El sitio del inglés

—No hay cosa que más me amole que me vengas preguntando la hora cuando estamos en esto.

En el club recién estrenado con todos los adelantos de las luces y del sonido andarán ahora divirtiéndose las otras parejas. El Barco de Valdeorras, una villa sin industria grande si no es la fábrica de camisetas, y van y abren el local más moderno de toda la provincia. Después se meterán en los coches, a veces dos parejas si son muy amigas en el mismo coche. Y los que solo podrán ir a los solares de don Claudio, o por la orilla húmeda del malecón. Ellos dos, en cambio, parecían un matrimonio corriente puesto que por un rato tenían casi una casa. Habían llegado furtivos, como de costumbre, y en seguida estuvieron acostados muy juntos en la cama de plaza y media, nunca desvestidos del todo porque daría un repelús meterse sin nada entre la aspereza de las mantas.

Magdalena buscó en la muñeca del hombre el reloj luminoso, volvió a arrebujarse, estornudó. Además de las mantas había el somier numancia con el colchón, que una mano ladrona había aligerado de lana por un descosido, más la colcha, que Magdalena no quería mirarle los manchones confusos, si en los grifos abandonados saliera agua ya le habría dado ella varias manos seguidas con detergente.

Las acacias del parque allá abajo y de los paseos no habían terminado de soltar su polen, todavía era primavera; pero la tarde había estado caliente, y la noche amenazaba tormenta. También los cuerpos se habían inflamado como la estopa. Quedaba el cansancio de después del asunto, que en el hombre era siempre un cigarrillo orgulloso. Ahora, en la oscuridad, les costaba trabajo desatarse de la pereza.

—No es que me riñan si llego tarde —dijo Magdalena—. Pero esto lo sabes de siempre, a casa tengo que volver a dormir.

Cuando, semanas antes, Avelino Sanjuán había cogido por el brazo a Magdalena y le dijo, anda, sube, ella aceptó subiéndose a la furgoneta, un encierro con sopletes y otras herramientas, y en los cristales mujeres a todo color que habría que expulsar un día u otro, ahora que empezaban a ser como si dijéramos novios. El conductor enfiló la vieja carretera postergada por la autopista, sin preguntarle nada a la compañera. Tiempo habría, cruzó por la cabeza femenina, teñida y peinada a lo afro, para las fotos ya sentenciadas y para escoger ella misma los paseos. Y también que da gusto que la lleven a una. Ningún día repetía Sanjuán el itinerario. Hasta una tarde al oscurecer que buscando sitios subieron como de broma a lo del inglés, y ni puto caso omiso, dijo Avelino refiriéndose al cartel de camino privado comido por años de viento y de lluvia. Y desde entonces, ya ningún otro sitio, porque aquello era una bendición. El porche los abrigaba, lástima el frío de la piedra en el banco contra la pared, hasta que un día la manta del coche… No, no, esto no lo hace nadie, Avelino, esto sí que no. Magdalena pensaba si no sería más decente que lo hicieran hasta el final y por lo sano, mejor que aquellos juegos que la dejaban nerviosa. En alguna tregua rondaban alrededor de la casa cerrada y casi sin dueño, administrada, se cuenta, por el procurador Mariñas que es como si dijéramos abandonada. Sanjuán encontraba el símbolo mayor de ese abandono en una humedad que había desconchado un trozo de la pared, seguro que en tiempos pasaba por ahí una bajante. Magdalena dijo que a ella, lo que más, la grima de la persiana caída desigualmente, te juro una persiana así el efecto horrible que hace. Un día, o sea una noche, Avelino además de la linterna que siempre sacaba del coche traía en la mano una caja con la herramienta. Tardó un poco, pero la persiana de la planta baja obedeció a la pericia hasta quedar bien igualada, arriba, abajo, arriba, abajo. Una de las veces que a la persiana le tocó estar arriba Avelino la dejó así y enfocó la linterna para la habitación. ¡Mira!, llamó a Magdalena, como si ella no estuviera pegada a su costado. Observaron a través del cristal borroso, sin saber que la ventana estaba prácticamente abierta desde que se alzó la defensa dudosa de las tablillas. Fue saberlo y estar con medio cuerpo dentro, en seguida un saltito y el cuerpo entero, los ojos mirando las cosas pero sin mirarse ellos mismos el uno al otro. Se marcharon sin tocar nada, sin tocarse. Y esta noche:

—No me digas que estoy pesada, pero sabes lo que te digo.

