La venganza

Que un hombre que está en la fosa, o sea en el panteón, se siga riendo de uno no hay cosa que me dé más rabia, todavía estoy viéndole la cara de chivo a don Máximo Narayola, y en la cara los ojos como brasas que se comían a Rosalía. Ahora aquellos ojos se los habrán comido a él los gusanos, pero yo sé que siguen riéndose esas veces aunque no sean todas gracias a Dios, cuando estando en la cama con Rosalía me recuerdo y entonces no hay nada que hacer, por mucho que la Rosalía…

—Pero qué te pasa a ti, hombre, así sois todos que en seguida se os pasa el capricho.

Yo, callado.

—Claro, ahora los hombres las que queráis, a saber las ocasiones que tendréis cada día los conductores de un coche de línea.

Los cobradores, puede ser. Pero callado.

—No seas bobín, anda, toma esto, pues no te ponías tú bueno con solo por el escote.

Rosalía fue la mejor hembra de nuestro pueblo y todavía las puede a muchas de casada, eso es un orgullo para el hombre que se lleva el gato al agua pero también acaba trayendo cabreos: el fantasma de don Máximo, con su perilla recortada y canosa, que de vez en cuando se me pone delante del parabrisas o se aparece en el papel con flores que le hemos puesto a la habitación para olvidarnos de que es una habitación heredada.

Apuesto cualquier cosa a que el tío descubrió pronto lo de Rosalía. Que nada más verla de niña. Don Máximo sería un cabroncete fisgón pero todos dicen que más listo que Dios, nada más echarle el ojo a la Rosalía tuvo que verle por los andares el desarrollo que iba a tener cuando se hiciera mayor. La tiene que haber mirado cantidad de veces al pasar la chica viniendo de la Presa, con esa mirada suya que si no le han partido la cara es por lo que fueron en tiempos los Narayolas y también por lo de solitario y un pobre loco.

Rosalía jura que jamás en la vida cruzó una palabra con ese señor.

—No tiene usted que jurar nada, señora —le dijo el juez, y eso que Rosalía era todavía una chica soltera—, lo único que tiene usted que hacer es ratificarse en la diligencia.

Esos términos de los jueces y los abogados. Yo me hubiera echado para atrás si no estuviéramos amonestados del domingo anterior, compuesta y sin novio la hubiera dejado. Otra cosa sería que uno tuviera un oficio más oculto, y no el de ir y venir por donde te conocen todos, sentado en la cabina del Pegaso como quien está de exposición en un escaparate.

—A mí no me importa nada en teniendo la conciencia tranquila —dijo ella, con esa afición suya de hacer la cruz y te lo juro por éstas.

—Pero ¿y los demás?

—A los demás que les den por ese sitio.

Bueno. Ella lo dijo más claro, o sea, el sitio con todas las letras. La lengua de las Martechas de junto al río.

«Se prohíbe hablar con el conductor». Pero la gente no sabe lo mucho que habla el conductor de un coche de línea para sus adentros. Fue un tole tole, aunque a mí no se me dirigieran bien sabía yo de lo que iban los comentarios. Exageraban sobre todo en cosa de alhajas y del dinero. Yo pude ver y tocar el capital porque ya se me respetaba como a un marido, y luego los papeles llenos de firmas de los testigos y de pólizas, era un tarro que fue de ciruelas en almíbar conteniendo 8530 pesetas, cantidad de ellas en moneda fraccionaria, más un saldo en la libreta del Banco. Pero es de locos lo que cuesta el sepelio, y más si es un arcón de castaño con los apliques. Todo estaba en el inventario, estantería con más o menos ochocientos libros, mesa escritorio provista de quinqué y escribanía, pistola antigua que no puede considerarse como arma útil, así mueble por mueble y cacharro por cacharro, aquí en la memoria se me quedó por la manera que tiene esa gente de escribir las cosas.

—Yo no firmo nada sin que tú entres conforme —Rosalía haciéndose la mística.

—Tienes padre y madre —dije yo—, a mí en esto no me toca ningún cuidado.

—La interesada es mayor de edad —dijo el juez—, ella no necesita de ustedes y puede obrar como quiera.

