Si me lees te leo

Era la plenitud del verano en el hemisferio austral. En su casa de la larga calle Maipú —unos edificios más y sería el número 1000…— habíamos tenido un frescor de persianas, el aire acondicionado. Ahora estábamos sentados el uno enfrente del otro, él inquietándome con sus grises ojos parados, mientras la camarera o mesera nos servía unos vasos altos y frescos de zumo de pomelo, en una confitería de la calle Florida.

«Aquí», dijo él, «una confitería puede ser desde luego una confitería, pero también un bar, una cafetería, un pequeño teatro, o acaso un salón de baile. ¿Sigue habiendo en España buenas confiterías, de las de ustedes?».

Yo apenas hablaba, estaba recogido y ansioso por escuchar aquella voz opaca, y sin embargo cálida. Le oí seguir:

«Sí, yo conservo bien la memoria, pero no retengo la cronología de los sucesos. Ahora he viajado a varias ciudades japonesas, las recuerdo claramente, pero no sabría decir en qué orden las recorrí… ¿Conocía usted Buenos Aires? Ya ve, ha venido cuando es pleno invierno en su país y aquí estamos pasando una ola de calor insufrible…». Alcanzó el vaso sin vacilar. «He entregado a mi editor un cuento. No le referiré el argumento. Se trata de un sueño que tuve en Norteamérica. Pienso que es vano gastar muchas páginas en una idea cuya perfecta exposición cabe en pocos minutos. Pero acaso esto sea por mi pereza. Sí, los relatos de Kipling más breves, los más directos, postulan la perfección. Yo nunca he sido un gran lector de novelas. Conrad, Dickens, Tolstoi. Cervantes, por supuesto… Mi pereza, le decía, y también la obligada sumisión a los otros. No le haré declaraciones tediosas, pero carezco de medios para permitirme un secretario a quien dictar. ¿Podrían traerme un poco más de hielo? El pomelo es refrescante, es muy lindo el nombre español de toronja. ¿Se recuerda en España a Cansinos–Assens? En todo caso, algo más que a Bartrina, verdad. Usted conoce, sin duda, el poemita de Bartrina donde el amante ve el techo de la alcoba reflejado en los ojos de la amada».

«Sí» (mentí): «como si se hubiera detenido el tiempo» (esas cosas se pueden decir de cualquier poema).

«El tiempo no se detiene nunca», sentenció el maestro con lejanía. «En un parque de Londres hay un reloj con esta inscripción terrible: It’s later than you think» (y yo traduje para mis adentros: «Es más tarde de lo que crees»), «siempre nos quedará obra por hacer, enigmas que descifrar… Esa joven que se ha acercado traía cierta fragancia, verdad… Sospecho el color de sus ojos pero sé con certeza que su vestido era amarillo o ámbar, a rayas muy anchas».

La chica se había acercado al maestro, con devoción. Era de Córdoba (de Argentina), era intérprete, dijo, de Arturo Capdevila. Cuando ella se alejaba, el maestro dijo que Capdevila era muy feo. Yo dije que entonces la intérprete no se parecía al autor. En realidad, yo apenas decía nada. Bueno, recuerdo que le hablé del verbofatigar.

«Ah, sí… No es un invento mío, eso de fatigar las aceras, fatigar las páginas de un libro», se excusó con vaga modestia. «Aspera Iuno… Usted recordará los versos de Virgilio…».

«Sí, claro» (pero no creo que lo engañase).

«Aspera Iuno, quae nunc fatigat metu mare, terrasque caelumque…».

En el local habían encendido las lámparas. Corteses —o entusiastas— saludadores se acercaban unos momentos, le estrechaban la mano, quizá se la apretaban con exceso y un repliegue crispado, una impaciencia casi dolorosa se marcaba en el tallado rostro. Pero pronto volvía a la serenidad y hablábamos. (Me hablaba). De países tan raros como Islandia. De escritores como De Quincey, Browning, Dante Gabriele Rossetti. Y, sobre todo, de sí mismo…

Hasta que otra vez nos vimos sobre el asfalto ardiente de la calle Florida, con mi promesa de devolverlo sano y salvo a su casa. Estaba hermosa y alta la noche del Río de la Plata. Él había recogido en el café o confitería su bastón chino nudoso, el otro apoyo era mi brazo. Con la avidez mimosa del convaleciente, paseaba su voz pródiga, fingidora de algunas vacilaciones. Habíamos cruzado Lavalle —«Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche»—; Tucumán —«El doctor Francisco Laprida asesinado por los montoneros de Aldao piensa antes de morir»—; habíamos vencido la razonable anchura de la avenida de Córdoba —en su inglés, tan sonoro, «I offer you lean streets, desperate sunsets, the moon of the ragged suburbs»—, cuando alejados de testigos en el laberinto del pasaje del Este, decidí que nos detuviéramos.

El recitante acusó con sobresalto la rebelión inesperada y brusca. Colearon apenas unas palabras de «El general Quiroga va en coche al muere».

Ya en silencio, me miró a su manera, preguntando.

No me di tiempo a formular —si me lees te leo— la ley sagrada de las tertulias de mi país. Eché mano al bolsillo de la americana y saqué mis versos, y con la desmesura del autodidacta cuando se suelta empecé por Memoria del viento y en mi voz debió de anunciarse la determinación de seguir y seguir, porque el ciego genial mostraba ahora la confusión de un niño perdido; tanto que, en una pausa, imploró que lo condujese hasta Maipú 994 donde había quedado en verse con Borges.