A Ricardo Gullón
En una de mis vueltas por Puerto Rico (a quién se le ocurre haber ido cinco veces a Puerto Rico y no conocer Ribadeo) dejé que mi mujer fuera conmigo. A ella le gustó el viejo San Juan. Paseaba por calles en sombra como las de Trujillo o Santillana del Mar. Visitó museos, la sala de Juan Ramón y Zenobia; en el museo de Pablo Casals había un concierto de violoncelo. Luego pensé que mi mujer no merecía que le ocultara mi amistad con Nilita.
—Puedes acompañarme —le dije—. Nilita vive en una casa de planta baja, con un jardín muy verde de mangos y aguacates.
Conque llamé por teléfono y fue la voz de siempre tan atrayen te y tan joven, «ya usted conoce, solo tiene que tocar la campana».
Era de noche. La escritora abrió ella misma la puerta y nos mandó pasar sin zalamerías. Luego se sentó, o sea, se encaramó a un sofá y allí se ovilló graciosamente, sin dejar que sus pies de muchachita se salieran del territorio mullido.
—Yo me he pasado la vida entre libros, y así sigo, solo que ahora con espejuelos. Ustedes deben saber que he cumplido ochenta años.
—Pero qué maravilla, Nilita, poder cumplirlos así.
—¡No es ninguna maravilla! ¡Tener ochenta años es un asco! Yo, de niña, he sido muy enfermiza… Me enamoré del uniforme del colegio de las mayorcitas, esto ocurría en La Habana. Le dije a mi mamá que yo quería ir al colegio. «Pero mi hijita, adónde va a ir usted tan poca cosa, si es talmente un merengue, y además, que hay que saber leer». «¿Ah, sí? Pues ahorita mismo lo voy a arreglar». Aprendí en mi casa, en un mes. Aprendí leyendo Los miserables. Desde entonces para mí todos los policías son Javert, todos los desdichados son Valjean.
Nilita fue al colegio, tuvo su uniforme y terminó rebelándose.
—Pero no me fue mal, y además me regalaron un teatrillo…
En el interior muy blanco, preparado para el trópico, la voz de la dueña parecía revolotear como un pájaro de libro en libro, de una escultura a una flor.
—Ah, El mercader de Venecia. Mi amiga Elvirita y yo hacíamos todos los personajes. Delante del teatrillo nosotras ubicábamos al público, o sea, todos nuestros muñecos y muñecas. Era un público de lo más distinguido, verán: los que asistían a la función eran Eugenia Grandet, Cagliostro, Josefina Bonaparte… Si a una persona de mi mundo yo no podía asemejarla a un personaje concreto de novela o de drama, esa persona no existía para mí…
Había ido llegando más gente a la casa. No es que fueran confianzudos, pero tenían la leve superioridad de los habituales; se ve que conocían los sitios y el tono deseable de voz; algunos poetas, un concertista de piano, una pintora o escultora de la que recuerdo unas manos grandes, pero armoniosas. La conversación se hizo general. Mi mujer estaba encantada. Se habló de la traducción y ella aludió discretamente a su Tartarín y sus cuentos de Wilde, yo reconozco su tenacidad laboriosa. Bebimos algo, y no había esa petulancia con que se agitan los altos vasos en los hoteles cosmopolitas de la playa. Fue una ocasión hermosa, hubiera sido redonda si no fuera por el tropiezo que nos estaba esperando. Porque esta historia de una noche en San Juan de Puerto Rico debería haberse cerrado en el regusto de la amistad, con la sinfonía del coquí sirviendo de música de cámara desde el jardín de Nilita. Hubiera bastado que nos dejáramos aconsejar, la Meyer es un teléfono fácil de recordar y en unos minutos te pone un taxi a la puerta, esto si no queríamos que algún contertulio nos llevase en su coche.
Pero no, no, muchas gracias, a nosotros nos gusta pasear a estas horas, y los adioses, y algunas tarjetas y promesas.
