En Oviedo, en una noche de setiembre, conocí por primera vez una mujer desnuda, y a la mañana siguiente supe el color del mar. Al doble descubrimiento llegué en un tiempo de desgracias mundiales pero yo me recuerdo inquieto por si el pantalón debía ser con vueltas o sin vueltas; dos mil aviones de Hitler machacaban Londres, y yo odiando la eterna espinilla que solía embravecerse justamente para el domingo…
Las mañanas de Oviedo eran muy ricas para vagabundear por el Campo de San Francisco, para llenarse uno el ojo con las asturianas que viniendo de la estación atacaban la calle de Uría con su alegría un poco descarada, buenas mañanas para cualquier cosa que no fuese ponerse sobre los libros de texto. Otros libros sí. Por supuesto, sí. La oficina de Regiones Devastadas, donde tenía su empleo un paisano mío, no resultaba mal expediente para matar algún rato. Me fascinaba aquel olor hecho de tabaco, de la virutilla de los lápices y del papel carbón arrugado en las papeleras. Pero más aún, el que hubiera algunos libros de literatura.
Un día, mi paisano me animó a que lo acompañase al Naranco:
—Anda, me ayudas con las miras y luego sé un sitio donde si cuadra nos comemos unos conejos.
—Pero qué es eso de las miras —aunque yo estaba disponible para ir y venir como un pájaro.
—Esas reglas graduadas que están contra la pared, no pesan gran cosa.
No pesaban, y además eran suaves y barnizadas. Antes de salir me llevé algo para leer. Era un libro de versos. El libro estaba mutilado. Tenía unas tiras del papel engomado de los estancos, como esparadrapos.
—Ha hecho media campaña conmigo —dijo el topógrafo—, lo apañé en una casa del frente de Córdoba.
Pero no se quedaba a gusto:
—Solo un libro, qué quieres. Hay quien se ha hecho con colchones, con máquinas de coser, querrás creer que he visto levantar un tejado en Tamarite de Litera para sacar por arriba el piano.
Era poco mayor que yo. Solo tres o cuatro años mayor que yo, pero la diferencia parecía enorme. Hasta Juanito Ramón, que se preparaba para notario, había vuelto de la guerra con una sombra en la cara, y eso que era la cara más aniñada de nuestro pueblo. Mi amigo de ahora me miraba como si fuese mi padre, me daba tabaco como si fuese un tío mío tolerante, me preguntó si alguna vez había andado yo en mediciones por algún terreno.
—Y las áreas, sabrás por lo menos el área del rectángulo, aunque te haya dado por estudiar letras.
—El rectángulo, sí. La base multiplicada por la altura.
—¿Y de un polígono regular, pentágono, hexágono, octógono?
—Eso ya no, eso me parece lo más difícil del mundo. Bueno, lo peor es el problema de dos trenes que se enfrentan a distinta velocidad, calcular en qué punto van a pegarse la torta.
El de Regiones se reía. Él y yo íbamos delante, disfrutando del lujo de la cabina. Detrás, en la caja de la camioneta, viajaban unos peones disciplinados. La camioneta era una Chevrolet probablemente requisada, que daba botes a cada paso, pero yo tenía los huesos a estreno, tampoco me importaría que saliera, de errata, los huevos a estreno, esa parte que ahora me parece tan delicada en los viajes. Además del vehículo muy trabajado, estaban las heridas del suelo de aquella ciudad, que entonces llamaban la ciudad mártir, y a mí me parecía la capital de lo nuevo y resplandeciente.
Además de las reglas de colores vivos y de otros instrumentos del oficio, los de Regiones Devastadas llevaban unos prismáticos. Fue fascinante, sentirse en aquella altura y acercar hasta el monte la catedral. Pero también las calles rectas y orgullosas, el emporio dorado del Banco Herrero —«Don Policarpo Herrero, opulento banquero, ha pasado por nuestra estación camino de Málaga», le había oído leer en el periódico a mi padre.
Quienes entran en la juventud respiran la creación del mundo. Mucho más si esta entrada ocurre al terminar una guerra. Era otoño, y sin embargo yo sentía crecer los árboles y las plantas. Ahora no sé por sus nombres qué árboles ni qué plantas, serían helechos, pinos silvestres, también algún roble suelto.
