalado de la fachada donde hubo una barbería y debajo de BARBERÍA estaba la firma, ¡la firma de «F. Filgueira»!, una satisfacción como si fueran las pinturas de Pompeya.
—Esta vez la casa le costó algo más, porque le habían notado el interés.
—Poco más que una merienda.
La constancia escrita, por mínima que fuese, pareció tranquilizar al exiliado. Había que comprenderlo, un hombre tiene que tener padre, y un pueblo adonde volver. Aunque no tuviera amigos ni conocidos. Se le veía con la melena romántica, con toda la pinta de un artista. Las calles olvidadas que no pagaban contribuciones, pero ahora también los bulevares de casas de muchos pisos, todo lo iba llenando con su figura. Esto no le estorbaba a una ciudad como la nuestra, y casi nos parecía una restitución que hacíamos.
Un día, pero es difícil precisar la ocasión exacta, resultó que se había establecido la comunicación. Aunque la mayoría del censo se haya hecho con los últimos aluviones, algo queda del espíritu de las viejas familias. Por esto somos una ciudad hospitalaria. Hay quien dice que un poco ingenua. Pronto empezamos a ver a Domingo como llovido del cielo.
—El director de las Hilaturas del Noroeste quería llevarse a Filgueira a vivir en su finca.
—Y si fuésemos capital de provincia, se lo querría llevar el gobernador.
Seguía viviendo en la fonda, pero en cuatro días le habían montado un baño privado. La mejor gente de la ciudad se lo disputaba. De qué cosecha el vino para don Domingo. De qué prefiere las empanadas. Sabía ser afectuoso pero distante, él no entraba jamás en el tema cuando se hablaba de escándalos o de especulación. De su padre el pintor de rótulos, de aquella guerra famosa, ni una palabra más. El artista les gustaba a las mujeres de sus anfitriones, pero tanto o más les gustaba a sus hijas, a las chicas no les importa la diferencia de edad. Las casas más ricas no son las que se han decorado con mejor gusto y la influencia del artista las iba cambiando, «este color de las paredes no va, aquí iría bien una de mis terracotas, lo malo de este arte es que no podemos venir con la obra ni con el taller a cuestas».
La verdad es que nadie había visto las terracotas. Y menos aún las fuentes alegóricas y los bustos cívicos y las estatuas ecuestres que mencionaba Filgueira. Pero qué importaba. Quizá Filgueira estaba ahora en una etapa de larga meditación, esto debe de ser frecuente en la vida de esta gente. Su autoridad seguía creciendo y no se reducía a los interiores. Le dolía el burgo viejo de la ciudad —decía—, las calles donde sus antecesores proletarios habían vivido y luchado. Empezaron a ofrecerle las casas. Poco a poco. Las compraba, y todos pensábamos que casi hacía una obra de caridad, que más bien habría que pagarle a él por rehabilitar esos tejados sin tejas, las tablas hundidas, las medianerías problemáticas.
Una tarde (y no es baladí en toda esta historia) quiso ver esa bodega que malamente sobrevivía junto al Rastrillo, y cuando el bodeguero le dio a beber en el vaso que se lava en el agua común del balde, Filgueira no vaciló. Los acompañantes hicimos lo mismo. De qué manera puede nacer una norma. Todos los que somos algo en la ciudad abandonamos los tragos largos de los hoteles y casinos, todos a la costumbre de los baldes con los vasos del vino, pronto ya no fueron una ni dos, el barrio entero lleno de bodegas. Con las bodegas llegaron los mesones típicos y los pubs, los alquileres altos y los traspasos millonarios de Domingo Filgueira Ovalle. El escultor, todavía se oye decir.