Eras Eugenio Santallana, un nombre en el periódico más influyente. El periódico era tu casa: no hace mucho subías y bajabas de planta a planta, ordeñabas el café dudoso pero caliente de las máquinas automáticas, palmeabas a los compañeros. Regresar y que te paren en Recepción es como pleitear con tu mujer y que ella te trate de usted… En la sala de las visitas había ejemplares del periódico del día, que corre con abundancia por todas las dependencias, con un frescor que nunca conocerán los lectores de la calle. Lo ojeé y ni una línea de mi última crónica. Y eran ellos los que me habían mandado: «Una ciudad que celebra los 2000 años, un asunto a tu medida, Santallana, enviado especial».
Llegué a la ciudad y parecía los exteriores de una película histórica. Costaba trabajo descubrir las antenas, los aparatos del aire acondicionado. La A de la ciudad con hojas de roble lo llenaba todo; se veía en los carteles y en las camisetas, estaba sobre las aceras recién reparadas y en las envolturas de las cajas de mantecadas. Por menos de nada había recepciones, hermanamientos con otras ciudades, reparto de separatas. En algunos casos salía el Confalón. Yo no sabía lo que era el Confalón, pero la palabra sonaba como a tropa en uniforme de gala.
—El hotel principal está reservado para las embajadas extraordinarias, podemos darle otro alojamiento, en una casa particular.
Me dieron un boleto para una casa de dos plantas, situada en medio de caserones que fueron palacios. Entonces conocí a Marianita. Es como si fuera ella mi patrona, porque la madre estaba inválida y no contaba para nada. Me dan pereza los retratos. Marianita era una chica joven y monilla, una de esas caras que dicen de Virgen. Andaba un poco encogida, entrepechada. Me pareció que si se pusiera derecha le saldrían unas tetitas bien puestas. Al fin se estiró, para alcanzar una manta que estaba encima del armario de luna. Le dio mucha vergüenza cuando tratamos del precio. Yo hubiera preferido tratarlo con su padre.
—Él trabaja en el Registro —me dijo Marianita, y yo me figuré un señor vestido de oscuro—, pero con estas cosas… Lo de él son los simulacros.
—¿Y eso?
—Mañana es domingo, verá qué buen día y qué bonitos resultan los simulacros.
—¿Y qué es lo que va a simular usted?
—¿Yo? —Marianita se sonrió con modestia—. A mí me toca quedarme en casa, no se puede estar en tantísimas cosas… Pero es como si el tiempo fuera para atrás y volviera la gente de hace muchos años.
Es verdad que la ciudad amaneció muy movida. Por estas tierras anduvieron los burbios y los celtas, pero, sobre todo, los romanos fundadores de la polis, y luego los visigodos, y los moros, y los franceses… Los burbios y los durmunios de la fiesta vestían pieles sin trabajar, pero coquetonas, los moros sus turbantes y los napoleónicos sus morriones, pero ni éstos ni las damas del Renacimiento podían competir con las patricias, relucientes de torques y brazaletes. Lo escribí en mi primera crónica y me ocupé de telefonearla. La telefonista de la redacción toma los textos y no se mete en nada, solo pregunta qué tal está el tiempo por ahí. El tiempo bastante bueno. Ella me dijoOK.
