El carisma

No sé por qué me dejé la barba para aquel viaje. Cuando me presenté en la embajada ya iba vencido el plazo en que la gente duda de si estamos cultivando una barba o si somos un poco dejados. Parecía una buena barba. Un secretario me atendió mejor de lo que yo esperaba:

—Si está decidido a investigar en las fuentes, más vale que olvide el mar y se marche al Cibao.

Tenía razón. Qué folclore se puede estudiar en una costa de millonarios.

—Nosotros —interpreté que él mismo, la Embajada de España, la Patria— podemos darle unas letras para el vicario de Santiago de los Caballeros, es casi un compatriota.

El Cibao está hacia el centro de la República Dominicana, lejos de la desembocadura del Ozama con sus yates y de las playas. Llegué a Santiago conduciendo un coche de los que se alquilan sin chófer y a veces sin frenos y qué alivio soltar las llaves, firmar y quitarse de preocupaciones. Santiago de los Caballeros es una ciudad coloreada. Se compran y venden muchas cosas. «Carbón muy bueno, carbón». «Papaya, la rica papaya fresquita». Oí pregonar «huevos distinguidos de las estancias». Una dama se paró a comprar los huevos distinguidos y llevaba una mucama oscura que cargó con la compra, y un barquillero les iba detrás ofreciendo muy dulce:

—¡Doña, embarquíllese! ¡Doña, embarquíllese!

Hubiera seguido anotando pregones, pero llegaría tarde a la Curia. Pregunté por monseñor Fidalgo y en cuantito terminara de conferenciar por teléfono. Había maceteros con begonias, un retrato de León XIII. Apareció monseñor y traía una sotana con botones encarnados de arriba abajo. Moviéndose por América puede uno encontrarse con curas y monjas españoles, y es fácil que los curas sean administradores apostólicos, incluso obispos.

—Así es, por designio de Nuestro Señor —corroboró el clérigo—, pero un servidor no ha llegado tan alto… Además, yo he nacido no lejos de aquí, en la común de Valverde; los abuelos sí nacieron y murieron allá…

El curita o seminarista que le hacía de secretario trajo una bandeja con refresco y un par de vasos. Monseñor dijo que él mismo escribía «cosas», porque la cura de almas no está reñida con la erudición. Me llenó de recortes, separatas con sus artículos sobre el teatro del Siglo de Oro en la isla. Otros trabajos los guardaba inéditos, «por frívolos»: un repertorio de apodos clasificados en apodos anatómicos, apodos políticos, apodos de cosas que se comen, y además los tenía puestos por parroquias. Sería entonces cuando me habló de Encomienda.

—¿Hacia Jánico? ¿Por San José de las Matas?

—En un valle escondido y que apenas visita nadie, ya en el camino para Monte Cristi —me dijo.

La carta que preparó monseñor Fidalgo para el cura de Encomienda era cortés en sus palabras, fraterna en Jesucristo, pero sonaba imperiosa cuando el propio firmante me la leyó antes de meterla en el sobre.

—Es dura —sentenció—, es dura y solitaria la tarea de nuestros pastores.

A Encomienda llegué con las primeras oscuridades de la noche, que cayó repentina, porque llegué a tiempo de observar los colores chillones de los primeros bohíos, rojos, azules, amarillos, y en cambio apenas si se distinguía el verdinegro de los árboles cuando la guagua entró en la plaza. Me pareció que no eran horas para visitar al cura y fui directamente a la fonda. Había algún otro hospedaje, pero el del señor Trino Marqués es «la fonda» sin más. El señor Trino Marqués me llevó a mi cuarto, el mejor y más amplio de la casa según me dijo. La cama era ancha y vestida de limpio, y había una mesa grande de despacho, o posiblemente de comedor. En el armario de luna, en cambio, apenas quedaba sitio para la ropa. Lo ocupaban paquetes de algodón hidrófilo, tubos de pomada, utensilios como de cirugía menor. También un flexo eléctrico que el señor Trino Marqués me sacó para que pudiera leer de noche, porque bien se veía que yo era huésped de leer de noche y la electricidad llegaba escasa al bombillo del techo. Con el flexo ya colocado, el señor Trino Marqués insistió en que era la mejor habitación y que yo podía disponer de ella salvo que cuadrase un primer viernes de mes.

