El tendedero

En la noche del 17 de setiembre de 1858, la Reina Isabel II con su séquito entró por las calles de esta villa. El pernocte fue en casa de los Orosa y algo tiene que ver con el asunto de Paulino de Orosa, ahora, después de casi un siglo y medio.

Paulino de Orosa tuvo un solo asunto de faldas que valiese la pena, y por uno de esos gestos de orgullo lo echó a perder. Marchó a Madrid y al cabo de unos días decidió que la vida que estaba viviendo no era la suya. Una cosa era compartir la chica con otro hombre (quizá con más de uno) y otra que el revoltijo se hiciera bajo el mismo techo.

—Por muy libre que sea esta gente del cine.

Se les había visto marchar a él y a su perro en el Dodge Dart, una mole que ya no circula por el mundo, tirando gasolina y aceite. Y todos supimos a qué iba y con quién iba a estar en Madrid, porque el plan se lo habían traído en bandeja. Lina llegó al pueblo con el equipo que iba a hacer la película. Paulino de Orosa no supo negarse a que entrasen en el caserón con la impedimenta, pero estuvo a punto de arrepentirse cuando metieron un transformador como si fuesen a instalar una industria. Luego resultó que los del cine lo llenaban todo de juventud y de vida.

—Daría usted el tipo exacto para el personaje —le dijo el director de la película a Paulino de Orosa, cuando temieron que no llegara el actor que iba a hacer de anfitrión de la Reina.

El director ya no era tan joven, se movía con más respeto que su tropa:

—No sé cómo pedírselo después de tanta hospitalidad. Sería solo una escena y muy poco molesta.

Lina estaba siempre al lado del director y dijo que sí, con poco que la peluquera y el maquillaje ayudaran.

—Ni un pelo de la cabeza y menos aún de la barba —fue la condición que puso el dueño de la casa.

Los Orosa incluso a cierta edad son de mucha abundancia en el pelo, la barba recia y rojiza. Ni aunque los tiempos cambien dejan de ser señores. En el coche este Orosa parece un caballero antiguo compenetrado con su caballo, y no le falta el compañero leal, enseñando su orgullo de podenco siciliano en el asiento de atrás. Paulino de Orosa sigue renovando su carné de conducir, que le sirve para circular por este mapa pequeño de ferias, de médicos, de visitas a parientes que se le van extinguiendo. Seguro que fue a Madrid rodeando por las carreteras más secundarias, y lo mismo a la vuelta, llevando el volante con guantes de cabritilla por en medio de dos hileras de árboles.

Aquella Lina manejaba mapas, papeles, el guion de la película. En el guion de la película, la comitiva regia había llegado al pueblo con mucho retraso y fatiga. La Reina manda descorrer las cortinas del balcón principal y saca al principito de Asturias para que sea visto por la población. Castiza la Reina, que le frían unos huevos con jamón, y se la vería golosona en un plano medio. Lina llevaba un cuaderno en la mano y el rotulador. Lina era la script.

—¿Y eso? —le preguntábamos a Orosa

Al hombre le habían cambiado la vida. No le dejaban leer y casi no venía al casino. La script, el racord. La preocupación por que hubiera racord traía a Lina por la calle de la amargura, y eso se contagiaba. Se está rodando una escena y hay que continuar el rodaje al día siguiente, pero el espectador va a verla toda seguida, de manera que ojo a los detalles, que la barba de los hombres esté igual de crecida; ni los calcetines pueden cambiarse.

Era una manera de hablar, porque no hay calcetines en las películas históricas, las cajas atascaban los pasillos y corredores del caserón y traían calzas mediadas y calzas bermejas, jubones, gorgueras, roquetes y bonetes de cura. Cuando hubo necesidad de una mitra de época, salió un taxi a que la prestasen en el museo diocesano. Para el cine son todo facilidades. Orosa (como todo el mundo) creía que los del cine son de mucho acostarse entre ellos. Pero solo se les veía de camaradas, ningún manejo ni ninguna hambre de cama.

El equipo terminó de rodar. Levantaron el campo, y que a ver cualquier gasto que se hubiera causado. El de Orosa —de la rama bretona— no iba a rebajarse cobrándoles la luz. Doña Isabel II y todas las mujeres del reparto lo besaron al marchar. Lina también, pero nada que fuera especial.

—No creas, por entonces ya había algo —le decía Lina, pero eso vendrá después—, por lo menos sentía una curiosidad.