—Llevas dos horas dando vueltas, que te estás quedando sin manta.

—No sé qué tengo esta noche. Te digo que tengo aquí en el pecho como una losa, tócame.

—Tocar te toco. Lo que tienes, son ganas de que uno esté pendiente de ti.

—Como si esta noche fuese distinta de las otras.

—Hasta ahora ha sido más o menos lo mismo. Pero si quieres igual invento hacerlo por otro lado, pide por esa boca.

—Bestia. Lo que quiero decirte es de cosas más serias, pero es que ya tenemos que marcharnos.

—Venga, suelta el rollo.

—De las manos que tienes para tu oficio, Ave, que todo el pueblo lo dice. Sanjuán para la fontanería. Sanjuán para las antenas de televisión. Si hasta para los aparatos del ambulatorio. De oro te harías si supieras cobrar para que te respetaran.

El hombre se desperezó en la cama, como si fuera a incorporarse. El somier crujió en el silencio. Magdalena sí empezaba a levantarse, ella siempre tarda más en vestirse y quitarse las señales que quedan. Pero, esta vez, el hombre la fue doblegando con una mano, llevándola con suavidad a caer de espaldas. Alargó la mano hasta la cazadora de cuero.

—Di si quieres o no quieres fumar.

Magdalena se alegró porque esta vez lo que él había recogido en lo oscuro era el tabaco. Odiaba aquellos momentos horribles, cuando Avelino le decía espera no vayamos a armarla, pero dónde habré metido yo los globitos.

—A mí me parece que nos vigilan —se quejó ella.

—Quién.

—No sé, alguien, las cosas mismas de este cuarto, el retrato.

—Lo que faltaba. Fuma y cállate ahora.

—Estarán todavía en la discoteca —imaginó Magdalena con una voz indecisa.

—Sin eso me paso yo bien —aseguró Avelino—. Lo que echo de menos, si acaso, es la consumición. Pero no creas que yo es el vicio de la bebida. Aquí mismo tengo el botellín de coñac y no es cosa de trincármelo solo.

—Con la tónica es como me gustan a mí los tragos, y el hielo haciendo tin, tin, en los vasos grandes.

—No estoy diciendo que el coñac tenga que ser solo, ni con leche. Digo que yo no sé beber sin compañía, y eso es cosa que a mí me viene de herencia. ¿Llegaste tú a conocer a mi abuelo?

—¿Al señor Sanjuán el capataz de las carreteras?

—No. Al por parte de madre, o sea el abuelo Romano que tenía la nariz muy grande y colorada, lo mismo que mi bisabuelo. Al bisabuelo lo llamaban de mote Romanones, pero al abuelo Anselmo se lo dejaron en Romano.

—Yo solo me acuerdo del capataz, hasta del uniforme de pana que llevaba.

—Pues el viejo Romano había vivido desde los veinte años a los setenta y tantos envasando cada tarde dos litros de tinto en cinco o seis paradas. Le dijeron que se jugaba la vida pero como si nada. Hasta que se partió la cadera, y el mismo día que no pudo salir a la calle aborreció el vino para siempre, le ponían la botella bien a la mano pero a él le entraban unas bascas horribles de pensar en beberlo a solas.

—Me gusta cuando hablamos, cuando te paras a contarme de tu familia. Además, tampoco es que estés solo ahora, si te apetece tomar una copa yo te acompaño.

—Eso está bien. Pero solo hay coñac purito.

—A mí el coñac me gusta si por lo menos tengo un bombón para acompañarlo.

—Hay galletas pero están en lo alto de la estantería, el coñac está aquí, las galletas hay que levantarse por ellas.

—Anda, Ave, a ti qué trabajo te cuesta.

—En hablando de trabajo… Di si lo hice o no como Dios manda. Sobre eso nunca dices nada y uno no sabe si te ha dejado vendida.

Margarita es la más lanzada de las compañeras de la fábrica. Margarita es diferente o Paco Díaz el practicante es diferente o es que Margarita tiene esa manera suya de explicar esas cosas. Dice que un rayo que la deja ciega. Que un grito que le sale del fondo de su naturaleza. Dice que si la dejaran a ella colgada a mitad del asunto se subiría por las paredes.

—Estarán Paco y Margarita.

—Ésos sí. Y Lorenzo y Concha que son la leche resistiendo en el baile. Igual estás arrepentida y preferías estar en ese tomate.