El lunes abrieron los bancos. Los chicos fueron a la escuela, los comerciantes estaban en sus tiendas. Pero me pareció que la ciudad era un espejismo. Una peluquería en la capital puede estar en el último piso de unos grandes almacenes, en un módulo entre las flores de plástico y la ortopedia, y no se habla de nada. En la ciudad memoriosa fui a la barbería y hablaban de hachas. Seguí oyendo hablar de hachas (con aprensión) cuando la navaja del oficial me rondaba el cuello. Hachas de cobre de Moravia, o con el filo semicircular de los helvecios, hachas con la ataujía de oro. Salí a un aire que parecía detenido y sereno. Seguro que en la carretera de circunvalación seguían zumbando los camiones y los coches, pero en la ciudadela estaban mal vistos. La hamburguesería tenía medio tapado un letrero estilo MacDonald’s y despachaba pan de hogaza y huevos y pollos de corral. El café Central era un café y el camarero era un camarero, y la infusión en la taza tenía el color conveniente. Las cafeterías olvidan que al café hay que dejarle un color dorado: el caballero Grimod de la Reynière dictó que un color tirando más a rubio que a castaño, pero negro jamás. Luego, al atardecer, fui al Museo Arqueológico y como les ocurre a las beatas con las misas oí una conferencia entera y la mitad de otra. Recorrí tabernas, hablé con la gente. La gente terminaba en hospitalaria, pero uno se desorientaba ante su calma orgullosa, un poco irónica. A unos bebedores les oí celebrar el auge de las bordadoras porque había vuelto la moda de que las chicas se pusieran bragas y combinación y las querían con vainicas… Cené en un mesón, solo. Y por supuesto, dormí solo. En la casa no había otros huéspedes. Los habitantes de la casa debían de ser ordenados en lo de acostarse y no dieron señales cuando llegué con el llavín que me habían prestado. En la noche daban gusto las calles, desde un bando para que se dejasen iluminadas las salas.
—Acaso haya que prorrogarlo por un año más —le oí al presidente del Bimilenario.
Un día, que precisamente tocaba lucha vernácula, apareció un pequeño grupo de gente del cine. Se repartieron por las casas, y a la mía, o sea la casa de Marianita y de su madre y del funcionario, vinieron a parar dos italianos, y uno de ellos era el director de la película o de lo que vinieran haciendo.
A éste sí tengo que dibujarle los rasgos. Era un hombre en buena edad, de unos 35 años si hubiera que afinar el dato, de mediana estatura, pero de planta fina y proporcionada que lo hacía parecer más alto. Tenía una palidez natural, o sea que no era una palidez de enfermo: una blancura casi luminosa —de friolero, esto sí—, exagerada en las manos delgadas y largas y en la frente y en la parte de las mejillas que no estaba cubierta por una barba de color castaño y no demasiado tupida. Sus ojos brillaban. A veces tenían una marca enrojecida y tenue, como de ser delicados los lagrimales. El pelo lo llevaba corto y peinado sencillamente, pero con una discreta voluntad de estilo, y su ropa quería ser modesta y casi mendicante y a saber en qué boutique —de Zurich, de Milán– puede encontrarse una estameña tan apropiada, unas sandalias trenzadas así… El otro hombre parecía mucho más fuerte, pero era inútil que su recia cabeza como infantil y alocada sobresaliese, siempre se le veía de segundo.
—Nuestras habitaciones son contiguas —me hice el encontradizo—; he venido a las celebraciones pero llevo ya unas semanas y acaso les pueda ser útil.
—Nosotros vamos de paso —el director dio las gracias sin excederse, no dijo su nombre—, nos quedaremos lo indispensable para hacer unas tomas.
—Quizá le interese la lucha.
—¿La lucha? Oh, no… Prefiero la paz, la naturaleza…
Sería uno de esos pacifistas, o un ecologista; lo tranquilicé diciéndole que era una lucha gímnica, sin armas: dos hombres se agarraban por el cinturón y ensayaban una serie de mañas, hasta que uno caía de espaldas.
—Y ni siquiera hay vencidos —le dije, porque tenía estudiado todo este asunto—. Aquí la regla es que los combatientes se repartan por igual la victoria.
—Como Ulises y Ayax —dijo él—, cuando Aquiles hacía de árbitro.
