Teoría y práctica de las islas

En Palencia hay poetas muy buenos, de lo más sano de España. Como se apegan al interior, resultaba extraño encontrar a Longinos Cervera en San Juan de Puerto Rico, con un saco de tela marinera al hombro. Parecía enfermo, miraba nervioso para todas partes, como si llevara encima un secreto.

—No aguanto más, quiero volver para allá y andar por una carretera de tierra firme hasta deshacerme los pies.

—Dime si necesitas algo —dijo el otro con precaución, porque los de Palencia son muy suyos.

—Acabo de desembarcar del Liberty —dijo Cervera— y ya no sé si anduve por el mar dos semanas o tres semanas, o muchas semanas idénticas.

El poeta Cervera había llegado a Puerto Rico algún tiempo atrás, llamado por un editor que preparaba una enciclopedia. Fue bajarse del avión y enterarse de que al editor lo habían enterrado aquella misma mañana. Vio a la viuda y ella dijo que cerraba el negocio de libros. Cervera fue al banco, traía una carta de España para el director. Debía de ser una carta influyente y Cervera se vio comiendo en un restaurante de lujo. El director del banco llevó también a comer a un griego.

—Estuve despistado cuando me presentaron a aquel señor insignificante. Era un jefazo de la Livanis, habrás oído hablar de la Compañía marítima.

—Naturalmente —dijo el otro.

—En la sobremesa resultó que el señor Tasos Karamanos era de la isla de Andros. ¿A ti te llaman las islas?

Cervera no esperó la respuesta.

—Yo creo que dejé los curas porque me pasaba el tiempo soñando con las islas. Hay que ver lo que son las islas si un chico las piensa en un pueblo de adobe…

»El señor Karamanos me escuchaba. Por no hablar mucho de mí mismo saqué a relucir a Cortázar, ese cuento que se llama “La isla a mediodía”. Un camarero de un avión ve una isla por la ventanilla y la vuelve a ver en el vuelo siguiente a la misma hora, y en todos los vuelos, una isla que ni se nota en el mapa, y el camarero termina enamorándose de la isla hasta llegar a un final atroz… Al señor Karamanos le gustó la historia, ahí fue donde empezamos a congeniar. El director del banco dijo que yo había tenido premios como poeta. “¿De verdad es usted poeta?”, me dijo Karamanos. Y nos vimos hablando de poesía. A él le llegan de vez en cuando libros y revistas de Grecia. Yo le hablé de Varnalis. De la poesía social y la poesía de la resistencia. Él abría unos ojos como platos. Salió el nombre de Yannis Ritsos y le recité la traducción de unos versos: “Dos años enteros hemos sufrido por la sequía / ni una hoja verde ni un pájaro, / ni un saltamontes de Beocia…”. El griego tiene algún cargo en la Comunidad Ortodoxa de Venezuela, porque él vive en La Guaira parte del año. Estaría bueno, Longinos, que te vieras invitado a una tournée, como los poetas de Cultura Hispánica. Lo que me propuso fue un viaje por las Pequeñas Antillas. “Y más de un viaje, para que cumpla usted esa ilusión por las islas…”. Me dijo que podía enrolarme de bibliotecario en el Liberty. Yo le dije que estaba libre por varios meses. Se lo dije cegado, como si llegas con hambre a un restaurante y de cara te lanzas a pedir demasiados platos.

»Como si vas con una para toda la noche y luego te pesa», pensó el otro. Pero no se atrevió a decirlo.

—Todos los cruceros son idénticos. Los lunes está la llegada de los pasajeros; los ves subir contentos por una escala, se retratan junto a las azafatas del barco. Luego viene la bienvenida, pero esto es ya sobre alfombras con oficiales de punta en blanco. De repente todos quieren saberlo todo. La clientela se repite mucho. Siempre hay una señora mayor que comparte el camarote con un sobrino, hacendados de Puerto Rico o de Venezuela, los yanquis. Y los mexicanos encabezados por un gracioso, eso no falla. El martes es la cena de gala del capitán, el miércoles es la cena francesa, el jueves la noche de las damas, el viernes toca la gran parada del Carnaval, el sábado la fiesta del pijama. El domingo hay pasajeros que odian a otros pasajeros y son fielmente correspondidos, pero el lunes se renueva la población y embarca una señora con su sobrino y secretario, todo igual y lo mismo.

»Lo de la biblioteca era un decir, un puñado de novelas y poco más. Eso no era un trabajo. Era como si el griego me hubiera dado una pensión con delicadeza. Cinco comidas al día. Pero yo vivía con el ansia de las islas. Madrugaba y subía a cubierta a ver cómo nos acercábamos, “la isla del día”. A veces era una isla por la mañana y otra por la tarde. Ahí tienes, poeta, lo que metías en tus poemas, que siempre aparecía una ínsula. Con sus playas de arena fina cuajada de palmeras, las colinas tan suaves de orquídeas, el mercado con los mismos olores que en una novela de Carpentier.

»Al cabo de unas vueltas a la noria, yo sabía adivinar que estábamos llegando a San Martín; sabía que después de la Martinica vendría Santa Lucía, y que la costa de Antigua era cuando habíamos dejado atrás las torrenteras que cortan la vegetación de Barbados. De la tripulación yo era el primero en bajar a tierra, cuando ya no quedaban pasajeros en la cubierta. Unos decían la cubierta y otros el puente. A lo mejor tú entiendes de cosas del mar.