Ciertamente, mi mujer y yo echamos a caminar por el más seguro de los mundos, ya pasada la media noche. En las casas quedaban algunas ventanas encendidas, y aunque las puertas y los huecos estaban enrejados, había enredaderas de ramas y de flores que mitigaban la fiereza de los hierros. No había perros que nos ladraran. Solo el tótem de la isla, el animalito sagrado. Desde todos los rincones seguía acompañándonos el coquí, yo había imaginado al cantor o instrumentista invisible como un ave ostentosa, nunca como la modesta ranita que es. Bastarían unos minutos para llegar a la parada de las guaguas, que nos llevarían al hotel. Pero marchamos en la dirección contraria, guiados por un aroma de tierra recién regada. El mar se hacía sentir y respiraba muy próximo, el mismo Atlántico que resuena en Huelva y en La Coruña… Debíamos de estar a punto de desembocar en su azul nocturno cuando sucedió. Eran dos hombres, y no consigo recordar sus primeras palabras. Me inclino a fiarme de mi mujer, que declara que no hablaron nada hasta que nos tuvieron dentro del coche. En el coche nos hablaron poco. Y cortante y claro.
—Tengan calma, a ustedes no les va a pasar nada que no tenga arreglo. Solo nos van a dar una colaboración.
Y el más agrio:
—Esto, si ustedes se portan bien.
Su acento era de por aquellos mundos, me pareció que venezolanos. Llevaban trajes con brillo, camisas oscuras.
—Las manos quietas, en las rodillas —me ordenaron ahora—, que no vea yo que mueve ni un dedo.
No, ninguna novela se me ocurrió —lejana Nilita— de la que hacer personajes a estos sicarios.
Pero existían.
Su corporeidad me ofendía, sus brazos y sus hombros prepotentes robaban mi ración de aire —de libertad—, ocupaban un espacio del mundo que no les pertenecía.
Entonces me vino la idea de esa novela diaria de las páginas de sucesos, y la angustia de calcular que algo podría ocurrirnos a tiempo de que nuestros nombres alcanzasen las ediciones de la mañana. Lo vi en primera a tres columnas y vuelta a página interior, «las autoridades judiciales», «se juraron denuncias», conjeturas como «todo hace suponer que el más bajo de los agresores fue quien haló el gatillo»…
Pensé que debía decir algo:
—Supongo que habrán medido ustedes las consecuencias —dije con severidad—. Esto es un atropello que les puede costar muy caro.
Para la acción era demasiado tarde. Deberíamos haber actuado antes, en el instante mismo del abordaje, allí en plena calle podíamos haber escandalizado con decisión en lugar de dejarnos empujar hasta el coche. Pero estas cosas es más fácil decirlas que hacerlas. En el Estado Libre Asociado de Puerto Rico —decían— no hay que perder el tiempo en gritar ¡Socorro!, porque no se asoma ni un alma; conviene gritar ¡Fuego!, que con esto no quiere bromas la gente.
El caso es que no podía saberse adónde íbamos. Ahora circulábamos por una zona de calles geométricas. Entrábamos por una calle y pronto parecía que desandábamos el camino rodando en sentido inverso por una calle paralela. Y aunque mirando por la ventanilla parecía que huyéramos, la acción resultaba lenta hasta la agonía en el interior del coche, como en una película de miedo.
Me sobraban las manos, los brazos, de tenerlos así, en una postura modosa, como si hubiera vuelto a ser niño y me castigaran en el colegio. A mi mujer no le habían mandado nada. La pobre. A veces se removía con cautela, como si quisiera pasar ignorada de los otros pero que yo la supiera cercana. Era ella la que me dolía. Pegado a su costado me llegaba la idea tan vulgar, tan verdadera, de que si yo le tocaba una pierna era ciertamente como tocarme la mía, pero que si a mi mujer le cortasen una pierna sería como si me la cortasen a mí. Me pesaba de todas las horas que había vivido a mi aire, de la infidelidad más grave que un hombre le pueda tener a su mujer, que es la del egoísmo. Tuve tiempo de recordar, y de arrepentirme para mis adentros y de prometer. La vi en las largas vigilias sobre su máquina de escribir y sus diccionarios, me volvió el olor de sus caldos en mis convalecencias… Hasta que el coche llegó a un punto en que dejó de callejear, y estábamos bordeando la masa arbolada de un parque, cada vez más escaso de luces.
