Así empezó Lourido

Una vez estaba en la tertulia Paco Lourido, escritor de mucha obra inédita, y esto fue antes de que al pobre le negaran la entrada en el café y en el Círculo y en las presentaciones de libros porque les soltaba los botones y los lazos a las señoras. Todavía no había entrado en barrena, solo algunos indicios, y se puso a contar de Río de Janeiro, adonde había emigrado unos meses sin que se sepa claramente el porqué.

Lourido hablaba de un cabaré de mulatas. Las describía. Aquella noche se presentó en el cabaré de mulatas un cliente bien apersonado, con su séquito ni grande ni escaso, como sabe hacerlo un personaje con clase.

—¿Y a que no sabéis quién era el personaje? Pues era mi paisano Camilo. «Pero hombre —me dijo Camilo—, los de Las Mariñas estáis en todas partes». Y luego: «Si no tienes cosa mejor que hacer vete mañana a la Cámara de Comercio, que doy una conferencia y nos dan un vino de Rioja».

Lourido sacó la única camisa que tenía de cuello cerrado y se puso corbata aunque la conferencia era por la mañana. Se gastó unos cruzeiros en un taxi y estuvo haciendo tiempo por las calles del centro, qué hembras por las calles de Río, como si fueran bailando sambas. En la antesala de la conferencia había unas cuantas damas que tampoco eran mancas. Dos, al menos, como para un concurso de misses. Lourido decidió elegir a una, no por nada, decía, solo porque el problema mental le quedara resuelto.

—«El señor Ruisánchez, de la embajada de México». Y yo: «Francisco de Lourido, para servirle». No sabéis qué ambiente en la Cámara de Comercio. Conque me presentaron a mi beleza. De cerca estaba todavía mejor. «La señora de Bandeira». Y yo: «Francisco de Lourido y de Castro, a sus pies».

La señora de Bandeira había venido desparejada. Dijeron que Bandeira era un magnate del algodón y Lourido se lo imaginó como quiso. Sería un moreno fornido, buen garañón, pero descuidado de todo lo que no fueran sus tierras inmensas allá por Pernambuco o en Ceará. Con alguna querida preta que ni idea de lo que es una conferencia o un concierto…

A la Cámara de Comercio de Río de Janeiro le gusta invertir los fondos de su patrimonio en retratos al óleo y tapices, en bustos presidenciales y en alfombras y pulidas caobas. El marco resultaba solemne. Iban pasando entre reverencias y a Lourido lo alivió que el salón de conferencias fuese más ligero. Había unas sillas como coloniales, con su respaldo abierto y aireado. Lourido dudó un instante, evitó la primera fila, se sentó en la segunda fila por si el protocolo. Así fue como tuvo delante, exactamente en el lugar delante del suyo, la melenilla corta y un poco insolente de aquella mujer, su espalda con la chaquetilla resbaladiza sobre los hombros, eso que llaman un bolero. Pero ya empezaba la presentación. El presentador hablaba un portugués menos melancólico que el de los portugueses. Y luego:

«Doy las gracias al profesor…», correspondió Camilo con ese vozarrón.

Comenzó el discurso de Camilo. Lourido oía las palabras del discurso, pero no lograba entrar en las ideas. Porque qué pensaría una mujer así sobre esas filosofías, y sobre Tocqueville. El conferenciante estaba cerca, pero su voz sonaba muy al fondo, como un rezo de catedral o una música… Los conciertos, los recitales de poesía, los sermones estimulaban sin remedio las ensoñaciones de Lourido. Esta vez se puso a tramar su propia presencia en un mundo de azúcares y cafetales. La mansión de columnas en la fachada, los interiores con sus tules y ventiladores en el techo, con loza inglesa y cristales de Bohemia y libros importados en barcos hasta Recife para luego seguir en las canoas por ríos muy anchos. El silencio de las largas siestas lo escuchaba Lourido. La brisa cálida de las noches nordestinas sabía sentirla Lourido. Y él, Lourido y de Castro, como hombre de cultura y confianza, preceptor de la dama sensible y a medias abandonada… En esto, la chaquetilla que se sostenía sobre los hombros suaves resbaló un poco, y la brasileña, con mucha discreción, se quitó la prenda para mantenerla sobre el regazo, sobre los muslos, que Lourido calculó largos y proporcionados.

Fue una situación nueva. Todo había cambiado en la Cámara de Comercio. Lo que Lourido vio desde ese momento, lo que tendría que ver durante toda una hora, era una espalda de mujer solo velada por una blusa delgada como el aire. Allí se declaraba una hermosa piel de color canela. Con su lunarito y todo. Pero no era el lunar ni la chicha lo que estaba empezando a inquietar a Lourido. Los ojos de Lourido se habían hecho a la luz tamizada y descubrían detalles. El color rosa de corsetería de lujo. Esa tira trasera que deja sujetas las tetitas de una mujer. Y luego, en fin, el brillo de la presilla, como un fetiche, que parecía de plata…

El conferenciante debía de seguir hablando. Y Lourido con la camisa de vestir pegada al cuerpo por un sudor insidioso. Y las manos, sobre todo las manos. Dice que probó a pensar en pústulas, en perros policía, en el deshonor. Recordó, como uno se encomienda a un santo, a la hermana que se les fuera a Orense de monja. Si la brasileña se removía un poco era para hacer más fuerte la tentación horrible. Lourido se aferró con el pensamiento al bandeira o bandeirante de la caña y el algodón. Lourido fomentaba ahora la imagen fiera y disuasoria de un marido celoso como ésos de los sertones, que además suelen ser coroneles eméritos… Con sus largas escopetas. Y sus «capangas» —Lourido ya iba conociendo el idioma: «Caceteiro que por dinheiro se presta a maltratar alguém»; caceteiro es el que lleva cacete, cacete es una estaca «curta e grossa»…

El peligro puede aclarar las ideas. La voz académica y grave del de Padrón estaba volviendo al primer plano, Lourido pensó oscuramente en el botón de un aparato que alguien hubiera manejado para aumentar el volumen. Oía hablar de libertad, pero la libertad estaba en la calle, no en las palabras. Lourido usaba buenos modales, se ajustó el nudo de la corbata y salió de la sala con infinito cuidado, con inclinación de cabeza a la presidencia. Fingiendo un poco de tos.

—El artista —decía Lourido— no debiera luchar con las manías, que es perder un tiempo precioso. Y además, tampoco es un crimen pillarle a una señora el elástico del sostén, tirar de la gomita, soltar de golpe y ya está.