—Por un lado qué quieres que te diga.

—Cuando no quieres aclararte, no te entiende a ti ni la madre que te parió.

—Arrepentida no lo estoy.

No iba a dejar que la tomaran por una romántica, ni Margarita su amiga principal comprendía aquella ilusión absurda de recibir cartas con buena redacción y educadas de un chico pensando en ti y que viene a verte por el Cristo. Lo de salir con los de siempre, a bailar y a beber unos tragos en la discoteca, no es que te vayan a decir te quiero. Pero algo más propio sí parece, que venir a encerrarse en estas cuatro paredes. Claro que luego tenía razón Avelino:

—Ellos sí que se cambiarían por nosotros —como si le hubiera adivinado el pensamiento—, no tienen un sitio, ni siquiera un mal jergón donde ponerse a gusto.

Lo de Margarita era aparte, era como el premio gordo de la lotería. Paco y ella habían estado probando sitios hasta dar con la mesa articulada de curas, gracias que nadie más en toda la fábrica sabe que se meten en el botiquín.

—Lo que tengo es una gana así de seguir arrimada a ti, pero como hermanos.

—Pues acuérdate, la copla que cantaban aquéllos de la rondalla de Astorga.

—Cuál.

—La de que es imposible ser buenos…

—Es verdad. Y quererse como hermanos.

—Si tú no tuvieras senos.

—Si yo no tuviera manos.

—Pero que muy bien traído.

—A mí me parece una canción bastante fina y ellos también lo eran, no como otras bestialidades.

—Eres una antigua, una novelera, por eso te gustan a ti los de Astorga, a mí el llamarles senos a estas cosas tan cachonditas y tan ricas me parece como de novela.

—Quieto. No sé ni cómo se te apetece después de que lo hemos hecho.

—Te voy a decir yo otra copla que cantaba el cabo en León en el regimiento, ya que prefieres que hablemos.

—Gracias. Lo que yo tengo es un nudo que daría algo por echarme a llorar.

—Pues llora, tía, llora.

—Vete a la mierda —estalló ella, sabiendo que solo era una manera de decir.

Cuando pasados dos o tres días sin volver a aquel lugar después de lo de la persiana, la furgoneta tomó el camino, que parecía que nadie se lo mandaba, ella sentía calor y frío al mismo tiempo. Llegaron, se apagó el motor, y los matojos que van a llegar un día a invadir la casa crujieron bajo los pasos fuertes del hombre, seguidos de los más finos pero también directos de su pareja. Los dos cuerpos se conocían por las mutuas hipocresías, los recalentones. Pero cada cosa tiene su tiempo. Y fue ella misma, Magdalena Quiroga ante el asombro callado de Avelino Sanjuán la que después de hacerse empujar hacia el cuarto, esto sí, como en un rito inútil pero irrenunciable, empezó a aligerarse con naturalidad. Los botos camperos que son la última moda salieron después de un poco de forcejeo. En cambio los vaqueros apretados que llevaba deslucidos adrede cayeron como fruta madura. En lo más íntimo, coronando la sólida construcción de las piernas, quedó un triángulo de color vivo que a Avelino se le representó como reflectante. Avelino apartó la linterna. Entre los dos se apresuraron a quitar unos trapos, botellas vacías que estaban en desorden sobre la cama, y un montón de periódicos agrisados de polvo. Magdalena estornudó. Tápate pronto, dijo su compañero con una blandura nueva. Se notaron bajo la manta los movimientos un poco agachados de la mujer, ahora se está quitando la braga, o sea el slip, el jersey se lo dejó puesto pero en cambio manipuló por adentro de la lana y se quitó el sujetador, probablemente para esconderlo debajo de la almohada sin funda. Magdalena se dio sin memeces, sangró un poco, todo era natural como el mundo. Quizá también era natural lo de unas lágrimas que no parecían venirle de ninguna pena, tampoco de ningún goce que no hubiera sentido antes, cuando solo jugaban.

A veces pensaba ella, Magdalena, que el trato y la confianza que se habían cogido desde entonces tiene cosas buenas pero también otras malas. Como ahora mismo, este Avelino:

—Da gracias que tengo ganas de mear, que si no a por las galletas iba a levantarse tu tía.