Yo cumplía con el periódico. Ellos tienen su Libro de estilo, por supuesto que nada de fantasías. Pero el Confalón, y los druidas y las citanias, qué culpa tenía yo de la prosperidad de las palabras. A veces, si en el programa no había más que danzas córicas o jumelage de poca monta, hacía investigaciones por mi cuenta. Una mañana fui al Registro Civil. Pregunté por el padre de Marianita. Era un tipo severo, y ciertamente vestía de negro. Habíamos hablado un par de veces y la última vez me dijo que él era un hombre casero. Todas las tardes, al oscurecer, salvo que tuviera procesión cívica, bajaba a la cueva de la casa y se encerraba, creo que con unas botellas de clarete. Ahora me atendió como si no me tuviera de huésped, como si no me hubiera visto en la vida… Según el tomo foliado y sellado, a las neófitas las bautizaban con nombres corrientes hasta que empezaron las celebraciones. Ahora era una cohorte aureolada, Julianas, Adosindas. Egerias vi dos, nacidas en los últimos días…
Volvía de la gestión y el director y su ayudante estaban junto al portón de la Orden de los Observantes, esta gente del cine siempre anda buscando detalles.
—Buenos días —saludé al pasar por su lado.
—Buon giorno a voi! —gritó el ayudante muy expresivo.
El jefe era más apagado:
—Buon giorno —y siguió con su apariencia pensativa.
Los dos italianos esperaban el caldo que se repartía en el convento a quienes lo pidieran. La ciudad me estaba cambiando por dentro. Yo me había hecho al happening permanente y ya no me extrañaba por nada. Comí en la taberna de siempre. Al final de la comida ponían un porroncillo con orujo; podías servirte la cantidad que quisieras, pero la estrechez del pitorro no dejaba abusar… Luego fui a echar mi siesta. La casa estaba fresca y limpia, Marianita era hacendosa, admitía camisas de caballero para planchar, no sé por qué al hablar de Marianita decían la pobre.
Las dietas me llegaban al banco y casi no me importaba que ellos retrasaran mis crónicas. O que las recortaran. Lo que no podía arrancarme era la obsesión por el director de cine, que se estaba quedando más tiempo del que había dicho. Yo dormía hasta entrada la mañana pero temprano me despertaba un momento para orinar, y la casa no tenía comodidades y había que salir al corral para encontrar el servicio. El director estaba en aquel corral o huerto trasero, siempre en el mismo sitio junto a la parra, recibiendo los primeros rayos del sol como quien disfruta de un regalo personal. Le vi que amaba mucho las cosas, lo mismo animales y plantas que si eran objetos sin vida. Como si le pusiera alma a todo lo que tocaban sus manos. Siempre había en sus manos una manzana, una hoja de la parra escasa, una jarrita de barro, y parecía que lo enamoraban. Una mañana hablamos de arte.
Le dije que yo no siempre escribía para el periódico, y que cuando escribía mi obra de creación (sé que es una manera de hablar), estaba con mucho temor y respeto frente a la cuartilla en blanco.
—A mí, en el cine, hubo un tiempo en que no me gustaba rodar, lo que me gustaba es haber rodado.
—O sea… —lo animé.
—Quiero decir que no hubiera querido vivir haciendo otra cosa, pero que el momento de la creación es doloroso. Llegué a pensar que debía dejarlo, que no hay que fingirle amor al arte. Luego comprendí que no somos desleales porque cumplamos una tarea con dolor; solo cuando hacemos el trabajo sin alegría.
—Pero no es nada fácil estar sufriendo y estar alegre.
—No, no es fácil… —dijo como ausentándose.
Estuvimos callados un poco, el tiempo de que yo le ofreciese un cigarrillo y él rehusara con la cabeza y yo terminase casi de fumarlo. Fue él quien volvió con aquella suavidad que no era afeminada, y ni siquiera afectada:
—A veces tengo envidia de los que fuman, cuando se les ve el placer del tabaco en la cara. Debe de ser un estímulo para imaginar.
Le confesé:
—A mí me ayuda en ese momento que es el más jodido, cuando tengo que elegir entre dos soluciones.
—Oh, no, entre dos posibilidades está claro que hay que elegir la más difícil.
—¡Pero no siempre se sabe cuál es la más difícil!
—La que a uno mismo le dé menos gusto en ese momento, la más molesta, esto sí es posible saberlo.
