El caso Tiroleone

La historia de Bruno Merotto la oí contar en la ocasión menos adecuada a semejante tema: un despacho de Lingüística de la Universidad de Perugia, o sea Perusa, entre humo de cigarros y bebidas con que se celebraba la despedida de la profesora Peterson.

Merotto había sido un niño corriente; aprendiz de confitero; un mozo como cualquier otro de una quinta del setenta y tantos. Cuentan —sobre todo ahora— que el mayor tiempo posible se lo dedicaba a la bicicleta. Pero lo de empecinarse en el ciclismo como professionista, no como dilettante, ocurrió exactamente a su regreso de la milicia.

Merotto volvió de la mili con el aire de quien acude a arreglar un asunto urgente. Con Peppo Guarnini lo tenía apalabrado, la vieja Bianchi más noventa y cinco mil liras, billete sobre billete, para pago de la que vendría de encargo, facturada en preferente desde la misma Roma. Mil veces había imaginado, en las guardias perezosas del cuartel, el irle quitando poco a poco los listones, el cartón ondulado, la camisilla final del plástico con indicios de una parafina muy limpia.

Y así ocurrió en la realidad, idénticamente salvo que en tarifa exprés no les ponen la jaula de tabla.

Pagó y marchó pedaleando en la bicicleta nueva y ligera, derecho a casa del practicante Amadori. Cuando éste acabó de poner un par de inyecciones y salía de su consulta que da al portal, Merotto se le acercó y le hizo ver laMarzano de competición y, en un vago gesto, los músculos de sus propios brazos y piernas.

«Me habló atropelladamente —había informado Amadori a la profesora Peterson—: “Quiero ir de jefe de fila en el trofeo Amadori, en el comarcal y en la copa Dos Valles”, y yo iba a bromear con que si también en el Giro de Italia y en la Vuelta a Francia cuando justamente me llegó el periódico. Pasamos los dos a ese otro cuarto, que da también al portal, pero que como usted misma ha visto no tiene vitrina de instrumentos de cirugía menor ni mesa de curas». En realidad es un cuarto que apenas tiene nada, un cierto olor a diferido y húmedo le había encontrado la Peterson. Amadori aquel día de marras se había acercado a la ventana y abrió la rendija justa para leer. Empezó leyendo para sí, pero poco a poco le fue ganando la vanidad:

«—… preguntamos al presidente del Club de Tiroleone, señor Mario Amadori, presidente, entrenador, comisario técnico… Veamos, señor Mario Amadori, ¿cómo funcionó la I Marcha de los Tres Días del Paisaje Umbro?

»—La I Marcha de los Tres Días del Paisaje Umbro para mi modo de ver puedo asegurar que fue un ensayo fabuloso, que arraigará en nuestra querida región gracias al gran número de participantes y al comportamiento cívico–deportivo de los mismos.

»—¿Y a qué cree usted que se debe la afición al ciclismo routier en esa localidad, superior a la que existe en poblaciones mucho más importantes?

»—En Stroncone, a dos pasos de aquí ha nacido la Nina Valmori y luego salieron muchas figuras de la canción moderna. Piediluco es el pueblo de los poetas. En Tiroleone, si no tuvimos la honra de que naciera, pasó parte de su infancia el fabuloso Brunero, y seguramente fue esto lo que promovió nuestra cantera autóctona.

»—Y ahora, gentil y caro señor Mario Amadori, para terminar: ¿Muchos problemas en cuanto a servicio mecánico?

»—Tengo entendido que los propios de una marcha: pinchazos, descentrado de ruedas… Pero debo decirle que mi cometido no es éste, debidamente cubierto por nuestro directivo señor Peppo Guarnini. Mi modesta dedicación al noble deporte de la bicicleta se enfoca desde el ángulo de la verdadera máquina, que es el hombre».

Amadori, al fin, apartó el periódico para considerar al aspirante. Merotto le había estado escuchando de pie, con las piernas ligeramente arqueadas, enseñando cierta mezcla de arrogancia física y de timidez. Un italiano ni guapo ni feo, corriente de estatura, con una complexión proporcionada se deducía del retrato que nos esbozaba la investigadora, Karen Peterson, del Trinity College, en Arlington, Virginia. Se puede imaginar la llegada desenvuelta de la estudiosa a ese curioso Tiroleone con la libreta de notas, preguntando a todo el mundo, con el magnetófono colgado de sus hombros de amazona.