Era pronto para las tormentas grandes del verano, pero nunca se sabe y años hubo en que aparecieron adelantadas, trayendo el polvo rojizo de las Médulas. Cuando el aire se carga para traer esa tierra, que dicen que es de los huesos molidos de los esclavos, la gente de Valdeorras y del Puente de Domingo Flórez se pone con dolor de cabeza y ninguna gana de mover ni un dedo.

—Hoy es sábado —advirtió Avelino Sanjuán. Miró para el calendario abandonado—. Después voy a mirar por gusto qué día de la semana era el día de hoy en ese año. Fíjate, 1960.

—Hoy es domingo puesto que ya pasan de las doce —advirtió Magdalena.

—La noche del sábado la hizo Dios para estas cosas, ¿no te parece a ti?

A lo largo de este tiempo, siempre pasaba que Avelino cantaba o silbaba conduciendo la furgoneta de vuelta para casa. Magdalena volvía que no sabía explicarlo, como una cosa muy tonta. Pero esto no iba a decírselo a él. Lo otro, sí, el que hasta sin tener encima el peso del otro cuerpo le faltase el aire en el pecho.

—Eso son neurastenias. O a lo mejor es el retrato —aceptó Avelino con sorna.

Además del calendario y de unos paisajes escoceses, había algunas fotografías de personas, y todas eran inventores, estaba Edison con el fonógrafo, Isaac Newton, Pasteur con la bata blanca y las barbas. Pero decir el retrato era hablar del marquito y la foto con el perro grande y hermoso del inglés —Daisy, 21th April 1959—, se ve que al marcharse había querido que el amigo fiel siguiese viviendo siempre en aquella copia. Detrás del perro, pero Avelino apostaba a que era una perra, podía verse en sombra al mismísimo inglés, con los bigotes grandes y en punta. Magdalena decía que el amo había puesto al animal de pantalla y que el inglés era un mirón vigilándolos y pasándose la lengua el asqueroso por el bigote mientras ellos estaban en la cama. Un mirón y un escuchón. El somier metía demasiado ruido. Magdalena volvió a machacar sobre el tema:

—El piso de mis tíos de Monforte tenía los tabiques de cartón, era una cosa que me ponía mala oírlos algunas noches.

—Pero qué edad tenían ya tus tíos para el asunto.

—Los cuarenta y cinco o los cincuenta. Una vergüenza.

Y que no haría nada de más, él, Avelino, tensando los muelles locos, para que no fuera esto de darse la vuelta para el otro lado y armar un escándalo.

—Ahora salimos con eso, a ver si no he arreglado ya los largueros de la cama. Y la balda para que pongas tus chismes y el invento para traer este poco de luz. O te crees que la casa la vas a heredar.

El inglés, como saben en toda Valdeorras, vino un día a estudiar los vinos y se enamoró de aquel lugar caprichoso, y mandó hacer la casa contra el consejo de los entendidos en el soplar de los vientos. Le acabaron la obra y se encerró sin que la gente pudiera meter las narices a ver lo que hacía, de manera que todo tuvieron que inventarlo. La fuente del invento, como si dijéramos, estaba en el casino de los señores, y desde allí iba llegando el agua cada vez más turbia igual a las tiendas que al mercado que a la Acción Católica, hasta la última mulleriña que se santiguaba sin haberse enterado mucho. Luego, lo mismo que vino se marchó el individuo, y a don Paco Mariñas el procurador le escribió que no iba a regresar nunca y que don Paco vendiera sus cosas por lo que quisieran darle. Era decir que lo daba por poco, pero aparte que es un sitio de locos, siempre sería mejor esperar para ver si se consigue por menos que poco.

Avelino fue y le dio la vuelta al retrato del inglés. Magdalena estornudó todavía, pero ahora el cuarto parecía más grande.

Hace un rato Avelino se había levantado para orinar. La primera vez había sido lo que se dice un drama. Fue peor incluso que la vergüenza de verlo un día con el calzoncillo, y también peor que estar a su lado cuando devolvió el pobre hasta la primera papilla porque se había excedido en las copas, pero esto del vómito sí que le pasa a cualquier chica el tener que aguantárselo al novio alguna vez. Por lo menos, no se dirá que ella no hiciera por evitarlo, lo de que orinase delante. Pero hombre, es que no puedes aguantarte si ya nos vamos, también podrías esperar a hacerlo a campo raso. Menos mal que salía él a la ventana, se ponía de espaldas a la habitación y apuntaba hacia fuera como quien está regando tranquilamente la huerta. Pero lo horrible es que ahora esa necesidad se le avecinaba a ella misma. Debía de ser bastante tiempo el que llevaban juntos, esta vez, porque tampoco iba a serle posible resistir hasta que se separaran. A pasos agigantados se acercaba el desastre, más deprisa cuanto más la atormentaba la idea por la cabeza.