Entonces cayó un bicho verduzco desde una rama, le cayó encima de la camisa arrugada de lino y él arrojó el bicho con un horror instintivo. Pero con idéntico impulso se arrepintió y se puso a buscarlo. Lo recogió del suelo, lo tuvo delicadamente pinzado con dos dedos, lo colocó sobre la hoja ancha y abierta de una berza. A mí me pareció que este bichito no era el mismo de antes, pero no quise decepcionar al hombre… Yo había visto antes aquella cara, los ojos, la boca, el aire todo del personaje…
Ahora había tranquilizado su conciencia respecto a la lagartija o lo que fuera:
—El artista verdadero sería capaz de renunciar a su propio disfrute de la belleza para que la gocen los demás… Si quieres encontrar lo sublime no lo busques. Si quieres ver la secuencia ideal de la película ideal cierra los ojos… La mejor sinfonía te puede llegar tapándote los oídos.
Y todavía:
—Carissimo —pero lo rebajó, sonriéndose—, amigo mío… acaso la belleza no sea más que la búsqueda de la belleza…
La noche de aquel mismo día hubo una luna como yo no había visto en mi vida. Primero fue un disco rosáceo que vi reflejarse en las piletas de las fuentes romanas, hasta resolverse en un inmenso derrame que bañaba las murallas, las viejas termas y el palacio del obispo, todo era de plata en la catedral y en las fachadas de los mesones y hasta en los paredones viles de la plaza de abastos. La ciudad estaba de serenatas, entregada a los amores galantes. A la puerta del Urogallo Verde había un grupo de mozos que ensayaban en sus instrumentos de cuerda para acudir ante las ventanas de sus novias, y no lejos advertí al director de cine, solitario, imagen de melancolía. Su compañero de hospedaje, el altón, estaba fresco y natural junto a los jóvenes músicos, pero sin mezclarse del todo con ellos. Yo observaba como un espía. Ocurrió que el director salió de su ensimismamiento, y avanzó como un niño que va atreviéndose, y al fin se lanzó con unas zancadas. Tomó la bandurria de uno de los tocadores y se apoyó contra la pared del mesón. La bandurria no dice gran cosa, pero el director, mirando para sus dedos que hacían temblar la púa, sin levantar la cabeza, le arrancó al instrumento unos adornos que sonaron diferentes y antiguos. Luego cantó con poca voz y bien entonada una canción que hablaba del amor y de los pájaros… Una hora más tarde me lo encontré en el huertecillo de la casa. No estaba solo, ni callado. Esta vez estaba hablando con Marianita. La luna seguía dispuesta a resplandecerlo todo, de manera que la pareja quedaba tan a la vista como en un mediodía claro. Pero yo traía el corazón grabado de endechas y sería imperdonable que allí no hubiera un secreto entre hombre y mujer. Mirándolo bien, Marianita era una moza aprovechable, con la propina de lo virginal, yo llevaba tiempo sin una mujer que llevarme a la cama…
La mañana siguiente el director estaba muy tempranero en el huerto, en su sitio de siempre. Lo encontré con los brazos ciñendo el tronco del arbusto, con la cara contra la corteza rugosa. Debió de sentirme y se volvió azoradamente, como si lo hubiera pillado en una falta. Yo le noté más que nunca aquel cansancio elegante, o como si sufriera en los huesos y se reprimiera.
—Hoy no va a visitarnos el sol, pero todo es sabio en la naturaleza —dijo comentando el cambio del tiempo—. Me gustaría rodar unos interiores.
Me hice invitar.
—Está bien, pero hace falta paciencia para aguantarnos a los de nuestro oficio.
La ciudad la plantaron en el camino de las grandes movidas históricas y los del cine querían evocar un tiempo de arrepentidos y de pestes, por esto escogieron la pequeña iglesia junto al Aljibe, metieron unos focos, ponían paños negros en las ventanas y quedaba fingida la noche.
Luego vino un momento palpitante:
—Atención, prego —se oyó la voz consabida, casi litúrgica.