—Creo, señores —midiendo mis palabras, para no alcanzar puntos sin retorno—, yo creo que ya está bien, verdad…
No me desanimé:
—Mi señora y yo —aunque jamás digo mi señora— somos unos turistas corrientes y vamos de paso…
No hubo ninguna respuesta.
—Estamos de paso en la isla, si lo que esperan de nosotros es algo de lo que llevamos encima lo mejor sería arreglarlo y terminar con esta situación, yo comprendo las pretensiones de ustedes y aquí no ha pasado nada y todos tan amigos.
—Españoles, ¿verdad? —dijo, al fin, el hombre que conducía el coche.
—Sí, sí —me apresuré, porque aquí le caemos bien a la gente. Y un poco tontamente—: españoles de España.
El del volante era un tipo como de cuarenta años, de piel tirando a oscura, aunque también podía tratarse del bronceado profundo que exhibe un play-boy maduro por estos vivideros soleados. El otro hombre era mayor, desagradablemente mayor. Sus cincuenta y cinco o sesenta años aparecían bajo una impúdica voluntad de disimulo, con el remate de un pelo absurdamente lustroso y negro, a lo mejor un peluquín.
Volvió a hablar el del volante, con una voz indiferente y plana:
—¿En qué hotel se hospedan los señores?
Comprendí que el bienestar iba a subirnos el precio de la aventura.
—En el Hilton. Pero ya nos marchamos mañana.
—Ah, el Caribe Hilton —se animó la voz—. Es lindo el mar desde el Condado, verdad. Un hotel muy exclusivo.
Qué más daba. Yo ya había calculado entregar lo que llevábamos y salir cuanto antes del pozo. El reloj, trescientos o cuatrocientos dólares en billetes, algunas joyas de familia de mi mujer, menos valiosas de lo que ella cree…
—Podrían dejarnos por aquí, se quedan con todo, luego nosotros mismos nos arreglaremos.
El hombre del volante conducía con una elegancia afectada. El reviejuzo era de poca estatura y zafio, y tenía una actitud apremiante. Iba en el asiento de atrás lo mismo que mi mujer y yo, y menos mal que a mí me habían puesto en el medio.
—Por Dios —habló por primera vez mi mujer—, tengan un poco de consideración, me parece que estoy poniéndome enferma.
Yo sabía que el conductor nos iba observando todo el tiempo por el retrovisor, pero a estas palabras de la viajera se volvió ligeramente hacia atrás:
—A la señora le sentará bien un drink. Este carro está surtidito.
Chasqueó los dedos, a la manera de quien pide la atención de un subalterno.
—¡Sí! —oí como si se cuadraran a mi lado.
—Ofrécele un trago a la señora.
Me pareció un mal menor que de los dos individuos el de delante fuese el jefe. Ella rehusó con educación:
—No podría pasar ni una gota, por favor, pare usted de una vez.
Al contrario. El hombre que manejaba se lanzó ahora a una carrera que sospeché decisiva. Rodábamos por grandes avenidas de tráfico veloz pero no muy denso en aquellas horas, y pronto empezó a notarse el pulso discontinuo de las afueras, con algún palacete encorsetado en tupidas protecciones, chabolas, y de pronto un condominio con pequeños bares cerrados, exposiciones de sepulturas de mármol (la proximidad de los cementerios), el anuncio excesivo, incluso luminoso, de un dentista exiliado del centro. Pasábamos junto a largos tramos de vegetación confusa, y al fondo, cada vez más cerca, parecía adivinarse el campo total, el bosque… Observé que el conductor seleccionaba el carril de la autovía que indica Aeropuerto Internacional. En los aeropuertos suelen ocurrir aventuras muy dramáticas, pero siempre sería menos malo el cemento y la luz que el mundo de la selva donde además de bandidos puede haber alguna culebra. Sería horrible que a mi mujer la asustasen con las culebras.