—Me parece que he dejado el chaquetón en el porche.

—Y para qué quieres ahora el chaquetón.

Salió a un rincón junto al muro exterior, ajena a la aprensión de otras veces por los espinos y los rastrojos que en muchos años no había cuidado nadie, y qué horror ahora el ruido del chorro, además que no se acababa nunca. Volvió para dentro con un escalofrió en el cuerpo. Estaban empezando a caer unos goterones, grandes y separados unos de otros, y alguno la había golpeado en la espalda medio desnuda.

—¿Y el chaquetón…?

Por la sonrisa de Avelino, comprendió que había hecho ella un misterio inútil.

—Me parece que no lo saqué de casa —porque ya era mejor continuar fingiendo.

Ahora estaba la pequeña luz que tomaban de la batería de coche, y bastaba apartar el cable para quedarse en la penumbra. Agua no había, pero el frasco de la colonia.

—Anda. Vuelve.

Él le hizo sitio y ella fue y él le pasó a ella la mano por el pelo, una caricia que a Avelino Sanjuán se le ocurría pocas veces, eso si acaso se le había ocurrido alguna. Pero eran ganas de estropearlo todo:

—No sé cómo os aguantáis las tías hasta volver a casa, claro que es darse el morro en el portal y salís zumbando como locas.

—No me gusta hablar de esas cosas.

—Como si no lo hicieran las artistas y las reinas y todas las hijas de su madre. ¿Te gustaría un cuarto de baño?

—Anda. Y la calefacción central.

—También la calefacción. Pero no es una broma y te estoy diciendo el baño, fíjate, metido en la habitación pero independiente. Con bidé.

—Me vas a decir tú que no soy una mujer limpia.

—Quién dice eso. El bidé, con ducha. ¿Tú sabes que algunas tías se dan gusto con la ducha del bidé? Pero a lo que íbamos. Igual los hay en color azul marino que en color fucsia o que en terracota, el lavabo doble Venus referencia 230 y la bañera Repos con las agarraderas doradas…

—Ahora es a ti a quien te da por las novelas.

—Nada de novelas, te hablo por el catálogo pero fíjate bien que ya está instalado y funcionando. Tú tendrás el carné de identidad, no.

Cada vez son menos exigentes en lo de pedirles a las chicas la edad para el baile. Pero otra cosa tiene que ser lo de entrar en el motel si no es al bar de abajo a tomar una copa, seguro que a los chicos de El Barco ni se les ocurre que pueda pedirse una habitación. El motel está a ochenta kilómetros por la general. Dicen que vienen las parejas de fuera, incluso de Vigo. Magdalena había visto una vez a dos parejas que entraban con muchas risas y confianzas, lo que se le quedó en el recuerdo fue el neceser de piel que llevaba cada una de las dos mujeres, seguramente con sus cosas más íntimas.

—Dormir uno como un cristiano con una mujer al lado. Y te lo voy a decir de una vez el mayor deseo que yo tengo: entre sábanas.

Es verdad que entre sábanas se estaría bien. Pero Magdalena, o sea el pensamiento de Magdalena, abría el pequeño maletín lujoso junto al espejo bien iluminado e iba colocando cremas, clínex, algodones en bolas de todos los colores, todas las cosas en su sitio y como suele decirse un sitio para cada cosa.

Hasta que un relámpago y el trueno consecutivo la devolvieron a la realidad escareada del cuarto:

—Tú crees que ese tipo, el de los bigotes, ¿crees que habrá dejado pararrayos?

—Aquí no ha quedado cosa que funcione, a no ser que se ponga a arreglarlo uno que tú conoces.

—Con lo que atrae el hierro, ahora no te dejo ni tocar un destornillador.

—Entonces, mejor rezas lo que sepas o te aprietas bien contra mí.

Magdalena rezaba pero eran jaculatorias más que oraciones largas, porque en éstas se equivocaba siempre, y vuelta a empezar, y a la fortaleza masculina del compañero se agarraba con la codicia del náufrago. No había que entender de nubes y de tormentas para imaginar que se anunciaba larga la fiesta. El recurso de la iluminación les había fallado seguramente por la lluvia sobre el cable exterior y los relámpagos eran trallazos de luz que entraban sin que valiese de nada la persiana.

