El vuelo

El pasajero recibió la sonrisa de la azafata y la oferta neutral de los periódicos de la mañana. Era un suscriptor fiel. Tomó el mismo periódico de cada día, el que ojeaba en su despacho y luego leía en casa pausadamente, en las tardes hechas de conformidad y deber cumplido. Comprobó el cinturón de seguridad. Los asientos de primera clase son amplios, nunca había viajado en la primera clase de un avión. El vecino de al lado era una pasajera. Ella prefirió una revista de colores. Ofrecieron champán.

—¿Señor?

El pasajero sintió en la garganta el deseo de la bebida fría, y más abajo, en otra región de su cuerpo, la sensación de un aviso borroso.

—No, gracias. Si pudiera ser una taza de té. Con un poco de limón.

Su diario era el más cómodo de manejar. Estaban las fotografías de la actualidad en las páginas de color sepia, el anuncio de una subasta de arte, por qué habrá siempre un cuadro de monaguillos en las subastas de arte y una escultura de Hugué. Barajas había quedado atrás, abajo. El aparato se había instalado en el aire, con ese zumbido de normalidad que envuelve como una seda —él sentía la seda— a los pasajeros de los aviones. Todo aquello era nuevo en su vida. No era la primera vez que en su lugar de trabajo se distraía escribiendo sobre temas de su profesión, ni su única colaboración en el Anuario de Derecho Civil. La invitación sí había sido una sorpresa, la mayor satisfacción (después de ganar las oposiciones), salvo las ocasiones familiares, por supuesto, la previsible felicidad de la boda (que, a veces, recordaba como en un álbum), el nacimiento de la niña y de los gemelos. Mira qué bien les sienta a los niños, el té con limón te digo que es mano de santo. Y por supuesto, el honor del cargo, sentido como una túnica sobre los hombros. Estaban los titulares en las páginas de tipografía, las cartas de los lectores, los artículos de opinión.

—Pardon, monsieur, ¿le molestará si fumo un cigarrillo?

La pasajera tenía la revista entre sus manos cuidadas, se la veía ojearla de tiempo en tiempo, con dejadez.

—No me molesta, por favor —animó el pasajero a la pasajera, que ya tenía el paquete de cigarrillos y el encendedor encima de la mesita extendida.

La pasajera tomó el paquete, hizo un gesto mínimo de ofrecimiento.

—Se lo agradezco —dijo él—, pero yo lo he dejado hace tiempo.

La pasajera se dio fuego:

—Ésa es una medida… bien sage –debía de ser francesa, alternaba el francés con un español discreto.

Debería sentirse a gusto. El hombre se sentía casi a gusto, en la mañana de nubes soleadas que flotaban como algodones junto al cristal inmediato. Solo aquella aprensión, la desazón de verse con el paso cortado, de que en una necesidad urgente no pudiera salir a tiempo. Como en el trance de los exámenes. Ahora examinaba (interrogaba) él a los demás, conocía la palidez, el disimulado temblor, el sudor en los rostros y las manos de quienes llegaban emplazados ante su autoridad, incluso los inocentes. Sobre todo los inocentes. A él no le había gustado, nunca, entrar en un sitio sin mirar si se puede salir.

—Perdón, señora, quizá prefiera usted la ventanilla —como si fuera un gesto galante.

—Oh, no, monsieur, he hecho el viaje muchas veces.

El pasajero volvió a su diario, con un rubor como de haber sido desairado en un baile. Las noticias nacionales, por supuesto. Internacional. Le gustaba darle una pasada al periódico entero, en espera de volver sobre sus pasos y detenerse bajo la promesa de un título, sobre una firma de la Real Academia.

—A no ser, monsieur, que usted necesite el pasillo… Si usted se marea o se encuentra mal.

—Nada de eso, afortunadamente. El vuelo no es largo —se tranquilizaba a sí mismo—, sin darnos cuenta estaremos viendo la torre Eiffel.

—Et bien… —dijo la pasajera—, yo no recuerdo haber visto desde los aviones la torre Eiffel —con un gesto de la mano aludió al compartimiento de primera—: Al cabo del tiempo, n’est-cepas, una tiene la sensación de que conoce las corbatas, los mismos bolsos de Chanel o de Gucci. Juraría que usted es nuevo. La Communauté?

Él pensó en el nudo de su corbata, como si lo estuviera componiendo frente a la luna del armario. Se había acostumbrado a la corbata negra y a veces se olvidaba de cambiarla después de quitarse la toga. Esta vez la corbata era azul, azul marino, la que le habían dicho en casa, te va muy bien con el traje oscuro de rayas.

—La verdad es que no viajo mucho, quiero decir, por el extranjero.

—Cada vez es menos el extranjero. ¿Le esperan a usted en París? —la mujer miró su reloj, que parecía a juego con el encendedor—. Hemos despegado con retraso.

—¿En París? No, yo sigo viaje a Estrasburgo.

—¡Ah! —la mujer pareció divertida—. Todos viajamos mucho a Estrasburgo.

—¿Usted también hace el transbordo en París?

—Oh, no. Era una manera de hablar. Pero es verdad que todos viajamos a Estrasburgo, a Bruselas, a Luxemburgo. ¿Está usted en la política?

—Voy invitado por los juristas. Una conferencia un poco técnica, el Derecho matrimonial.

—Divorcios y eso, n’est-ce pas?

—Pero yo no soy, como si dijéramos, un estudioso. Escribí unos artículos, más bien por afición. Yo vivo en una pequeña ciudad, mi función es la de magistrado.

—¿Un juez?

—Sí, eso es.