Lo que yo no acababa de entender es el porqué de que nos hubiera caído a nosotros, o sea, a la que iba a ser mi mujer. Y que no haya alguna ley castigando que se use el nombre de otro sin el consentimiento. A don Máximo Narayola o de Narayola, lo llevé una vez de pasajero, una sola en los años que estoy en la Rápida. Me recuerdo porque fue subirse él y quedarse en silencio el autobús, cuando de continuo es un gallinero en estas líneas donde todo el personal se conoce. La historia de los Narayolas dice don Jaime el corresponsal de El Faro que es el mismo caso del venir a menos de España. Los antepasados del difunto, en tiempos, mandaron hacer el altar dorado de la parroquia, otros trajeron la escuela de sordomudos y la de artesanos, pero después ya andaban en hipotecas y en almonedas hasta dar en este último Narayola donde se les acaba la raza, si sigue viviendo un poco más ya no hubiese tenido donde caerse muerto. Bueno, en eso es previsora esta gente, que aunque no coman siempre tienen a mano sus buenos mármoles. Pero sigue royéndome aquí en los sesos lo de Rosalía. Y además. ¿Cómo pudo saberle el tipo el segundo apellido? Si no lo había sabido yo, después de años de relaciones. Lo del papel de puño y letra hay que reconocer que tiene buena redacción y el detalle del sobre lacrado a su señoría, el señor juez que intervenga en la causa. Cien veces me lo he leído todo, porque si alguna pista o sospecha afecta al interesado, marido de la interesada, tiene que estar ahí entre los conceptos de un hombre que está pensando en la muerte. Lo primero es la plena posesión de las facultades mentales, pero eso lo dice cualquiera, hasta un loco de atar piensa que los locos son los otros. O sea que hallándome en la plenitud, etcétera, la casa número 17 de la calle Real. Todos los bienes muebles y valores que pueda haber de puertas adentro en la susodicha casa, más la libreta del Monte de Piedad, más dos títulos de la Deuda depositados en el mismo establecimiento de crédito, y aquí el nombre completo de la Rosalía, se da usted cuenta, doña Rosalía Martecho González, y nada más la condición de las dos docenas de crisantemos todos los años en el día de San Máximo Obispo que cae el 7 de enero, eso es lo que decía pero con más ringorrangos.

—Algo tiene que haber aquí, te digo —le decía yo como un martillo pilón a la que iba a ser mi señora.

Y ella:

—Pues a ver tú, que eres tan listo, a ver si sacas el acertijo.

—¿Pero es que nunca habías tenido confianzas con él, que nunca tienes entrado en su casa, a lo mejor para hacerle un recado?

—No estarás pensando alguna gochada. Además que podía ser de sobra mi padre.

Me vino como un rayo de luz esta palabra. Hay que reconocer que sería lo más propio, según ocurre en cualquier historia de testamentos. Se lo dije a Rosalía. Ella se echó a reír casi encima de mí, con sus pechos subiendo y bajando a dos centímetros de mi boca. Se paró de repente, y con cara de guardia me dijo que no fuera a enterarse su madre, a no ser que estuviera yo con ganas de dejar este mundo. Tanto, no, pero sí un poco harto de las coñas, y «Que sea enhorabuena», «Eso sí que es un regalo de boda», «¡Y de un invitado que no va a hacer gasto en el banquete!». Lo de que fuera un regalo estaba por ver, las pagas extraordinarias y a veces las otras se nos van en papeles para el registrador o el notario, los impuestos por aquí y por allá, todo por una casa vieja y de poco servicio que ni siquiera puede obrarse porque no dejan los de Bellas Artes. Los libros vino uno de fuera y los compró al peso. Los trajes y demás indumentos e incluso las navajas de afeitar yo ni tocar por nada del mundo. Solo me avine en coger los gemelos y esto por no exagerar los desaires contra un difunto. Mi señora parece que habla de él hasta con un poco de cariño, usted qué me aconseja, ahora estoy viendo que se echa encima el día del santo y el papelón de ir ella sola con las flores a la capilla donde está el viejo con todos los Narayolas, es lo que se explicaba ce por be en los papeles ológrafos.

Claro, comprendo que a usted le sea difícil darme el consejo y que tendré que arreglármelas yo mismo. Mire. Desde que empecé a ser novio de Rosalía, siempre que pasábamos por delante estaba don Máximo en su puerta bajo el escudo medio vencido, como si estuviera a la espera. Aquí soy yo el que tengo que confesarme. Me gustaba pasársela por delante de las narices. Me parece que esto no se lo he dicho a nadie pero hacía por que nos parásemos un poco, para yo encender con cachondeo un cigarro, y me daba gusto ser joven y fuerte, y del barrio de abajo, frente al último aristócrata de la calle Real. Con ella yo no hacia ningún comentario. Pero sé que me lo adivinaba. Andaba más provocadora que nunca, a las mujeres les gusta jugar con fuego. Una vez, al fin, lo vi a él tan entrometido, con aquellos ojos como garfios, y una mirada tan golosa que no pude contenerme y delante mismo de su barbita afilada le hice ese corte que ningún hombre que sea hombre puede aguantar. Él lo aguantó, y pensé que todo lo que le echaran. Pero me miró con el mismo orgullo que tiene el Narayola de hace mil años que está en la estatua de la plaza, y todos los otros Narayolas, en los retratos de la escuela de artes y oficios. Luego echó una risita corta como un puñal que jurara vengarse, pero qué miedo iba a tenerle yo por entonces a sus venganzas, si me respondía la hombría con solo que Rosalía se me arrimara. Me recuerdo de Rosalía tirando de mí, de manera que lo dejé al don Máximo Narayola porque yo no sabía de herencias póstumas, la culpa es mía por olvidar que hasta arruinados o muertos siempre quedan por encima los mismos.