No quisiera volver al valle alto del corazón del Nepal, ahora que sus hoteles se parecen a los grandes hoteles del mundo.
Hace años, aquello era otro mundo. El celo de los países cerrados en sí mismos gobernaba el barracón que era entonces el aeropuerto de Katmandú. Ya el trabajoso visado nos había servido de advertencia, con su letra apretada y el sello enérgico, como grabado a fuego sobre una página entera del pasaporte. ¿Pero no era eso lo que habíamos venido a buscar, la emoción de lo diferente? Los árboles del valle desplegaban formas y matices extraños, las flores reunían olores que eran al mismo tiempo funerarios y alegres. Una estatua de elefante plantada en la plaza de pronto nos sacó del engaño y se puso a marchar con toda su majestad perezosa. Los mendigos no eran mendigos aunque no le hiciesen ascos a las monedas, bardos de una casta musical que se sucede en la melodía de los violines elementales. Y no había perros callejeros que nos siguieran sino monos callejeros que nos asustaban de broma para reírse. También nos miraban los nepaleses, nos sonreían, creo que se burlaban con mesura de nuestra fealdad extranjera.
—Todo esto cambiará pronto —prometió el señor Randa Gauti Shama, sin saber que en el fondo nos desconsolaba.
Su sonrisa de intérprete era infatigable. La verdad es que la gente era hospitalaria. Nos dejaron entrar a la casa donde habita la diosa viviente, una niña elegida y gordita que se acercó a la ventana de celosías miniadas y nos miró y se dejó mirar, hasta emprender una huida de pájaro al solo intento de una cámara fotográfica. Y en cualquier calle de maderas y de panes de oro nos salían al encuentro las procesiones.
A los fieles no les bastaban sus altares, los oficios tempranos con las ofrendas de magnolias o hibiscos y bastones de incienso. Había que mover y trasladar las imágenes y los estandartes que las preceden. Marchar de un templo a otro con la divinidad a hombros, cuando no en carros enormes, por en medio de las calles estrechas.
Yo podría muy bien haberme ahorrado el asombro. Porque al fin y al cabo, en otro valle que yo me sé, el año empieza con el Santo Tirso llevado en andas y sigue con las Candelas y los dieciséis desfiles de la Semana Santa, y el día que no sale la Divina Pastora es porque hay alfombras y ramos para la carroza del Corazón de Jesús…
Todavía estábamos en la capital del reino de Nepal, antes de que en el santuario de la montaña pudiéramos escuchar que Todo es Uno como Uno es Todo e idéntico…
Ahora pienso si debo seguir adelante con una historia que me prohibí a mí mismo, temeroso de la incredulidad irónica de los otros. Pero quizás haya llegado el tiempo en que hay que contar lo que no queramos que se disuelva del todo con nuestros propios huesos… En Daksin Kali el lugar está consagrado a la diosa que significa la victoria del bien sobre los demonios. Los sábados se arraciman allí los fieles para sus letanías, para sus ofrendas apremiantes después del sacrificio de los animales indefensos. La carretera arranca del altiplano que es Katmandú y va trepando suavemente, después arrecia contra el fondo no demasiado lejano de los Anapurnas, codiciados por todos los escaladores del mundo.
—Este pueblo es Chobar —detallaba Randa.
Mis ojos iban atentos, descansados y lúcidos, mirando por la ventanilla sin cristales de un ómnibus viejo.
—Ahora pasamos por Kirtipur.
De tiempo en tiempo, Randa Gauti Shama nos hablaba de su vida. Su primer nombre le había sido dado por el brahmán, por mandato de los horóscopos. El segundo, sí, había sido el capricho venturoso de los padres. Shama era el verdadero apellido, el símbolo del clan que se transmitía de padres a hijos.
—Ahora al subir la cuesta veremos Sheshnarayan.
Debí de tener un sobresalto perceptible, porque Randa me miró con sorpresa. Se sorprendió más cuando le dije que íbamos a entrar en una curva peligrosa. Yo no podía evitarlo. Era una sarta de premoniciones interiores, que apenas sin tiempo para dudar se convertían en evidencias. No pude dejar de anunciar en una voz no muy alta, pero segura, que luego aparecería un molino aprovechando la fuerza del torrente que cae desde las escarpaduras; que más allá encontraríamos un grupo de pallozas, con sus techos de paja entrelazada.
Randa se sonrió brevemente, por un momento temí que lo comentara con los otros de la excursión.
Pero en seguida volvió a la seriedad, y luego, de pronto, le vi una reverencia emocionada hacia mi persona cuando profeticé la cercanía de una tienda mixta, con calderos de chapa negra y zuecos humildes y sacos de pimentón y refrescos.
Fui yo mismo el que le quité importancia al asunto: una carretera que va del valle a la montaña debe parecerse a cualquier otra que vaya a la montaña desde el valle… Cuando el coche atacó el último repecho, a mí no me quedaba de todo aquello más que el sabor de una broma, la impresión de un juego que pareció borrarse definitivamente cuando nos sumergimos en el turbión de colores y de sonidos que era el santuario.