Me alegré por ella cuando el coche se detuvo inesperada, pero no bruscamente; la verdad es que se detuvo con una suavidad amistosa. Estuve a punto de dar las gracias. He leído que a veces los secuestrados se encariñan con los secuestradores, eso que llaman el síndrome de Estocolmo. Pero me rehíce. La presencia de mi mujer ayudaba a mi dignidad, ella es de una familia con muchos principios, registradores y gentes del Derecho.
—Me parece que ahora —dijo el hombre principal, el hombre más poderoso de la tierra—, al caballero le ha tocado actuar.
Como primera entrega fui a quitarme el reloj de acero, justo andaba pensando en comprarme uno más ligero, de cuarzo. En el coche parado había un silencio acolchado y todos, los cuatro ocupantes, debimos de oír el clic del broche de mi pulsera metálica.
Pero el hombre hizo un gesto de rechazo, con un esbozo de sonrisa donde bailaba una miaja de burla:
—No, no, mi amigo. El reloj le hará falta a usted. Y de usted depende que le siga marcando las horitas de la vida, cuanto más felices mejor. Escuche. Escuche bien, es mucho lo que les va en ello; y tratándose de un caballero tan respetable —pero no me sentí halagado—, el truco no le va a dar sospechas a nadie…
También habló el otro, el del peluquín. Me puso en la hombrera de mi camisa de seda su mano sudada y ácida (la acidez se la supuse) y me obligó hacia el respaldo del conductor:
—Apréndase bien lo que le diga el jefe.
Era fácil de aprender. Había una llave, o una tarjeta que hacía de llave electrónica. Con aquello tenía que abrirse un compartimento de la consigna de equipajes en el aeropuerto, ese mundo de mostradores y letreros y escaleras rodantes. Ir yo solo, sacar un pequeño bulto de mano y traerlo hasta el coche tranquilamente, legalmente, sin precipitación…
—No me gusta —les dije, como si estuvieran pidiéndome una opinión—, no me gusta lo que se dice nada.
—Pero eso no importa, mi amigo, y además no tenemos tiempo para conversarlo. Tenemos otras razones, y buenas, para convencerlo de que se deje usted de sonseras.
El jefe había endurecido la voz. Lo imaginé un hombre musculoso, en el trampolín de alguna piscina. Entonces dio marcha atrás con el coche, hasta dejarlo en un espacio oscuro de la explanada.
Allí, otra vez en un gran silencio, hizo una seña al esbirro.
Éste asintió con la cabeza y al momento se llevó la mano derecha al bolsillo, con ese ademán que solo puede conducir a la exhibición ominosa de una pistola.
Pero no llegó a enseñar ningún arma. Me metió el codo con fuerza en el costado, y arqueándose por delante de mí alargó una mano hacia mi mujer. Creo que no la tocó. Le arrebató el bolso blanco, íntimo, que ella llevaba todo el tiempo sobre el regazo. Fue un esbozo de registro que me estaba doliendo más que el golpe del que se quejaba mi propio cuerpo. Ver que el tipo metía sus viscosas manos en eso tan personal que es el bolso de una señora me pareció una violación. Por la mañana me había entretenido mirando en el hotel la guía telefónica, y junto a las urgencias de los bomberos, de la policía y de los hospitales, figura un número siempre a la espera, nada más que para los casos de violación…
—¡Vamos! ¡Concéntrese! —me alentaron. Como a un equilibrista en el trapecio—: tiene diez segundos para que lo veamos andando.
Habían buscado que a nosotros no se nos viera pero nosotros teníamos delante un exterior bien iluminado, las rayas amarillas señalando los lugares de aparcamiento, un autobús de las líneas aéreas a la espera de los pilotos y azafatas, el corto retén nocturno de los taxistas charlando y gesticulando alrededor de sus máquinas. Un mundo indiferente y ajeno, del que no podía esperarse nada.