—Sagrado Corazón de Jesús en vos confío.

Luego era el golpe seco del trueno, seco en la desolación de la colina y en seguida rodando abajo por entre la garganta del Sil, el río que es como el padre o tutor de toda la comarca.

—También es mala suerte, tú.

Magdalena quería hablar de lo que fuera. Pero Avelino panza arriba. Avelino con los ojos cerrados y el cuerpo muerto. Avelino fuera del juego y del mundo.

—Mala suerte, te digo, que nosotros llevemos el agua y el Miño lleve la fama.

Era un bonito gesto, a que sí, identificarse con el agravio secular del río. Pero tampoco tuvo respuesta.

—Lo que yo no sé, es si traería tantas pepitas de oro como decían aquellos antiguos.

Silencio.

—No te duermas ahora, Ave, por favor te lo pido.

Una pedrea extensa de granizo golpeaba contra la ventana. Y también arriba, por encima de las habitaciones no violadas, tamborileaba en las pizarras que milagrosamente, lo que más en la casa, aguantaban el paso del tiempo. Magdalena acercó la oreja al pecho peludo del hombre. Respiraba. Despacio, pero respiraba. Un horror que venía a ser como la furia reunida de unos cuantos horrores anteriores estalló encima, exactamente encima de sus cabezas.

—Rogad por nosotros que recurrimos a vos.

Y en seguida:

—Eso fue en el gallo que dejaron de la veleta, Avelino. Avelino. Háblame. Que sepa yo que no te duermes y me dejas sola con este castigo.

Todos saben que lo peor es cuando una tormenta sale al encuentro de otra, pobres los que estén debajo del sitio en que las dos tormentas se encuentran. El sitio del inglés.

—Si quiere Dios que no nos pase nada esta noche será un aviso de que tenemos que cambiar de vida. Tú cuánto hace que no te confiesas.

Ahora fue del lado de la carretera de Córgomo.

—Siempre que hay tormenta cae algo en ese transformador y viene el apagón. Di, será muy malo ser el guarda de las fábricas de la luz. O del polvorín. De confesarte, digo.

Era como hablarle a una piedra.

—Yo tuve una época muy maja de club parroquial, no creas que es como antiguamente, además de futbolines hay curas jóvenes que nos animaban a ser responsables y divertirnos juntos los chicos y las chicas. Una vez oí yo que es dificilísimo hacer un pecado mortal porque hay que tener verdadera intención de ofender a Dios. Figúrate tú. Si yo estoy a gusto contigo, Ave. ¿Por qué iba a tener intención de ofender al Señor? Y monja, quise ser una vez. Cuando se marchó aquel chico de la extensión agraria, ya ves que no me importa contártelo ahora que sabe Dios lo que nos espera, también tú me deberías contar a mí, me vas a negar que tuviste tus aventuras.

Esperó.

—No te voy a decir que sea celosa. Pero me mortifica que en los casos verídicos que salen en esas revistas, ya sabes, muchísimas veces son chicos fontaneros y de las antenas de la televisión que van a las casas a la hora en que las mujeres están solas sin sus maridos. ¿Tú crees que es verdad que se dan tanto los casos? También lo del suegro que se lía con la nuera, a mí esto me parece ya una manía de quienes escriben las historias, qué crees tú.

Aunque hubiera habido respuesta, el fragor que vino de arriba haría inútiles las palabras. Magdalena sacó su brazo lo mínimo para santiguarse, pesarosa de no estar vestida del todo.

—¿Has dicho algo? Está bien, allá tú si no quieres sincerarte en un momento como éste, Ave, pero podías hacer un acto de contrición para tus adentros. Yo de las revistas creo que ni tengo que confesarme, al principio eran una novedad en los vestuarios pero ahora ni caso. A que no sabes adónde mandamos las camisetas para el remate cuando en la fábrica no podemos con los pedidos… Es bonito que El Barco sea famoso hasta fuera de España por las camisetas, miles y millones de camisetas de colores que ponemos Cadaqués, o Formentor, o la cara de Humphrey Bogart. A las monjas de clausura se las mandamos. Fíjate, a las monjas hasta de Mondoñedo. I love you.

Arreciaba la lluvia; y también el aire, si hasta pareció que se habían movido las cosas del cuarto.

