Cuando los violines invocaban al Destino (esas cosas de la música programática), filtrándose por entre los tapices que representaban escenas de Os Lusíadas, António B. enderezó con la puntera de su bota el tendido de los cables sobre la alfombra total.
—Tengo que ir un bocadinho al Sheraton, después iremos a la reunión con los compañeros —había dicho con sigilo, cuando nos encontramos en el café.
Sería estar entre camaradas.
—No, no, por la entrada de personal —corrigió cuando yo tiraba hacia las grandes puertas del hotel, guardadas por porteros de guante blanco.
Podría completar el nombre y apellidos de António B. sin que el personaje sea identificado más que por unos pocos eruditos. Sería inútil buscarlo por su nombre civil en las antologías, aunque no hay una donde no figuren sus versos. Los poetas portugueses nacen en feligresías apartadas, a veces cambian de nombre o se propagan como en los espejos haciéndose sucesivos poetas, cada uno con varios nombres… Este António B., ahora que estábamos en el salón ambientado por la música y los perfumes, puso en orden los cables y se subió a una escalerilla tapizada a juego con el salón del hotel. Sus manos un poco temblonas me señalaron una butaca.
Me acomodé en la butaca, todavía perplejo. Las manos de mi anfitrión (o lo que fuera) se hicieron más seguras y ensayaron el giro de la cabeza metálica del proyector de luces, como quien cumple un cometido sin entusiasmo, pero sin desdén… En el Sheraton de Lisboa se veían señoras con melenas de peluquería reciente, peinados de azabache, de platino fingido, caballeros que uno juraría haber visto en los anuncios de la televisión… Y el António B. alzado como un puño, como un cartel por encima de todos. Llevaba un jersey indiferente, de punto grueso que podía haber sido tejido en casa, un poco ancho de hombros para un cuerpo que se adivinaba ascético…
Lo primero fue una presentadora, ya con la sala oscurecida. Bajaron el volumen de la música. Entonces el hombre de las luces enfocó la aparición y todos vimos realzada la figura de la mujer. Se oyó la voz persuasiva de la mujer. Por entre las eses de un portugués amoroso se iba deduciendo que la moda última viene con mucho encanto; que no son tiempos de joyas de oro; se oía profetizar que el porvenir inmediato está en volúmenes de bisutería noble sobre telas glamurosas que huyen hacia delante sin renegar del pasado… Una luz blanca, impersonal, tachó la figura de la pitonisa. Miré para donde se encontraba el aparato y ya no pude más que intuir el bulto de quien lo gobernaba, como un poder en la sombra. Desde allí se dio la entrada a las modelos, con una ráfaga de fulgor apremiante. Una mujer alta y delgada con un traje o conjunto blanco, la chaqueta es recta y sin botones visibles, la falda también recta, el collar más los pendientes y las pulseras son de cuadros blancos y negros y todos estos complementos hacen juego, guantes de cuero blanco. Otra mujer alta y delgada trae chaqueta de rayas gruesas deportivas con una falda plisada y blanca, collar negro y blanco, hecho de triángulos colgantes, guantes blancos y cinturón casto de cuero blanco. Suavidad de angora promete el jersey descuidado por encima de los hombros con sus mangas anudadas delante del pecho, presto para calentar la joven camisa de seda blanca, todo esto en la tercera mujer, delgada y alta, pronto se vería que la cadencia es una mujer, otra mujer, otra mujer, sucesivos comandos de tres mujeres delgadas y altas con variaciones sobre un color dominante, que luego es destronado y sustituido por otro color dominante… Aquellas meditaciones preparatorias de los violines habían dado paso a un movimiento brioso donde entraban trompas, timbales, las luces giraban. Las criaturas selectísimas aparecían allá al fondo; por unos momentos se paran en la postura más cuajada de gracia, bajo el frenesí de los fotógrafos que derrochan sus flases. Luego avanzan hacia el estricto cauce de la pasarela y sus ropas toman un vaivén de roce, de ola, de invitación y ánimo. La racha cegadora de los rojos diversos, el tándem de los blusones con las faldas vaqueras. Un abrigo de lana de color cálido y recto y gracioso de hombros, sentirlo en una mujer compañera, en cualquier madrugada callejera y fresca… En el puesto de mando, el humo del tabaco —ahora que mis ojos se habían acostumbrado— hacía una aureola sobre aquella cabeza un poco anarquista, luego se alejaba del proyector. Las luces del proyector no solo ordenaban la rotación de aquel mundo, también lo examinaban y censuraban. Un vestido estampado, con sombrero de paja aldeana, le arrancó, lo afirmo, un destello de conformidad al operador. Un vestido en seda brillante con capelina rosa y azul fue fustigado con la ironía de unos haces parpadeantes, sospeché que el artista empezaba a impacientarse. Un bocadinho es un rato, más bien un ratito… En una taberna del barrio alto de Alfama nos estaba esperando el vino de la amistad. Yo la imaginaba una taberna cautelosa, todas las reuniones de los poetas portugueses tienen una grandeza clandestina y sectaria aunque solo se hable de octavas reales. Ahora se precipita la catarata (allegro vivace) donde ya no caben los trajes sport ni los de ir de compras a Marqués da Fronteira o a un almuerzo informal, todo quedaba proscrito salvo la apoteosis de la ropa de gala, capas fucsia sobre corpiños azul y plata, vestidos largos de otomán y lamé, y de guipure (subrayan los altavoces), al mezclador o mistificador de las luces se le exigía para el acorde final una lluvia de polvo de estrellas.
Llovió polvo de estrellas en el Sheraton.
Luego bajamos por la escalera de servicio y el António B. cobró desganadamente unos billetes eventuales, después de haber firmado en un papel amarillo, a saber con cuál de sus nombres. El coche lo tenía mal aparcado, un volkswagen viejo como de veinte años. Le costaba arrancar. Un periódico que estaba en el salpicadero era elJornal de letras, artes e ideias que aparece las tertças-feiras, y traía un poema de mi amigo dedicado al centenario de Marx.