Y sobre todo, los eucaliptos.
Había tantos, tan eficaces, que era oler el Pulmogrey: el mismo vaho balsámico de aquellas inyecciones piadosas contra el fantasma que no se nombraba, o que se decía «un catarro mal curado», todo lo más «una cosa de pleura»…
De pronto, y como llevado por la asociación de las ideas, vi la tumbona y la manta de colores a rayas. Vi una melena desparramada y rubia. Y entre la manta y el flequillo rebelde de la frente, las gafas ahumadas que casi llenaban una cara de mujer adoradora del sol y del aire.
No sé cómo llegamos a hablarnos.
—Es genial —dijo ella—, se ve como si estuviéramos paseando allá abajo entre la gente, pero estoy abusando, ahora le toca a usted.
Y al día siguiente:
—No, no, deje, hoy me he traído unos prismáticos de campaña de los de mi padre, a lo mejor le gusta a usted comparar.
Y algún día más tarde:
—Me llamo Lina. Paulina. Te puedes sentar un poco, hasta que venga Dolores.
Dolores era la criada que la acompañaba. Era una mujer servicial y alegre, abrigaba en la tumbona a su señorita y enseguida se apartaba paseando hacia el lugar donde estaban los peones del Observatorio en obras. A Lina le mentí en la edad. Creo que me inventé un curso (de Derecho), por no decirle que el examen de Estado. Aun así, me pareció que ella podría aspirar a un estudiante de quinto de carrera, incluso a un opositor. Yo me dejaba caer por lo de Regiones. Siempre era fácil que subiera algún coche. Y no me olvidaba de coger algún libro, preferible de versos, creía yo que el llevar en la mano un libro de versos ayuda con las mujeres, y a lo mejor es verdad.
Me dijo Lina:
—Me parece que tú mismo tienes algo de poeta, a que sí.
Pasé un poco de vergüenza.
—Lo que no entiendo es que te guste venir todos los días, al principio creí que de verdad trabajabas con los ingenieros. No entiendo que vengas y te quedes a estarte las horas conmigo.
—Si te molesto no vengo.
—No me molestas, no te pongas así. Pero habrá por ahí tantas niñas monas… guayabos…
—Esas chicas que tú piensas son bastante tontas —y es verdad que no me interesaban mucho. Me lancé, pero mirando para cualquier punto del mundo que no fuese Paulina—: Tú sí que le puedes interesar a cualquiera.
—Pues no sé qué me verás tú. ¡Si apenas has podido conocerme más que tapada!
—Pero no todo tiene que verse con los ojos.
Sin mirarla derechamente observé que con un movimiento caprichoso derramaba todavía más su cabellera abundante sobre los almohadones, debía de estar muy satisfecha de su pelo limpísimo. A veces se retocaba la pintura de los labios. A veces se entretenía en arreglarse las uñas sin alterar la inmovilidad del cuerpo acostado.
—Si te intereso un poco será por lástima.
—¡Por qué iba a tenerte lástima!
—Te advierto que ya no me importa lo más mínimo, al principio te confieso que sí. Ya sabes por qué estoy a reposo, esto no hace falta decirlo.
Le dije yo a mi manera:
—Tampoco tiene tanta importancia. Eso se cura, hay la tira de gente que lo ha pasado.
—Bueno, lo que sí es verdad es que no es tan malo como parece. Por lo menos no tienes dolores, ni los médicos te hacen ningún daño, lo ven todo por las radiografías. Al principio te parece que se te viene el mundo encima pero luego te acostumbras a la soledad, todos los libros y revistas que quieres, y pensar, ¿a ti no te gusta ponerte a mirar para un fuego o el mar y estar mucho rato pensando?
—Según qué cosas.
—Recuerdos. Bueno, me parece que tú no habrás podido juntar demasiados recuerdos.
—A lo mejor sí.
—Solo unos días antes de que me empezara esto, fue el viaje cultural a Alemania, no me dirás que no lo viste en el Nodo. El tren hasta Bilbao, el barco todo engalanado de banderas, ya puedes imaginarte cómo nos agasajaron en Alemania los ministros y todo. ¿Tú qué ciudades españolas conoces? Para mí de los recuerdos mejores, los de Zaragoza. De las cosas que me ponen más emocionada es oír una música de noche por el balcón abierto, como las serenatas que nos daban los cadetes en Zaragoza. Anda, si me acercas el termo tomo esa leche odiosa y no tiene que venir Dolores.