Estaban el otro italiano y un francés de Aviñón y algunos españoles con aire de mañosos más que de técnicos consumados, hasta una docena de personas, y todos tenían algo de fraterno con el hombre que los dirigía.
—¿Preparados? Silencio, prego. ¡Motor!
Y el de la claqueta:
—Camino de los milagros, A, cinco, segunda.
Una tos, ahora, sonaría como una blasfemia.
—¡Acción!
Apenas había acción, solo la anécdota de un romero (un extra que apareció voluntario) pidiendo al Señor que le diera fuerza en el corazón y en los pies, y la cámara aprovechaba para recorrer la techumbre de madera vencida pero todavía noble, los restos de decoración en la piedra carcomida de los capiteles…
Fue, sobre todo, la ocasión mayor de que nos conociéramos. Cuando terminó la tarea, el director y yo nos quedamos solos, con un sonreír divertido y cómplice, como si fuéramos dos muchachos.
Me dijo que le gustaba el país porque le recordaba su tierra. En Perugia hay una fontana etrusca que él recordaba cada vez que pasaba aquí junto al chafariz de Júpiter, las casonas de esta ciudad repetían el recato de lospalazzos de Spoleto… Y los frutales, y el vino, bastaba ver el reflejo de la luz en un vaso de vino humilde para evocar el sol de Rieti… Alguien había dejado sobre un banco desvencijado de la iglesia una bota mediada de tinto, y a mí me apeteció darle un tiento pero antes se la pasé a mi acompañante. Él recorrió con sus manos la forma artesana del pellejo, con aquella manía suya de recrearse en lo recto y lo curvo, lo liso y lo rugoso, como un palpador devoto de todo lo creado. No bebió, y cuando yo terminé mi trago cogió de nuevo la bota y me dijo:
—Ahora vamos a ver una de las virtudes del vino.
La iglesia estaba desconsagrada y esto permitía dejarse de reverencias, había restos de altares y un san Antonio de madera sin lustre, aunque el niño que el santo tenía en los brazos estaba bien conservado. El director se acercó y se puso a lavar con vino la imagen; fue un gesto familiar y tierno; era divertido observar cómo aparecían unos ojos latinos, la tez clara del santo, las facciones regulares y cándidas.
—Este de Padova —al director le entró un poco de risa—, además de que sabía mucho era bien parecido.
Después de aquel vino peleón pero tan gustoso me era indispensable el cigarro. Esto fue en el atrio, y me sorprendió la mano que se adelantaba a pedirme, más bien me los quitó, el pitillo y el encendedor:
—Déjame probar, nunca supe hacerlo si sopla un poco de aire.
Pero sí supo encenderlo y hasta dio una larga calada.
Entonces me pasó el cigarro chupado y sin pensarlo me puse a chupar.
Había que devolver las gruesas llaves ferrugentas a la mujer que vive al lado de la iglesia. Yo le di una propina a la mujer. El director no hizo la menor intención. Regresamos emparejados, despacio, hacia el centro de la ciudad. Era un día nublado, pero caluroso. La calima desdibujaba las cosas. Nos cruzamos con unos fenicios, él iba distraído, se paraba ante una puerta humilde, en un rincón o junto a un palacio tronado. Más que ver, parecía que comprobaba…
Íbamos por la calle de los Escudos cuando le noté que apresuraba el paso, y también una emoción en la voz al decir que quería respirar el olor de las lilas en un jardín que tenía espesas las tapias.
—Ya ha pasado el tiempo bueno de las lilas —le dije—, me parece que te equivocas de época.
Él insistió en que encontraríamos un callejón, una especie de servidumbre de paso que atravesaba la manzana y dejaba salir a un camino que llaman el Sucubo, y que allí estaba el jardín de las lilas más olorosas.
Sospeché que habría venido a la ciudad alguna vez anterior, porque se detuvo en un punto exacto.
—¡Aquí! ¡Aquí!… —se lamentó frente a la pared indiferente y ciega.