—No mucho —dijo el otro—, pero qué más da ese nombre o aquél.

—A bordo me admiraba la precisión de las cosas del mar. Quise comprobar eso de la eslora. Los 600 pies de eslora que dicen los folletos del Liberty. En el diccionario la eslora es una longitud que va desde el codaste a la roda. En codaste se aludía a la quilla. Desde la quilla te mandaban al armazón. Un marinero portugués me dijo que la eslora es lo que uno puede pasear todo para delante por la cubierta principal.

»Pero no me paré a medirla. Casi estábamos atracando en Fort-de-France. Una vez más en Fort-de-France, y los mismos golfillos con sus cuerpos negros y desnudos, nadando a babor y a estribor y por el aire las monedas que les tiran los turistas. En Fort-de-France me reconocían los libreros. En Saint John’s me saludaba el guardia de la circulación del cruce saliendo del puerto. Un pañuelo de seda que decía Nostalgie estaba secándose en un corredor en una isla y a la semana siguiente en el mismo corredor estaba secándose el mismo pañuelo…

»Yo no me cansaba de la noria. Se me habían presentado unos dolores de cabeza, a veces eran mareos y zumbidos en los oídos, pero el médico del barco me daba un vistazo, no es nada, eso es del navegar y se le quita con la costumbre. De manera que a estas horas seguiría en las islas, si no hubiera sido por la isla de St. Thomas…

»En la capital de St. Thomas hay buen comercio, aunque la isla es de las más pequeñas. Precisamente quería yo comprar un tintero. El Liberty es un barco capaz para mil almas y lleva tiendas, allí puedes comprar cualquier cosa, pero no se te ocurra pedir un tintero. Luego, ya en las calles de Charlotte Amélie, los comerciantes me animaban a que comprase un bolígrafo de lujo. Pero yo no quería un bolígrafo. Tintero para la estilográfica, mejor si era de azul-negra fija. Para la estilográfica tenían cartuchos, como si la pluma fuese una escopeta. No, gracias, tinta para cargar la pluma como se hizo siempre, tin-te-ro…

Era en un bar abierto sobre la playa puertorriqueña y tranquila. Los changos son unos pájaros familiares que van de mesa en mesa picoteando en los restos de los cócteles abandonados, y se emborrachan. El otro se distrajo mirándolos, si uno se fija los changos son unos pájaros listos que huyen de los camareros viejos.

—¿Me sigues lo que estoy diciendo? Cada cual tiene sus manías para escribir. Y además no lo cuento por el tintero. Es que todo empezó en St. Thomas, cuando volvíamos al barco con la excursión.

»Yo iba al lado del chófer, como siempre. El hombre me lo avisó a mí, que nos habíamos quedado sin frenos, y el bicho aquel embalándose cuesta abajo hacia el mar. Algunos pasajeros empezaron a sospechar y se oyó el cacareo de las mujeres. El negro sonreía con toda su dentadura. Yo lo conocía de otras veces y parecía un buen mecánico. Al final de la colina hubo ciclistas que se subían a las aceras, peatones que nos amenazaban a los viajeros del autocar desbocado en lugar de compadecernos, menos mal que en las islas hay pocos coches. El negro metió las marchas más cortas, pero solo nos paró un paredón cuando ya entrábamos en el puerto. El negro besó el Corazón de María del parabrisas. Lo que a mí me asustó no fue el golpe de la cabeza, el médico del barco no me vio más que un poco de insolación. Fue la rapidez endiablada con que nos acercábamos al borde del mar. O sea, a ver si te lo puedo explicar, porque aquí está el nudo de la historia: como si más que ir nosotros echando centellas la tierra fuese mermando y se quedara más corta de lo que ponen los mapas.

Cervera levantó y posó la copa con precaución. Estiraba una pierna y nerviosamente la recogía como si quisiera ocupar poco sitio.

—Aquello cambió las cosas. Porque cómo podría seguir tranquilo, dime tú, ahora que sospechaba lo que les pasa a las islas.

»El médico no tenía aparatos. Ahora salió con que acaso fuera algo más que una insolación. Empecé a tomar pastillas para los nervios. Me quedaba en el puerto donde hacíamos escala, cuando antes aprovechaba los autocares de la excursión por el territorio. Curioseaba en las tiendas menos alejadas de las aduanas, bebía a solas en alguna taberna de marineros. A veces me animaba y echaba a andar isla adelante. Pero pronto me entraba el miedo de pasarme, de llegar a la esquina y encontrarme con el final a pico de la tierra.

»Entonces volvía al barco, que se quedaba casi despoblado. El barco era mi casa. “Tu casa es tu castillo”. ¡Valiente castillo! Una de estas mañanas se me ocurrió medir con mis pasos el largo de la cubierta del Liberty. Es menos de lo que dice la propaganda. Las mañanas siguientes volví a hacerlo y cada vez me iban saliendo menos pasos… Ahora tengo la seguridad de que los barcos y las islas encogen. Tú me crees, ¿verdad?

—Naturalmente, Longinos, cómo no voy a creerte.

En estos climas da pereza cavilar. Y además, qué voy a saber yo, si también soy de tierra adentro.