Paulina estaba delgada, la leche del termo se la cargaban de yemas de huevos frescos. Un día pude enterarme (mis dedos) de que su piel era muy suave. Fue ella misma, y no iba a ser la última vez que una mujer me enseñara:
—Dame tu mano, a ver si te parece que tengo fiebre. Luego, todos los días, mientras ella parecía estar en las nubes y no enterarse de lo que pasaba en el mundo, yo le tanteaba la temperatura por debajo de la manta. Paulina se quedaba muy quieta, sin romper el reposo sagrado. A veces suspiraba, se removía un poco como si necesitara cambiar de postura. Mi mano y la suya terminaban encontrándose en aquel refugio caliente, me la apretaba. Entendí que ella me sujetaba para que no fuera a estropearse una amistad tan bonita, y que al mismo tiempo me retenía para que no me retirase del todo. Yo no iba con malas intenciones. Yo era un chico romántico (aunque ya me hubiera acostado con una mujer, pero eso era otro cantar), y para aquella afición mía por Paulina le sobraban a mi alma las exigencias del cuerpo.
—Me gusta estar contigo, así, porque eres un caballero. A Paulina le habían mandado que no fatigara los pulmones hablando, pero se olvidaba y hacía lo que le daba la gana. Había nacido en Melilla. Los estudios no le habían gustado mucho. De la guerra tenía una experiencia de muchacha festejada y feliz, me contaba de las cuestaciones y de vagos idilios en los hospitales de sangre. El tiempo se nos pasaba en un vuelo. Todos los días, ya cerca de la hora de la comida, oíamos aproximarse el coche negro y largo, que traía un banderín enrollado. Todavía le faltaba subir por algunas revueltas, hasta llegar al repliegue del monte donde Paulina se curaba de las nieblas crecientes de abajo. Pero Dolores era previsora y empezaba a levantar el campo. El coche llegaba, conducido por un cabo, y alguna vez vino también un ayudante con cordones sobre el caqui de la guerrera a ayudar a la hija del general. Hasta la mañana siguiente:
—Pero cuéntame alguna cosa, no te quedes ahí tan callado. De las diversiones. Seguro que lo pasáis brutal los chicos y las chicas.
—No creas —le mentía yo—. Oviedo es como un pueblo, todo está de lo más aburrido.
—¿Y el cine?
—Dan muchas españoladas.
Y un día, ella:
—Oí por la radio que están poniendo una película muy buena. De esa artista que llaman la Jana.
No era una película, eran dos o como si dijéramos una historia en dos partes, una tarde daban La tumba india y la otra tarde seguía El tigre de Esnapur. Yo había visto embelesado la historia completa, después de perder mucho tiempo en la cola. Pero no me importó jurarle a Paulina que eran un tostón aquellas cosas de Asia.
—Creo que van a prohibir que se fume en las salas —dijo ella—. Con eso a lo mejor me dejan que vaya al cine dentro de unas semanas, ahora no me conviene ese ambiente cargado.
Para mí el descubrimiento de la hombría y de la libertad consistió en el tabaco, cuando ya podía disfrutarlo delante de un profesor, de un cura, incluso de mi padre. El café cantante transcurría entre el humo de las cajetillas racionadas, en los billares dábamos nuestras tacadas elegantes con el pitillo en la boca, un mismo cuarto de la pensión lo compartíamos tres fumadores, siempre con la ventana cerrada… Y sin embargo, yo me olvidaba de fumar cuando estaba haciéndole compañía a ella. Empezaba a gustarme el aire puro del monte, como si fuera yo mismo el tuberculoso.
—¿Sabes que estás poniéndote muy moreno? Ya me gustaría a mí que me pasara lo mismo.
—A mí me gustas así.
