Clara y el Romano

—Espera —se le ocurrió a ella cuando llevaban un rato hablando.

Con una de sus manos sostuvo el escudo de la sábana contra los pechos no del todo desnudos y el otro brazo lo alargó hasta el interruptor de la lámpara, en el dormitorio burgués donde le inquietaba sentirse mirada por los retratos. Se quedaron en una media luz. Los testigos se fueron borrando.

—Ya te dije que hubo un hombre, el primero, pero poco va a servirte para esta manía tuya de saber mis secretos. Si ni siquiera llegamos a tocarnos.

—Os escribíais.

—No.

—¿Entonces?

—Él era mucho mayor.

—Como quien dice, tu padre.

—Tanto no. Pero a aquella edad nuestra se notaba mucho.

—A las chicas les gustan los hombres mayores.

—Fue un amor solo mío, apuesto a que él no lo supo nunca.

—Tu amor platónico.

—Yo estaba muy piadosa, por entonces saltábamos de una devoción a otra. El bautizar chinitos que les poníamos los nombres que nos gustaban, Orlando, Fabrizio, empezó a parecernos impropio.

—¿Impropio por qué?

—Ahora que llevábamos medias.

—De colegialas.

—De verdad. Medias de nailon.

—Y bien.

—En el apostolado de la oración daban a escoger entre un credo los siete días de la semana y un rosario cada semana y no sé qué otra mortificación al mes. Pero lo máximo era lo de joven reparadora.

—¿Reparadora?

—Lo máximo en el siglo, nos decía el capellán don Vittorio, para las que no alcanzásemos a hacer los votos. María Rossi, precisamente la hermana de Luigi Rossi…

—O sea él.

—Sí. María Rossi era una niña muy alegre y quería ser bailarina o monja, animaba a que nos metiéramos a monjas si lo hacíamos todas en el mismo convento y en el mismo día.

—¿Y tú?

—Si no fuera el tener que ducharse con agua fría. Quién sabe si no poder ni siquiera ducharse. Lo de pasarme de rodillas unos ratos larguísimos, sí, eso yo ya lo estaba haciendo.

—En el reclinatorio.

—Y contra el mármol, en las tardes más pecadoras de los domingos. Lo más hermoso era la sensación de cosa inmediata. El que estuviéramos reparando los pecados que se cometían en aquellos mismos momentos.

—Pero ¿en qué pecados pensabais?

—Eso no había que pensarlo. Todo lo que hacía sufrir al Señor.

—¿Y ese Luigi?

—Fue aquel otoño cuando se produjo la llegada del ingeniero Capucci. Un acontecimiento, yo no sé si tú sabes lo que es un pueblo. De un furgón de mudanzas bajaron muebles, un columpio para el jardín de la casa alquilada y baúles con vestidos que luego irían saliendo poco a poco, como para morirse de envidia. Eran cinco niñas Capucci.

—Por ejemplo.

—Todas rubias, todas altas para la edad, empezando en los diecinueve años y terminando en las dos pequeñas gemelas. En mi clase entró la segunda, Olga, la menos guapa de cara. Pero traía también el acento elegante del Véneto, y aquella manera simpática de sentarse como un chico, de pillar al momento las manías de los profesores para imitarlos.

—La mayor sería una mujer.

—Roxana. Se hizo novia en seguida de Luigi Rossi. A todos les pareció natural.

—Menos a Claretta —y la mujer se estremeció al oír su nombre de niña.

—Casi hubiera sido un contrasentido —dijo ella— que Luigi tan deportista y elegante me prefiriese a mí, que el chico más guapo del pueblo y la primera de las Capucci con aquel aire de princesa no se hicieran novios. Yo no sentí, entonces, ninguna puñalada en el corazón. Sentí un arañazo que me daba un gusto muy dulce y me hacía sonreír por dentro, orgullosa de mi fortaleza.

—Eso te lo creo.

—Yo no te miento nunca.

—Si voy y vengo para verte es por algo. Conque cinco princesas rubias.