—Es usted muy… no quisiera halagarle. ¿lnteresante? Para ser un juez. No será usted de esos jueces que meten en la cárcel a las parejas que se acarician —otra vez miró la pasajera su reloj—. Han suprimido vuelos, la grève, ya sabe usted, prepárese para esperar unas horas.

El juez miró de lado a su compañera de viaje, sin severidad. Era desenvuelta y hermosa, una mujer de lujo.

—Los jueces aplicamos la Ley.

—À la lettre?

—Bueno, prefiero decir que la interpretamos. Tengo fe en la creación judicial del Derecho.

Entonces se encontró incómodo, con la impresión de haber hablado fuera de lugar.

—Eso es bonito. No lo entiendo del todo, pero me gusta.

Había tratado a pocas mujeres así. A pocas mujeres, en realidad. Le pareció que la mujer se le había acercado un poco, y todo en ella era satinado, perfumado, probablemente muy caro.

Entonces, sin saber claramente el motivo, se alegró porque la pasajera no le incumbía. No era su jurisdicción. La usuaria de la compañía de aviación podía hacer lo que fuera, por ejemplo, abrirse aún más el escote lateral por donde se le iba a escapar un pecho al menor movimiento. Como si quería quedarse in puris naturalibus, él no tendría ninguna diligencia que cumplir. Pero también, si él hiciera algo (aunque qué podría hacer él), sería el acto de un ciudadano corriente, no de un juez. Se relajó en la butaca, alejadas sus aprensiones. El camino hacia los lavabos, en el peor de los casos, tampoco es que fuera para tanto. «Permítame, señora», o en francés incluso se lo diría, «Excusez—moi, madame», sin precipitarse, qué ocurrencia el atracón de fresas tempranas marchando de viaje.

Dedicó un rato a los sucesos, a las esquelas. Algunos anuncios por palabras. Ahora faltaba la tercera. Un buen lector del periódico (no hace falta decir la página tercera) sabe que está al principio pero se deja para el final. El articulista, esta vez, hablaba del culpable y de la culpa, de la tolerancia… En el pequeño recinto había una brisa que se había vuelto excesiva, la pasajera debía de saberse todos los trucos y alzó el brazo suave, con la sisa de lado, hasta los mandos que graduaban el aire… Los articulistas suelen adornar sus artículos con alguna cita de los poetas. La cita estaba allí. El lector parpadeó, como herido por una luz repentina:

—Par délicatesse…

Sin voz, sus labios formaban las palabras:

—Par délicatesse, j’ai perdu ma vie.

Tan pocas y tan eficaces, las palabras. No importaba por dónde hubieran venido a cuento. La cita brillaba entre el realce de las comillas, como una banderita de seda clavada en un mapa. «Par délicatesse, j’ai perdu ma vie». Como si los versos de Rimbaud hubieran sido traídos nada más que para dejar al viajero un recado personal, un recuerdo, a diez mil metros por encima de la vida corriente.

O sea, como si Julia hubiera entrado por el pasillo alfombrado, qué vestido llevaría Julia ahora, si viajara en aquel avión a París. Las primeras medias de cristal, estiradas bajo la falda plisada, el abrigo de paño azul de Julia que aquel año le habían dado la vuelta. Pero qué habría sido de Julia, tan diferente de todas. Se volvieron a ver unos años después, cuando ya los dos caminos se habían alejado cada cual por su lado. Fue en Madrid, en un café de gente de paso. Él y sus primeras canas, «¡pero si te pareces a Spencer Tracy!», Julia con su pequeña sonrisa amarga. De Madrid salen los trenes y los autobuses con prisa. Se miraban sin palabras y de pronto rompieron a hablar como si el mundo fuera a acabarse. «Yo te deseaba mucho, Julia». «Yo también a ti, acuérdate de aquella vez en las cuevas, a poco que hubieras insistido». «¡Pero tú llorabas, Julia!». «A poco que hubieras insistido». Los dos se habían recitado (murmurado) la canción de la Torre Más Alta en los pasillos del instituto, en los soportales del poblachón que vivía con mil ojos para meterse en lo que no le importaba. Ella y él, torpes y cohibidos para los gestos del amor, ensayando la traducción, «Ah que llegue el tiempo / de amar como el fuego. / Juventud ociosa / de todo cautiva, / por delicadeza / yo perdí mi vida». Pero era inútil, la poesía pedía sus palabras únicas, «Oisive jeunesse a tout asservie, par délicatesse j’ai perdu ma vie». «J’ai perdu ma vie». Y qué pasaría ahora en su vida, si Julia fuera en este avión a París…

El periódico lo abandonó en la rejilla. Miró hacia fuera por el cristal. El aparato se perdía en un montón de nubes, durante un tiempo viajaba ciego y luego salía a cielo limpio marchando con firmeza hacia su destino marcado. Vinieron con otra ronda, como en una fiesta. Naranjada que la pasajera de al lado (podía llamarse Chantal) pidió completar con un chorrito de vodka…

Whisky, gin–tonic, lo que usted prefiera, señor.

Y por qué no. El vuelo seguía. Los movimientos y las conversaciones se animaban. La tierra parecía cada vez más ajena, costaba imaginar que abajo hubiera plazas de pueblo, carreteras comarcales para pasear con los notables.

La pasajera se levantó —esta vez de cuerpo entero— y definitivamente tenía un cuerpo esbelto, flexible como en un anuncio fugaz. Volvió de retocarse y traía un aire de libertad contagiosa, la boca franca y saludable. Estamos aproximándonos a Orly, «Messieurs lespassagers, Ladies and Gentlemen…», todavía hablaron de cosas, el retraso de los aviones y la météo. La mujer le dijo al hombre derechamente:

—Yo estoy sola y tengo unas horas libres. ¿Quiere usted descansar en mi apartamento en Neuilly?