—¿Y cómo es eso? —le pregunté.

—El primer viernes de mes, el doctor Levingstone viene desde Puerto Plata a pasar su consulta; en esta habitación la pasa.

—Un dentista —supuse yo.

—No señor —dijo el hostelero como ofendido—, el doctor Levingstone es un especialista, lo suyo son las varices y las hemorroides sin operación… ¡El doctor es un inglés de barlovento!

Ya solo, imaginé la relación del flexo con las inspecciones oculares del médico, la utilidad de la mesa grande para cualquier postura en que hubiera que poner a un cristiano. Hubo ratos en que la idea me molestaba. Desperté por la mañana y me encontré con que la habitación 109 (o sea, la 9) tenía un balconcillo con su mecedora. Desde el balcón se veía la plaza. También daba a la plaza el cuartito con el W. C. y la ducha. Me miré en el espejo y me gustó mi aspecto. No sabemos cómo va a declararse la barba cuando uno empieza a dejársela. A la barba hay que tenerle amor, ella sabe descubrir si se lo fingimos. Por eso está unos días sin decidirse abiertamente a prosperar; luego se convence de que va en serio, de que no vamos a seguir con la costumbre de la navaja o de la philips y se pone a sorprendernos por las mañanas con un remolino, cualquier reflejo, hasta poblarse como un bosquecillo amoroso. Y la camisa con tantos bolsillos, aquel sombrero de tela clara, como de misionero… Era temprano y ya andaba camino de mi trabajo. Sobraba mucho sitio en la nave única de la iglesia. Conté una docena y media de almas. Preferí quedarme atrás, pero me adivinaron y no quedó ninguna cabeza sin volverse más pronto o más tarde. Una muchacha inválida maniobró descaradamente su silla de ruedas; me clavó su mirada; aún no podía saber yo que se llamaba Dolorita. Y el cura. El cura no tenía que volverse. Estaba diciendo el evangelio:

—Así como quieren que los hombres les hagan a ustedes, hagan de igual manera a ellos. Y si ustedes aman a los que los aman, ¿de qué mérito les es a ustedes? Porque hasta los pecadores aman a los que los aman a ellos. Y si hacen bien a los que les hacen bien, realmente, ¿de qué mérito les es a ustedes? Hasta los pecadores hacen lo mismo.

Creo que mi llegada le produjo al cura un sobresalto, cosa de un instante. Celebraba con dignidad, con cuidado en la pronunciación de las preces.

—La bendición de Dios todopoderoso descienda sobre ustedes.

—Amén.

—Pueden ustedes ir en paz.

Quería quedarme el último. Remoloneaban los fieles. En lugar de salir anduve hacia el presbiterio, mirando las uvas y las espigas del altar barroco y un san Rafael y una Purísima como los puede mirar un turista. El cura estaba en el presbiterio, ya sin la ropa de la misa, pero en sotana. Estaba arrodillado y murmuraba una oración que me pareció en latín, probablemente de acción de gracias. Terminó de rezar y me preguntó en voz baja, sin que yo le hubiera dicho ni una palabra:

—Usted dirá en qué puedo servirle.

Pero no esperó la respuesta. La inválida se había quedado en su carro cerca de nosotros y nos miraba con unos ojos que no tenían intención de apartarse.

—Venga usted, estaremos mejor en la sacristía.

Le di la carta. El cura miró el sello del Obispado estampado vivamente junto a las señas y abrió el sobre con sus dedos abrasados de nicotina. Cuando terminó de leer se soltó unos botones de la sotana y metió la carta en un bolsillo invisible. Me vino el temor de que este hombre fuera a seguir la cadena enviándome a otro. Pero no. Allí iba a hacer yo parada y fonda. Ahora sé muchas cosas del Cibao y de la Hispaniola. Para las fiestas de la Altagracia, de San Antonio y San Santiago hay vísperas que llaman noches de velación, donde se reza y se baila y se peca un poco. Se peca menos que en el vudú fronterizo, ¡Eh, eh! ¡Bomba, hen, hen! Si un ánima en pena anda por las yaguas de la techumbre hay que tiznar con carbón una cruz en el suelo. Si una tapia amenaza ruina la riegan con agua que haya servido en el bautismo de un primogénito. Conseguí las fórmulas de declararse los novios, las claves variables del toque de las campanas. Y un vocabulario con los nombres que les dan a esas cosas, que también allí son nombres del género femenino para la cosa del hombre y masculino para la cosa de la mujer…

—¿Ha tenido usted buenos sueños? —me preguntaba la criadita de la fonda cada mañana.