Paulina tenía mucha coquetería de mujer, y como escasamente podía lucir la ropa, salvo en el breve trecho hasta meterse en el coche, lo que variaba casi todos los días era la manta. Recuerdo la del primer día, un cobertor muy fuerte con franjas ásperas de color rojo o granate y otras franjas amarillas y también de marrón oscuro. Otras veces lucía sobre su cuerpo acostado una manta de viaje a cuadros escoceses, con flecos que ella se entretenía en trenzar y destrenzar con sus dedos largos y ociosos…
Un día que la encontré con manta de piel, como un gran abrigo de visón que hubieran desarmado para quitarle la forma, Paulina estaba mirando papeles, el contenido de un sobre grande.
—A ver qué te parece este parque.
—Precioso —dije mirando la fotografía de un parque cuidado, con bancos de trecho en trecho. Se veía alguna gente sentada, o paseando con aire feliz.
—¿Y ese salón de estar?
—Me parece un hotel de lujo —aunque yo nunca había puesto los pies en un hotel de lujo.
—¿Y las terrazas? —porque los papeles o cartulinas del sobre eran una colección de fotos a buen tamaño—. Fíjate en las terrazas, todas orientadas al mediodía.
Sí. Era una larga galería abierta donde había una serie de tumbonas con gente tumbada y abrigada como lo estaba Paulina. Se veían algunas enfermeras. Hombres apuestos de bata blanca, que se podían adivinar solícitos. Entonces comprendí lo que era aquella propaganda y pregunté, tristemente, por qué.
—Por qué —le dije a Paulina, y temí que ella no iba a entender mi pregunta un poco dolida.
—¡Porque quiero curarme de una vez! En un sitio donde nadie a mi alrededor tenga que mirarme como a un bicho raro. Comprendes. Un sitio donde todos estén como yo.
Decidí que debía desagraviarla. Que yo y el mundo entero le debíamos a Paulina una reparación. Me acerqué a su cara, a buscar en su boca el contacto más íntimo y contagioso que puede haber entre un hombre y una mujer. Casi la vi aceptar. Pero puso la mano sobre sus labios entreabiertos, una mano adelgazada, pálida, transparente, y a través de aquella frontera de venas y de huesos ardientes nos besamos con furia, ella y yo buscando el sabor imposible del otro.
Fue el momento cumbre de aquel otoño: ahora, todo empieza a ser descendente. Los días se acortaron y los murmullos de la naturaleza eran menos audibles. Dolores nos amenazaba con que «mañana tiene que llover» —mañana, mañana—, y mi corazón estaba lleno de presagios.
Una mañana, sin embargo, tuvimos un sol espléndido pero que traía un no sé qué de insidioso, el veranillo de San Martín. Volaban algunos moscones enloquecidos, y Paulina me pareció nerviosa y necesitada de aquellos cuidados míos. Esta vez sí que era ella la que guiaba mis manos, y encontré que se había puesto cómoda por debajo de la manta. En esos juegos anduvimos un rato. En un momento, Paulina se estremeció toda, esta vez tenía de veras fiebre. Yo me sentí un poco culpable. Ella quiso darle la vuelta a la manta de lana de los Pirineos, que igual servía por el revés que por el derecho. Pero antes estuvo recomponiéndose, abrochándose a tientas la ropa que había dejado suelta. Desapareció el lado oscuro y de pronto la manta fue blanca, blanca y pura como la nieve.
El auto oficial se estaba aproximando por las revueltas del Naranco con su rugido familiar mucho antes de la hora de siempre. Esta vez eran el cabo conductor y un oficial con las insignias de capitán médico. El capitán se llegó a donde estábamos y saludó llevándose la mano enguantada a la gorra de plato, mientras Paulina se incorporaba un poco, para presentarnos:
—Mi prometido —dijo por el capitán médico.
Y acerca de mí:
—Aquí un muchacho estudiante.
Todavía puedo verlos en aquella escena final de acercarse al coche sin volverse a mirarme, Paulina llevada en brazos por el capitán que caminaba sobre los hierbajos con sus altas botas relimpias. De manera que volví a los cafés acogedores y viciados de Oviedo. Si no sufrí más fue porque eso de «Mi prometido» era un poco cursi, la verdad, también que en el transporte galante se le había volado al capitán la prenda de cabeza y el cabo y Dolores corriendo para alcanzarla, se habría levantado un poco de aire.