Los ojos luminosos

Fue en Brasil, en el mato. ¡Por qué laberintos puede llegar uno a los rincones de la tierra! A mí me habló de Lêdo Ivo un librero de Recife. Luego, en Río, dudoso de si aquella parte correspondía a Flamengo o a Botafogo, busqué la casa y fui recibido con circunspección, por no decir que con recelo. Ivo trataba de examinarme, para ver si la visita valía la pena; el escritor anda por una edad en que el tiempo empieza a ser un tesoro. Las cosas fueron bien, porque al poco rato me dijo que iba a tomar un baño y me dejó en el salón con sus libros. La mañana carioca entraba en oleadas por la cristalera abierta de la terraza. Era estar en la intimidad de uno de los grandes de la literatura brasileña, mientras afuera vibraba y zumbaba la capital más viva del mundo. Volvió Ivo y me animó a que me quedase a comer:

—Tengo un poco de ensalada, señor Lêdo, y queda un huevo en toda la casa —dijo una criadita. Le vi una mueca divertida, un poco insolente.

Lêdo Ivo estaba impaciente por que yo le contase; todo lo preguntaba con palabras pero también con los ojos y las manos nerviosas. «¿Y pan?», interrogó distraídamente a la muchacha.

—¡Tengo pan! —declaró la chica, como si le fastidiara que el desastre no fuese completo.

El señor de la casa sentenció que el huevo sería para el invitado, y la ensalada para los dos. Era un día en que todo estaba preparado para marchar al campo. Allí, en el campo, podría darme mejor hospitalidad si gustaba de pasar el fin de semana. En el coche de Ivo empezamos a dejar el mar a nuestras espaldas, a meternos en el interior. Rodábamos por la gran estrada, y llegamos a un punto en que las nieblas alternaban con ráfagas de un sol plateado en las estribaciones de la montaña.

Así fue como me vi en el mato. O mato do Brasil. A mí me sonaba a un enredo de plantas y animales donde todo es mucho, donde todo es grande. Cuando dejamos la general y entramos en las carreteras comarcales, las ramas venían hasta las ventanillas del coche como si quisieran sofocarnos con su abrazo. Algo había oído yo del sipómatador, que ahoga lentamente a sus víctimas y se le llama la liana asesina…

En medio de aquel hervor nos estaba esperando Sítio Sao Joao.

—No es gran cosa —dijo Ivo—, y dijo no sé cuántas hectáreas.

Cruzamos el portón. Sobre la grava del camino privado, o carro avanzaba con esa majestad que adquieren los coches grandes al entrar en una hacienda prestigiosa. Unos perros se acercaron a oler obsequiosamente a su amo, a amenazar al intruso.

—¡Quieta, Helena! ¡Aquí, Menelao!

Vinieron los guardas, o caseros, si es que no se dice los moradores. Uno de ellos es hombre de 35 o 40 años que sonríe bajo un bigote arrogante y lleva botas de montar, sombrero amplio con cordón de barbuquejo cerrado por un broche de plata. Viene una criada preta, no muy bella de cara pero con un cuerpo armonioso.

—Si trae sed le puedo servir una bebida fresca al señor.

Dijo que iba a enseñarme mi habitación. Ella marchaba delante. Su andar no era indecente, probablemente andaría así para ir a los recados o al paseo, incluso para la misa, pero las brasileñas no saben moverse sin decir cosas con el cuerpo… Recorrimos estancias, galerías, con algún escalón que le daba gracia a la casa. Llegamos al cuarto de huéspedes y la chica se inclinó, de espaldas a mí, y destapó el embozo de la cama preparándolo para la noche.

—Si el señor necesita algo no tiene más que pedirlo.

Abrió el armarito del baño y me enseñó ese lugar donde nosotros solemos tener las aspirinas, la sal de frutas… Había unos frascos con sus etiquetas. Eran antídotos: contra las mordeduras traidoras; contra el veneno de las lenguas largas y reptantes. Suele decirse un sudor frío y yo sentí un miedo ruboroso, el reproche por haberme entusiasmado demasiado pronto con aquella aventura exótica —en algún momento me había venido la idea de estar viviendo una escena de telefilme…

Iba vencida la tarde cuando me vi sentado con Ivo en un banco de piedra fresca, en el terreiro o plazoleta de la finca. Él mismo me había dicho que anduviera a mi aire. Anduve los paseos cuidados, que alternaban con sendas mullidas por las hojas caídas del eucalipto. Era un terreno doméstico, pero yo me había hecho con un palo, como un bastón con el que jugar, y en las hojas amontonadas del suelo tanteaba con precaución, también con el secreto deseo de que si había algo no llegara a encontrarlo… En las cuadras asomaba la cabeza de un buen caballo, había establos con cerdos.

—A algún cerdito o a algún potrillo que nazca le pondremos el nombre de usted —prometió ahora el dueño, para obsequiarme.

Yo preferí un potrillo. Tampoco me hubiera deshonrado que un marranín gracioso llevara mi nombre en un lugar donde han crecido y engordado Murilos y Haroldos, quizá algún Arthur, porque allí se quiere mucho a Rimbaud.