Empecé a ser un vecino del municipio. Seré franco. Empecé a ser uno de los notables, como el alcalde y el comandante de la Nacional, y había quien me daba por más instruido que el director del plantel escolar, por más virtuoso que el párroco. Mi aura venía del pueblo. La sentía a mi alrededor envolviéndome como una seda. Arrancó de un suceso del que no voy a gloriarme. Salvar a una criatura de una caballería desbocada y loca es un azar que sucede en una fracción de segundo, ya estuvo bien que una caterva de mujeres me alabara a coro. El día siguiente de aquello me llevaron una muchacha a la fonda. Llevaba la cara hinchada como de mil picaduras y algo opiné sobre el caso, incluso presté un poco de algodón del armario. Pero bien claro les dije que yo no era el doctor Levingstone. El médico del pueblo era un soltero viejo, comía en la fonda el sancocho invariable del mediodía y empezaba a mirarme con malos ojos. Empecé a conocer a la gente del pueblo, a algunos por sus nombres. Aprendí el nombre de Dolorita. Dolorita tenía su cochecito de inválida que subía y bajaba las cuestas, vencía las escaleras y los atrios, aparecía por las bocacalles más impensadas. A mí me admiraba su ubicuidad. Como un testigo silencioso que vigilara la vida del pueblo y los pensamientos.

—¿Ha tenido buenos sueños, doctor? —me preguntaba el señor Trino Marqués.

El señor Trino Marqués me pedía favores para la gente. Se había corrido la noticia de mis búsquedas y me traían figurillas de barro pintado, papeles impresos o manuscritos con historias de crímenes y oraciones, de la oración del Justo Juez llegué a tener una docena de copias. Pero se daba la casualidad de que traían también las partijas de una herencia. O dudas sobre la conveniencia de un matrimonio. Yo los escuchaba en mi cuarto. Escuchaba sin impacientarme. Solían entrar con reparo, a saber si ya habían estado para las varices. O venía una mujer sola, y hermosa…

Pero esto de la mujer sola y hermosa ocurrió solo una vez. Fue por la tarde. No supe si era del pueblo o forastera. Ni si venía de verdad a consultarme sobre su viudez atormentada por los espíritus o si sabía más de lo que le habían enseñado. El habla del Caribe puede hacerse muy dulce y líquida en los labios de una mujer que teme que las paredes oigan. Me hablaba muy de cerca. Era una tarde de viento sur. Me levanté y fui al armario y cogí un hervidor del instrumental que estaba en depósito. Preparé unos cafés instantáneos. Sin beber el café, ella empezó a besarme las manos. Nunca tuve una mujer que empezara con semejante trámite. Era una tarde caliente y cargada de electricidad y yo llevaba semanas sin casi acordarme del asunto… Cuando quedé a solas con mi conciencia, me asomé con cautela, y ni rastro de aquella mujer que no dejaba nada en mi vida, ni siquiera su nombre. La plaza estaba cuajada en la siesta total: solo el cochecito de Dolorita plantado de cara a mi balcón, y de pronto, girando, huyendo por la primera esquina.

No me quedé nada alegre. No era la consabida tristeza de después. Era como un deshonor profesional. Justo el día siguiente me avisaron de que venía a verme el padre Orlando, el párroco.

Me avisaban de todas las visitas, pero el cura ya estaba con sus grandes zapatones en el umbral de mi cuarto. Levanté los ojos y encontré unos pantalones grises y farfollones, una camisa también gris con un remate blanco y sobado. Apenas habíamos tenido relación desde el día de mi llegada, y bien poco se había molestado este padre Orlando por mis cosas.

—Quisiera hablar con usted —me dijo—, si no tiene mucha tarea.