Desde hacía rato traía en su mano una vara que había recogido del suelo y con ella se puso a golpear en la piedra encalada, luego golpeó con las manos hasta lastimarse, como si las cosas no le cuadrasen en la cabeza…
Esa vez me desperté a medianoche. Yo dormía como un tronco, pero me despertaron los truenos de la tormenta que había estallado como una liberación, y un murmullo de voces venía desde el pasillo. Aquélla era la casa más pacífica de la tierra, la madre no se movía de su silla de inválida salvo con los ojos que eran inquisidores pero resignados, el cabeza de familia se encerraba a beber en el sótano pero sin hacer daño a nadie. Marianita planchaba de brillo y era una santa… Las voces subieron de tono, y entonces me levanté por si alguien me necesitaba.
El pasillo tenía encendida su bombilla colgante y de ella caía una luz que oscilaba y a las figuras las hacía dramáticas y fantasmales. Vi al director de cine que acrecentaba su estatura para tener sujeto al amo de la casa, lo zarandeaba, quién lo hubiera esperado de aquel predicador de la no violencia:
—¡Usted tiene que marcharse, usted tiene que abandonar para siempre esta casa!
La idea era descabellada y pensé que el alojado había perdido la chaveta. Pero le oí jurar en italiano, como si solo en su lengua pudiera desahogar la indignación y el escándalo:
—Porca miseria!, lo he visto el primer día en sus ojos, vi que usted mancillaba a esa criatura, la pobre —lanzó la dura sentencia—: No habrá perdón ni en los cielos ni en la tierra, ¡esa pasión por una mujer que es sangre de tu misma sangre!
Él mismo debió de asustarse de la maldición porque soltó su presa y suspiró como si le abriesen en canal el alma. El ayudante del director había aparecido y se hizo cargo del inculpado, sin ninguna invectiva, pero sujetándolo con más eficacia que su jefe.
—Suelta a ese desdichado —dijo el director con una voz desangrada—, yo no soy quién para condenar a nadie.
Lo dijo y ahora sí que empezaron a correrle las lágrimas. Aquella permanente debilidad en sus ojos sería porque este hombre era de mucho llorar, por él o por los otros, por el arte o por lo que fuera… De alguna manera, supe que algo grande estaba aconteciendo en aquel pasillo perdido. Y el protagonista era el director venido de Umbría, solo él, con su pelo recortado que ahora le caía sobre la frente sudorosa, los ojos negros y febriles que yo había visto dónde, ¡dónde!
Lentamente fue arrimándose a la pared, y la luz pobre y artificial respondió siguiéndolo, realzándolo, estampando su figura en un mural espontáneo.
Fue como si me arrancaran una venda. No los ghirlandaios ni los rubens ni el personaje arrodillado de Zurbarán que mira a lo alto, el Greco nos lo dio escuchando voces secretas, otros lo vieron ascendiendo a las nubes y qué improbable en San Marcos con el moldeado de peluquería y la barba ondulada, fue caérseme la venda de los ojos y apareció esclarecido un cenobio que visité en las afueras de Asís, la pintura lo representaba domesticando unas tórtolas salvajes nada más que con sus ojos de compasión, podía ser de Giotto pero no era de Giotto, solo de uno de esos discípulos que no alcanzan a sus maestros pero los empujan y yo me entiendo…
—Deja libre a ese hombre —dijo el santo a su compañero, que ahora sí soltó al pecador.
Entonces se soltaron también los lazos que nos habían unido a quienes estábamos en la escena, y aquella misma madrugada mandé una crónica como a ellos les gusta, así de objetiva, 2000 palabras porque no siempre se tropieza un reportero con un suceso como para sacar una edición especial. Pero fue llegar a su mesa el original y ya ellos lo rechazaban y me llamaban al orden. Luego, también es cierto, se portaron como compañeros. Que no querían perderme del todo, que de vez en cuando podrían publicarme algo en el suplemento literario, lo que a ti te va, Santallana, es ser escritor de cuentos.