Ivo propuso que bebiéramos algo. Comprendí que no aludía a tomar un refresco, más bien a ese trance ritual que ocurre entre dos hombres cuando se ponen a hablar de las cosas más verdaderas. No es que estuviera mal una botella de tinto, eso fue lo que eligió el patrón de la casa. Era un vino de Chile que habría viajado a través de los Andes. Pregunté por las bebidas del país, y el nordestino que es Lêdo Ivo mandó a buscar para mí una garrafilla traída de su estado de Alagoas.

—Es una buena cachaça —me dijo—; si usted no la ha bebido nunca cuide de no quemarse la lengua.

A veces basta beber muy poco. Había sido un sorbo y ya un fuego extendido y tolerable remoloneaba en mi paladar. A lo mejor el mundo estaba bien hecho. No siempre se bebe con alguien que sabe escuchar y merece ser escuchado. El poeta es un hombre de complexión recia, de mirar de vigía. Pero me importaba sobre todo su voz cuando se puso a predicar su Elegía didáctica en aquel monte de las bienaventuranzas naturales. Noté que aumentaba mi percepción de las cosas. Al bosque le llaman la floresta, es un nombre tranquilizador, pero modesto para aquellas formas góticas y rezumantes de humedad cálida que parecían rozar con el cielo. Enfrente de nosotros había como tupidos muros catedralicios donde la piedra fuera usurpada por las ramas entrelazadas del pangelín y el ficus, por las maderas incorruptibles del cedro, el llamear del flamboyán. Había bóvedas resonantes, y mis ojos descubrían los tubos de órganos gigantescos aunque no se oyeran fugas de Bach, sino la salmodia casi gregoriana, que ahora recuerdo en mi lengua: «Piensa en la lluvia cayendo sobre los huertos hipotecados, y en los frutos de las granjas tocados por la euforia del sol del verano…». Cuando insistí en el aguardiente, se confirmó la agudeza de mi mirada. La luz natural se había ido quedando en un rescoldo. ¿Por dónde iba el sol, qué había más allá del bosque, qué hombres penaban y amaban del otro lado del verdor? «Piensa en los caminos intransitables, cerrados a la promesa de los viajes y en los hombres y las mujeres que van a morir escuchando los vientos». Fue vano mi intento de pensar en un mapa. La precisión con que mis ojos advertían los nervios de una hoja, el cráter de un hormiguero, las rendijas de una estaca clavada a bastantes pasos, chocaba con mi torpeza para representarme un más allá del mundo inmediato… Cayó la noche del trópico casi de repente, como cae el telón a la terminación del espectáculo. Luego fue un silencio como no he conocido nunca. Lêdo había cerrado el chorro lento de sus versos, debía de estar en una de esas meditaciones que acontecen de vez en cuando, y yo me sentía solo frente al misterio total.

Entonces ocurrió lo de los focos brillantes. Eran ojos. Eran inesquivables. Si yo cambiaba la dirección de la mirada allí me esperaban otros ojos iguales, como si ellos se hubieran desplazado a la misma velocidad que mi designio. Iba a hablarlo con mi compañero. Advertí con temor que se había ausentado de veras, sin hacer ningún ruido. Los ojos estaban derechamente frente a los míos y ya no había catedral gótica ni nada, sino la presencia negra de la selva.

Fue, pero con más fuerza, aquella aprensión ominosa que quería arruinarme la fiesta. Yo no había pensado en el nombre portugués, o sea, brasileño, de la que todos evitan nombrar. Un día me las enseñaron vivas y coleando en un criadero: la de cascabel (Crotalus terrificus); la jararaca, que por donde se arrastra va llevando el espanto; la sururucu gigantesca, si se puede llamar gigante a lo que no se alza del suelo… Me levanté de mi asiento tiritando. Retrocedí unos pasos sin atreverme a volver la espalda. Luego giré en redondo y eché a correr hacia la casa iluminada, con corto escándalo de los perros.

Cenamos (una mesa nutrida, esta vez sí), tomamos tazas de café, Lêdo hablaba y sabía colocar esas pausas de los conversadores inteligentes. A veces me miraba con sus ojos picassianos, cuando yo caía en la preocupación o el desánimo. Me preguntó si estaba cansado… Mi habitación quedaba un poco aislada, en el otro extremo de la casa, y al retirarnos el anfitrión me condujo por los pasillos temerosos, un poco adelantado para ir dándole a los interruptores de la luz.

—En esta alcoba —me dijo—, en la misma cama de casal donde va a dormir usted, tiene dormido o Cabral de Melo Neto.

Luego, entre bromas y veras, que me iba a dejar a mano en la mesilla de noche la garrafinha de Alagoas por si quería librarme de los fantasmas. Como hacen los sertanejos.

El catre histórico era un honor pero sentí nostalgia de mi casa, que si no tiene flamboyanes tampoco la acechan sorpresas… Me metí entre las sábanas sin desnudarme del todo. Por los cristales del balcón se presentía como un asedio. Seguro que había una persiana que pudiera bajarse, una cortina piadosa, pero a ver quién se levantaba y andaba aquella distancia desde la cama. Entonces alargué el brazo, tanteé en la oscuridad, alcancé la botella. Es verdad que a los primeros sorbos aparecieron, tercos y brillantes, pero la pronta insistencia en el elixir me puso al borde del sueño y en seguida en el sueño profundo…

Ahora me alegro de haber escuchado el consejo, «Si por casualidad viera usted alguna, no lo crea… o cálleselo». Alguna, o los ojos de alguna. Tampoco yo pronunciaré su nombre.