Lo malo fue cuando corrigió o amplió su deseo:

—Quiero confesarme con usted.

—No comprendo —le dije, por no preguntarle si se había vuelto loco.

—No hablo de la confesión sacramental, por supuesto: usted habrá leído a san Agustín, lo que yo necesito es confesarme con un hombre.

Mandé subir una botella de ron. Al cabo de un par de horas la botella estaba casi vacía. El cura me hablaba con respeto. Es verdad que la barba me hacía más viejo.

Ahora debería marcharme de Encomienda, pero me demoraba; me halagaba aquella indecible atmósfera de prestigio que no había conocido en mi vida. Yo mismo empezaba a creer en mis fuerzas. Si tocaba con voluntad a un hombre o a una mujer, el tocado se encontraba mejor. Una mañana en que lo comprobaba junto al seto de un bohío con un viejo mestizo que llevaba semanas sin alcanzar una sola hora de sueño, me acordé de unas palabras de Zeffirelli sobre su película de Jesucristo:

«Cuando Él colocaba su mano en un hombro amigo, ese gesto era fatalmente un acto sagrado».

El libro de Zeffirelli lo tenía en la fonda, una de esas lecturas de aeropuerto que luego hay que abandonar para no recargar el equipaje.

«Si partía el pan, si Él acariciaba la cara de un niño, esas acciones eran además otra cosa…».

Empecé a estar inquieto por el día. A dormir mal por las noches. Decidí que hay cosas con las que es peligroso jugar. Ahora debía procurar que no se supiera mi marcha. El señor Trino Marqués me prometió, a regañadientes, que no saldría a despedirme ni siquiera a la puerta. Al amanecer de un jueves —mañana era el día del doctor Levingstone, eso me sirvió de consuelo— me vi esperando en la plaza el coche de línea que me llevaría a Santiago. Otros viajeros merodeaban alrededor del motor. Dictaminaban sobre las causas de que no respondiera.

—Será la electricidad del arranque, o la magneto —dijo alguno mirándome a mí, y yo me apresuré a decir que no entendía de mecánica.

Yo quería desentenderme. Me puse a ver unos papeles personales, mi anterior fotografía lampiña. Era una manera de no levantar los ojos, de evitar el encuentro con quienquiera que pudiese pedirme algo. Aunque mi asiento era numerado, tendría que viajar con un gallinero. Menos mal que parecían unas gallinas sanas. ¡Como si yo tuviera que responder de los animales de aquella tierra! Y una mujer algo india, con un niño demasiado grande en los brazos. Respiré cuando la oí que al niño lo tenía consentido, que no es que lo llevase al médico o al curandero…

Entonces apareció Dolorita por la calle que viene desde la iglesia. Venía hacia nosotros, a toda la velocidad de su cochecito «todo terreno». Los brazos de Dolorita han echado musculatura, lo único en Dolorita que no sea femenino y suave como una rosa. Esta vez el artefacto estaba más brillante que nunca, adornado el manillar con unas flores de plástico. Se acercaba: Dolorita, que tantas veces me había seguido, o esperado, y que en todo aquel tiempo no me había pedido nada. El autobús seguía sin arrancar y habían cesado sus conatos breves y roncos. Todos dejaron la mecánica y estaban pendientes de nosotros dos cuando ella llegó delante de mí. Dolorita me miraba, me miraba; yo no sabía para dónde mirar; el mecánico tenía en la mano un puñado de hilas grasientas pero no le importaba su máquina. Toda la creación se detuvo, incluso los pájaros de la plaza. La inválida no dijo nada. Yo escuché una voz interior, sin acertar si me soplaba el espíritu de Dios o si estaba tentándome aquel que en una altura le propuso a Dios no sé cuántos dominios. De todos modos, alargué mi brazo con lentitud, extendí la mano, estaba empezando a acercar mi rostro profético con la esperanza y el temor horrible del prodigio. Entonces el motor de la guagua se echó a girar con estruendo y la pausa sagrada se deshizo en pedazos. Rápidos y egoístas nos subimos los viajeros al coche. Mi boleto era de preferente y el cobrador corrió la mampara que me aislaba del paisanaje y de las gallinas.