—No, las otras no tanto. Olga además de sentarse como los chicos era mandona. Disfrutó de las ventajas de ser una novedad en el pueblo, pero esto se iba pasando al cabo de unas semanas, le había cogido el gusto a ser la protagonista en todo y se puso a hacernos confidencias, yo creo que quería asombrarnos y exageraba.

—¿En qué crees que exageraba?

—En la experiencia, sus líos por todas las ciudades donde había vivido. La verdad es que estaba muy desarrollada de cuerpo, o mejor dicho, estaba desarrollada de una manera diferente…

—¿Diferente?

—Bien, sí, como de haber pasado por las manos de muchos chicos. Yo creo que eso se nota.

—¿En qué?

—No sé, en el repuntamiento mismo del pecho.

—Una buena pieza.

—En Roxana no cabía ni imaginar esas cosas, andaba por la calle y parecía que llevase un poco de sol en el pelo.

—Sois románticas las de Umbría.

—No debes burlarte. Los romanos sois un poco… no sé. A veces te veo una mirada tan fría.

—Eres hermosa —y no es difícil que el hombre fuese sincero.

Podría haberle pasado la mano por el pelo reciente. A un romano lo conmueven los cuidados que una mujer tiene para dedicárselos al amante, la abnegación de acostarse y arruinar el peinado después de una mañana de peluquería.

—Seguro que para Roxana Capucci el amor no era hacer marranadas en el portal o en el cine, eso era lo que todas pensábamos de Roxana.

—¿Y besos?

—Bueno, besos, sí. Pero no el truco que nos enseñó Olga, para que un beso no sea un beso corriente.

—Jugabais.

—Cómo no íbamos a jugar si éramos unas niñas.

—Tú me has dicho que fuiste mujer muy pronto.

—Las niñas reparadoras nos habíamos quedado en un grupito muy pequeño. María la hermana de Luigi, yo y dos o tres más. Sería precioso que se hubiera apuntado Roxana, si parece que con su tipo estaba pidiendo el uniforme blanco. Yo, en cambio, creía que de aquella piedad no iba a apartarme nunca. Al final de la tarde nos encerrábamos en la capilla, rezábamos deprisa para que nuestra oración no llegase más tarde que los pecados que se estaban haciendo en París o en Río de Janeiro y en sitios así, los sitios más perdidos del mundo. Olga nos estaba esperando un día. Habría agotado ya el recuento de sus propias hazañas, es lo que pensé cuando empezó a contar de Roxana y de Luigi. Como un relámpago comprendí que tenía que decidir entre escuchar a Olga o marcharme, que según lo que escogiera me iba a alegrar o arrepentir durante toda la vida.

—Y te quedaste.

—La noche pasada, nos dijo Olga, se le había ocurrido a ella bajar al pabellón de entre los sauces, donde guardaba su padre las muestras de los minerales y las plantas. El lugar lo conocíamos todas las niñas desde que habían venido los Capucci. La mamá era una señora muy distinguida. Roxana se le parecía mucho, la señora Capucci nos invitaba a merendar el té con tostadas pero sin entrar en la casa, solo en el jardín donde habían instalado los juegos. Pues allí encerrados en el pabellón estaban los dos tórtolos haciendo sus cosas.

—Eso es muy vago. ¡Sus cosas!

—Y la blusa roja de Roxana, la de seda salvaje, precisaba Olga, muy colocadita encima de la bombilla que daba como una luz indirecta por todo el cuarto.

Ahora el Romano no dijo nada.

Ella no dijo nada, como si no hablase más que pinchada por las palabras del hombre.

Era una tarde lluviosa y lenta, la alcoba debía de mirar al norte y estaba un poco fría, pero la ropa de la cama empezaba a sobrarles, bordada y limpia. El hombre se alcanzó el cenicero que ya tenía prendido, Ricordo de Nápoli. La felicidad del cigarrillo le recordó los bombones de la estación Términi que siempre le traía a su amiga. Pero uno solo, suplicó la mujer, ¿no encuentras que estoy engordando? Tomó un bombón, repitió, recaía una vez más como una criaturita golosa.