Mi mujer se quedaría de rehén en el coche, junto a dos desconocidos siniestros. Me apretó una mano como se entrega un mensaje. Pero no entendí si el recado era aceptar o resistir al precio que fuese.
Decidí aceptar. El jefe seguía en su puesto junto al volante, y el sicario de atrás echó pie a tierra para dejarme paso. Me apeé con dignidad, y puede que con gallardía. El soplo de la noche fue una liberación, porque el interior tapizado y hermético había estado cargado de electricidad y amenaza. Increíblemente, no sentía ni sombra de miedo. Veía bien, el oído lo tenía fino y alerta. Mis nervios estaban templados, y eso que me había pasado el día tomando cafés. Todavía oí a mis espaldas:
—¡Adelante!
Eché a andar los primeros pasos.
Parecía como si al asfalto le faltase firmeza. Pronto entendí que eran mis piernas, claudicantes, cuando siempre he podido escalar montañas. Pero debo ser justo. Era la pierna izquierda, precisamente. Su rebelión que la independizaba de mi voluntad e incluso de la otra pierna. Odié individualmente, odié ferozmente a mi pierna izquierda.
Entonces fui sustituido.
En las situaciones más inesperadas se pueden presentar pensamientos imbéciles. Cómo, si no, se me hubiera ocurrido representarme un partido de fútbol en que un jugador chambón es enviado a la caseta, reemplazado en el acto por un reserva fresco y a estreno, que acaso lleva una vida entera esperando su oportunidad.
Fue ella, mi mujer, la que saltó al campo.
Ya no era mi pata, mis manos temblaban de impotencia y rabia. Hubiera querido jugarme la vida, sí, cualquier cosa me parecía mejor que haber sido devuelto a mi asiento trasero, humillado, olvidado por nuestros extorsionadores, que también desde el interior del coche seguían el avance de la enviada.
Me pareció que la aprobaban. Luego, estaba bien claro que la admiraban. Se la veía avanzar sin titubeos, la brisa húmeda del Caribe hacía que el vestido pegado al cuerpo revelase la figura todavía esbelta, con algunas anchuras bien asumidas y firmes. Después de la sorpresa, no sé si sentí envidia de su fortaleza de mujer sana y decidida o si prevaleció mi propia admiración, más bien el orgullo del propietario… Lo que ya no quedaba era sitio para la inquietud. Ellos y yo sabíamos que «lo haría». Que todo lo haría bien.
—Okay! —rompieron su espera mis dos guardianes, cuando las hojas automáticas de la gran puerta del aeropuerto nos devolvieron la visión femenina y clara, ahora de regreso con un pequeño bulto en la mano.
Caminaba hacia nosotros con naturalidad, graciosamente esquivaba un charquito de lluvia de un chaparrón reciente, la veíamos eludir la oferta de uno de esos «ganchos» de autos de alquiler y de hoteles…
El jefe se preparó con el motor encendido. Los tres hombres estábamos al tanto, vagamente compañeros. Llegó la esperada y el jefe mismo abrió desde dentro la portezuela, o sea, esta vez, la portezuela de delante. Ella entró ágilmente y se acomodó en el asiento junto al conductor, mientras el coche arrancaba con toda la fuerza de sus caballos americanos. Nos dejarían en un lugar conveniente. Estábamos volviendo a San Juan, que tiene museos y conciertos de arpa y tertulias como la de Nilita. A unas cuadras de nuestro hotel nos dejarían, por precaución, con todas nuestras pertenencias intactas.
—¿Un cigarrillo?
El jefe se había vuelto hacia mí, ofreciendo.
—No, gracias.
—¿La señora?
—Tampoco —me adelanté—, ella no fuma en absoluto.
Pero resultó que sí, que ella sí fumaba.
El encendedor del venezolano o lo que fuera el hombre dio una llama alargada y yo vi iluminarse los rasgos, el pelo rojizo, la mano de mi mujer, que me pareció una mujer bastante interesante. Luego le he oído contar, un poco soñadora, que aquellos señores no se habían portado tan mal.