Los creyentes acudían a manadas, bajaban de aldeas que no conocían la luz eléctrica. Por entre el eterno comercio, que aquí cambiaba por rupias la mantequilla fresca enrollada en hojas de berza o la menuda semilla del repollo o los aperos de la agricultura, pasaba y repasaba todo un rosario de parroquianos con cirios y flores hacia el camarín de la deidad impávida. Había que arrimarse hasta la dispensadora para que ella «viera» con sus ojos de piedra preciosa y tomara nota de quién es quién, y de la generosidad o la tacañería. Al fin y al cabo, debía de estar en juego la forma bajo la cual volveríamos todos en una reencarnación diferente, más alta o más baja según nuestros actos. Se oía recitar los libros sagrados, las cosas de sobre la tierra son irreales y engañosas. Todas las cosas salvo el Brahma, el alma universal, que comprende cuanto está creado e incluso por crear. Porque Dios es Todo, y Todo es Dios. Nos abríamos paso entre el olor confundido de la santidad y de los cuerpos sudados…
No sé cuánto tiempo pasó, pero debí de quedarme inmóvil, en el atrio del templo, perdido de mis compañeros, embobado en la melodía obstinada de un tocador de sarangi que a su vez estaba embobando a una serpiente apacible. Me empujaron con suavidad. Yo dije instintivamente «Sorry, perdone». Me aparté y miré el rostro del hombre, sin saber si quería pasar o pedía limosna o me bendecía. Se parecía al señor Adolfo el de Ambasmestas. Hay quien tiene la manía de los parecidos. Dicen que es propio de los que padecemos astigmatismo. El señor Adolfo el de Ambasmestas era un campesino que bajaba al mercado de Villafranca, hasta que se murió de aquella muerte tan tonta. Tenía una tartana preciosa, y mi corazón guardaba para él uno de esos amores radicales con que un niño distingue a uno o dos adultos, no más, durante toda su vida de niño. El señor Adolfo el de Ambasmestas era un paisano honrado, y a mí me llevó a alguna fiesta; los días de mercado me dejaba subir a su tartana hasta las cercanías de Pereje, allí me regalaba una manzana y yo venía mordiéndola a trozos pequeños para que me durara los dos kilómetros jubilosos del regreso. Se comprende que fuera mi primer dolor de hombre, porque la del señor Adolfo el de Ambasmestas fue la primera de todas mis muertes. En Villafranca, delante de nuestra casa, lo tiró un coche contra un charco en el suelo y él sangraba despacio, nada más una brecha entre la muñeca y el codo que mi madre le lavó con agua oxigenada y todo el cuidado. Ya limpia de tierra, de barro, la herida era una Y mayúscula, con los brazos abriéndose como dos regueros dibujados hacia la sangría… En el Nepal también reside en la cabeza de las mujeres la fuerza para los pesos; vi a una mujer llevando su feixe de leña, solo que no iba vestida de paño negro y sí con una tela viva de colores. Tampoco el hombre aquel que me tocó con la mano iba trajeado de pana oscura; llevaba una chaqueta de lana espesa y a cuadros, con botones que acaso fueran piezas de monedas gastadas; llevaba un gorro o bonete de punto, una faja de seda rodeándole la cintura y allí un puñalito curvado que más parecía de adorno. Me fue imposible apartarme de su cara, donde parecían dibujarse los rasgos de una edad inmóvil. Yo no había pensado nunca en los ojos del señor Adolfo el de Ambasmestas, quiero decir en su forma, o en su color. Los ojos no son ellos mismos, son la mirada. Estos de ahora me miraron derechamente, con toda la lentitud de Asia, y en aquella eternidad estuve seguro de que querían decirme algo. Sus labios, en cambio, no se movieron. Cuando fuimos impelidos y separados por la multitud, que trenzaba alrededor del templo la forma del círculo, sentí que todo empezaba a ser diferente. Evoco un malestar que algo tenía de dulce, el vuelo de los sentidos contraponiéndose a la pesadez creciente de los pies. Acaso solo estoy describiendo el enrarecimiento del oxígeno en el aire, lo que nos habían prevenido del mal de altura… No sé si he dicho ya que el señor Adolfo el de Ambasmestas me convidó un año al santo milagro del Cebreiro, la fiesta grande de la cordillera. En el Cebreiro hacía sol. En cambio, era un día de mucha lluvia cuando estalló el coro de las lamentaciones porque cómo podía morirse por una pequeñez así un hombre como un castillo; si pensáramos en el tétanos habría que estar poniéndose inyecciones toda la vida; tú viste la herida desinfectada, me decía mi madre todavía incrédula, y es verdad que yo la había visto con todo detalle y la seguía viendo y la vería toda la vida. El señor Adolfo el de Ambasmestas peleó durante días y noches en una habitación cerrada, enclavijado, sin poder masticar ni moverse. Todo lo que sea recordar o hablar de enfermedades me acelera el pulso, estábamos a muchos metros sobre el nivel del mar y el suelo que pisábamos en Daksin Kali era una tierra negra y grasienta, salvo donde estaba cubierta de algún estiércol, seguramente lleno de microbios. Pensé que podía morirme aquí mismo. Comprendí que el remedio era moverse, seguir a través de los gritos y los pregones. Nosotros habíamos viajado a Nepal por curiosidad, pero yo sentía como una llamada antigua que no acababa de explicarme. Solo faltaban unos pasos para completar el círculo que debe recorrer en Daksin Kali un peregrino devoto. En el final del círculo estaba él, otra vez mirándome con sus ojos de cobre. Mirándome a mí, el único, entre toda la humanidad. Esta vez esbozó una sonrisa mostrando la masticación de la droga suave que le oscurecía los labios. Escupió con decoro el jugo del betel. Y habló:
—Bhagemani hunuhoz, namaste, namaste.
Randa me tradujo estas palabras en la cantina del aeropuerto, cuando ya estábamos despidiéndonos: «Suerte, suerte. ¡Saludo al dios que hay dentro de ti!».
Pero no le dije al guía en dónde las había escuchado. Tampoco hasta hoy le había contado a nadie que el nepalés de las montañas se subió un poco la manga de su chaqueta de lana, lo justo para enseñarme una cicatriz como es imposible que haya dos en el mundo.