La casa grande quedó vacía como queda el pueblo al día siguiente de las fiestas. Orosa sentiría lo mismo que de chico con el circo o la farándula de la feria, que no ibas a olvidarlos nunca pero se iban borrando hasta desaparecer.

Los del cine parecían haberse borrado del todo cuando una noche, entre las ocho y las nueve, Capo avisó. Los sicilianos son perros informadores, sus ladridos son cortos pero insistentes. Alguien se acercaba por la calle casi siempre desierta. Las nueve de la noche en una villa como ésta es la hora de emborracharse o pegarse un tiro, también es mala para los perros señoritos. El amo acarició el pelo corto de color canela, sujetó el cuello leonado del mejor podenco de la provincia. Golpearon con el aldabón de la puerta de abajo y Paulino de Orosa tuvo una adivinación. La chica del cuaderno había advertido al director de la película sobre las tomas del exterior del palacio, no fuera a salir en pantalla el portero automático. Volvieron a llamar con la argolla de hierro y Paulino de Orosa entendió que era una llamada cómplice. Por la noche no había criada en la casa. El señor se levantó hasta el telefonillo, pero no llegó a coger el auricular. Sin ninguna indagación bajó la escalera renacentista y abrió.

—Pasaba por ahí —dijo ella, como si este pueblo no estuviera en el fin del mundo—, y bueno, en fin, ya está.

Estaba plantada en la media luz, con sus pantalones bien ajustados a las piernas muy largas y abiertas, y ese aire de las chicas de ahora, que aunque se estén quietas y modosas son insolentes. No hubo beso como en la despedida de hacía dos años, ni siquiera la mano. Un poco sí adelantó ella una bolsa de lona que parecía ligera y el dueño de la casa la recogió.

Ya estaban arriba y tardaban en soltarse a hablar.

—No he visto la película y no he sabido que se hablara de ella —dijo el de la casa, por aludir a lo único que los unía entonces. No había llegado a cuajar lo de actor, pero le gustaría ver los interiores, a qué habían conducido tantas horas de focos y las muchas repeticiones cansadas.

—Bah —se encogió de hombros Lina, como si fuese normal el que las cosas del cine fracasen—. Han pasado algunos desastres —se señaló a sí misma—: ya me ves.

Estaba más delgada, a Orosa se le ocurrió que más usada. Pero era de esas mujeres que lo enganchan a uno. Paulino de Orosa es un hombre normal, aunque nunca se haya apuntado a las escapadas de los solteros, cada cual se arregla como puede, algunos con el propio servicio doméstico. Ningún hombre normal podría fijarse en los labios abultados de la forastera sin maquinar indecencias con la imaginación.

—Le conviene descansar —disimuló el hombre. La hospitalidad es sagrada, el honor de los apellidos y todo eso.

—Recuerdo bien el palacio —dijo ella—, si a ti te da igual me gustaría un dormitorio de los que miran para el naciente.

La casa tiene estancias para escoger, es verdad, a Paulino de Orosa no le gusta decir palacio, aunque figure así en los folletos para turistas. En la casa o palacio se dieron más bien las vocaciones solitarias, por eso choca que bastantes cuartos tengan cama de matrimonio. Muchas alhajas atestiguan la nobleza, y en la ropa blanca, sábanas, pañuelos de bolsillo, mantelerías, ropa interior, cada pieza lleva el escudo de los Orosa. Lina estiraba las sábanas asombrada de su textura. El señor de la casa la dejó en la intimidad de la alcoba. Volvió al cabo de un rato y como si tuviera hospedada a una Infanta de España traía en una bandeja de plata un vaso de leche caliente. Desnuda como estaba dentro de las sábanas, Lina se incorporó, y parece que casi no tenía pechos, pero los pezones se le veían en un primer plano, ella tenía la costumbre de realzarlos con el lápiz de labios. Con todo el morro del mundo dijo que tenía ganas, que ya cuando había llegado la primera vez pensó que le gustaría tirarse a un templario.

—¿Con esas palabras?

Y por la mañana:

—Como si anoche hubiera llegado virgen y tú fueras un guerrero. ¡Y qué fierro, tú!

Hasta un Orosa tiene que hacer confidencias para no ahogarse. Sobre lo de Madrid, se sabe que vivían en un apartamento, algo sofocados de espacio aunque era un dúplex. Paulino de Orosa estaba enviciado con aquella mujer. Acaso seguiría allí si no hubiera sido por los ladridos delatores de Capo, las camisas bordadas del amo, mezcladas con las mudas de un argentino en el tendedero.