—Estaría bueno que fuera una venganza que nos manda el tipo porque le hemos puesto a él y al perrazo, o la perraza, contra la pared, ¿tú crees en esas cosas?

Magdalena tuvo un arranque. El retrato quedó redimido de su condena, Magdalena sintió como si hubiera restituido una cosa robada y corriendo volvió a meterse en la cama. Se quedó callada, perdida la cuerda para seguir el monólogo desesperado. Avelino entonces para no perder las rentas de su disimulo pegó una sacudida y un grito como de cadáver que vuelve de repente a la vida:

—Esto sí que es un pararrayos, ¡agarra e palpuxa como está o ferro!

—¡Mal rayo te parta! —gritó también Magdalena—, que me has asustado, mira cómo me late el corazón.

Y saltó un centellón de mucha braveza.

—No, Avelino, Ave, un rayo no. No he querido decirlo, Ave. Pero qué barbaridades le vienen a una a la boca.

Tres, cuatro, acaso cinco horas después, la mañana se colaba en la habitación por la persiana entreabierta. Sanjuán se había dormido como un madero al terminar su última faena de la noche. Ahora se sentó en la cama, se estiró en un bostezo inacabable, ya solo falta que le vengan a uno con el desayuno en bandeja:

—A ver, maestra, un café calentito con churros.

Magdalena estaba de pie, vestida y arreglada como una mujer de casa madrugadora. Le andaba en los ojos, en los labios, una sonrisa satisfecha y nueva, pero acaso hubiera que mirarla de más cerca para conocérsela y Avelino Sanjuán estaba frotándose los ojos como si aún no reconociera el lugar en donde despertaba.

El hombre se sobresaltó:

—Me parece que la hemos pringao. A pelo, sí señor, a que nos den el libro de Familia.

Anoche, el cese de la tormenta había ocurrido de repente. Pero la furgoneta flotaba casi sobre un lago que había empapado sus mecanismos, el delco es lo que dijo Avelino jurando. Abajo, en el valle, se adivinaba la ciudad sin una sola luz hasta que los de Fenosa acertaran con la avería, y una última culebrina inofensiva certificaba la paz a lo lejos, ya por Viana do Bolo. «¿Tú crees que podemos bajar a oscuras?». Magdalena se extrañó de sí misma, de no desmayarse cuando le contestaron que no. A Magdalena Quiroga, en el fondo, se le quitaba un peso de encima. Alguien o algo había decidido por ella. Decidido para toda una noche.

Avelino se desperezó del todo, encendió el primer pitillo del día, Magdalena le acercó el cenicero de propaganda para que no manchase con la ceniza.

—Venga, mamá, ¡aporta una copichuela si se acabaron los churros!

Mamá no dejaba de sonreír. El sol de junio lo iban alzando poco a poco sobre la cresta del monte como la custodia en la fiesta del Corpus, ya ahora estará despertando el sol a la gente abajo en el pueblo entrando por los cristales de las galerías el sol barriendo la sombra de las aceras qué bonita pero qué bonita es esta villa principal de día con sus jardines llenos de árboles altos y fuertes que llaman laurolmos una suerte que esta casa del inglés pertenezca al Barco y que hoy sea domingo y mañana lunes haya trabajo en la fábrica para que la gente ande por el mundo con esos letreros en las camisetas. A Margarita voy a cogerla aparte cuando el bocadillo, por qué me habrá ocultado esa necia lo de los colores.

O sea que no una hora, ni dos horas. Ni que te dejaran tres horas que es lo que viene durando el baile del sábado.

Lo que hace falta es que nada ni nadie te esté esperando en el mundo. Echarse con el hombre y ponerse a pensar en el mar que no se acaba nunca, en prados que se repiten verdes después que subes a una montaña y a otra montaña. Entonces todo se le desata a una y ni estornudos ni nada, te viene un relámpago pero que no anda perdido por otras partes del cuerpo, además que en vez de una cosa blanca son muchos colores como un jardín en el aire… Los paisajes de las paredes serían menos grises si se cambiaran para la luz contraria, la colcha podría llevarse para darle un lavado en casa, ahora la joven Magdalena Quiroga se va a poner a limpiar con cariño la habitación y nunca ha sido más triste y fatigado el derecho del narrador, saber que a esta misma hora en Southampton el ferry que viene a España, y el inglés, y la Daisy II facturada con todas las vacunas en regla, faltan tres días escasos.