—Yo no había podido marcharme —y el hombre tardó en comprender que ella volvía a la historia lejana.

—Creí que habías acabado con eso.

—Tenía las sandalias pegadas a las losas del atrio como clavadas con clavos y seguía escuchando a Olga.

—Vosotras dos solas.

—No, no. Las reparadoras. Y lo peor es que estaba María Rossi, con los ojos como platos y sin perderse una coma. Yo le hice señas a Olga, por si no se daba cuenta de que estaba hablando de Luigi Rossi.

—¿Y Olga?

—Ni caso. Me atreví a decirlo muy claramente, que aquella coincidencia me parecía como un sacrilegio.

—No lo entiendo. Un sacrilegio.

—Algo turbio, quiero decir, el que le cuenten a una secretos tan horribles de su propio hermano.

—¿Tan horribles?

—Y más.

—Conque María Rossi.

—Se burló sacándome la lengua y que me metiera en mis cosas. Olga siguió ce por be recreándose en lo que había visto desde el escondite. Visto y escuchado.

—Por ejemplo —tanteó el Romano con la voz más indiferente que puede sacar un romano.

La mujer se volvió hacia el hombre, se acercaba, y en sus ojos se dejaba leer una súplica. Pero él no habló, no se movió ni un centímetro, así es como le gustaba obligarla.

—Cosas. Posturas. La manera de quejarse Roxana, como si le estuvieran haciendo algo que no pudiera resistirse.

—Las mujeres resistís mucho.

—Ahora que estás haciendo de mí una mujer enseñada, te aseguro que sus juegos quedaban a bastante altura. O sería que Olga era tremenda contando, la misma manera detallada que don Vittorio las penas del infierno, solo que ella el placer. Yo desde aquella tarde empecé a esquivarla, aunque con cuidado de no ser una maleducada. Con la pérdida de Olga me quedé también sin la pequeña María Rossi, que estaba cambiando a ojos vistas. El mundo entero estaba cambiando. Ahora las ofensas que había que reparar eran las que se hacían a Dios allí mismo, ¡en nuestro propio pueblo! Daba como un sofoco el saber exactamente cómo se le hacían y en dónde, el que los pecadores, él y ella, tuvieran por primera vez una cara y unos cuerpos que a cada poco tropezábamos en la calle. Pero yo seguía en mi puesto de la capilla, cada tarde…

—A la hora oscura de los encuentros.

—O no tan oscura —corrigió ella—. Ya ves que te cuento todo, siempre sacas de mí lo que quieres.

A él le pareció que ya debía besarla, que tan malo es adelantarse como pecar de lento.

—No niego que el asunto empezó a trastornarme. Cada vez más. Me quemaba pensarlo de día en medio de la gente, y sobre todo al quedarme por la noche en la cama.

—Jugabas contigo misma.

—Por favor.

—Y después rezabas.

—Quería ser buena.

—Reparabas tus propios pecados.

—Yo había sido una niña muy pura.

—En una camita vestida de blanco, niquelada, y con postales bonitas en las paredes.

—Sí. Con estampas y una foto de Gregory Peck —reconoció admirada—. A veces pienso que me preguntas lo que sabes mejor que yo misma.

—Sigue de todos modos.

Porque estaban rozando el momento en que las palabras ya no bastarían.

—Lo que me desazonaba por todo el cuerpo…

—Pero di por dónde.

—Que me ponía hormigas en los muslos, y en las manos inquietas, no eran los jueguecitos que nos detallaba Olga.

—Pues el qué.

—La ocurrencia aquélla de la blusa, ¿te imaginas?

—Sí, pero acaba de una vez.

—El pensar si habría sido idea de la princesita rubia o las manos grandes de Luigi Rossi quitándosela botón a botón para colocarla encima de la bombilla y que la luz roja por la seda lo idealizase todo. Anda. ¿Quieres?