«—De acuerdo —dijo Amadori cuando hubo doblado cuidadosamente el Lazio Sportivo—. Ahora debes declararte a ti mismo y declarármelo a mí: si estás convencido de entregarte, fíjate bien, en-tre-gar-te, al ciclismo activo-deportivo.

»—Lo estoy.

»—Si estarás dispuesto a sacrificios en el comer, en el beber… y desde luego en lo otro.

»—Lo estoy a eso y a lo que sea».

Sonaba a la toma de juramento de una milicia secreta. Desde ese momento, el instructor sería un tirano para el profeso. Valía la pena porque Amadori ha sacado adelante a varias glorias locales: ahí está Tullio, el ordenanza del Ayuntamiento, que en tiempos llegó a doméstico de Bartali. El practicante sabe todos los trucos, recetas que no vienen en ningún libro, las posiciones del cuerpo según haya que correr en el llano o en subida o en los trozos de sprint. Luego, en fin, solo él en Tiroleone posee la llave de los contactos. A él le llegan las cartas de los organismos, a la Federación nadie más que él puede proponer candidatos.

«Conque veo al muchacho» (Amadori a la profesora Peterson) «y le saco una medición rápida y a ojo. Mire usted, señora, o a lo mejor es señorita, lo digo con todo respeto: me bastó aquella ojeada para calibrar al chico como brevilíneo. Solo había que fijarse en el desarrollo de las extremidades tanto superiores como inferiores, notoriamente menor que el desarrollo del tronco. Conozco el tipo. Lo contrario que los longilíneos, que son vivos y sueltos pero unas rosas de pitiminí, se ponen nerviosos y están perdidos. Los del género Merotto no se emocionan por nada, son lentos como bueyes para asimilar pero lo asimilan para siempre. Se lo traduje a él para que me entendiera: “De correr en pista, muchacho, este que suscribe no quiere saber nada, eso es deporte de invernadero, nos queda decidir si vamos para velocista o para escalador”. El brevilíneo, mi querida señora, no es ágil, pero tiene lo que se quiera de resistente. Así que escalador. El chico renunció a las horas extras salvo los sábados y vísperas de fiesta que son de mucho apuro en la pastelería; aquí conmigo se pasaba todo su tiempo libre y en las salidas que hacíamos a las afueras. Yo le enseñé la buena posición, sin la cual jamás sería ungrimpeur eficaz y hasta quedaría perjudicada la estética. Yo le descubrí la importancia de distribuir el peso del cuerpo, y el baricentro del cuerpo, y la malicia de oponer a la presión del aire la menor superficie posible del cuerpo. ¿Usted me comprende?».

«Le comprendo muy bien, señor Amadori —le decía la americana—, lo explica usted adecuadamente». El caso es que Merotto llegó a entre Escila y Caribdis…

—Hermosa alianza, señorita Peterson —dijo el vicedecano, que no había querido faltar a la despedida de la profesora—, la erudición clásica y el deporte popular.

—¡Pero si es el lenguaje del señor Amadori! —protestó ella con una risa muy saludable.

Entre Escila y Caribdis se vio Merotto por culpa de un error que no había manera de vencer. La profesora Peterson trató de metérnoslo a nosotros en la cabeza: cuando el pedal estaba abajo, Merotto obligaba a los músculos que flexionan la pierna sobre el muslo a extenderse excesivamente. Y a pedal alto, casi peor, porque el muslo lo comprimía contra la ingle y el abdomen como en un instinto de autodefensa, resistente a todos los consejos, a todas las prédicas y amenazas. Con lo que limitaba el movimiento de los pedales. O sea, la tensión muscular. «En fin, para que me entiendan ustedes: la fuerza del pedaleo».

—Yo no estoy seguro de haber entendido —dijo el estructuralista Gronzzi—. Sospecho que tengo una inteligencia brevilínea.

La del Trinity College le pasó la mano a Gronzzi por la calva, entre la complacencia amistosa de todos. Probablemente tiene Karen los ojos bonitos, me parece recordar que un pelo abundante que puede caerle por la frente, si no es que le invade las mejillas y entonces se sacude la cabeza y hace una cascada rojiza. Pues eso apenas es nada. Solo complementos, accesorios alrededor del centro único que es su boca memorable, de gruesos labios fácilmente entreabiertos. La boca de Karen que no consiguen perjudicar unos dientes quizá demasiado ostensibles, un poco desiguales. Pero blanquísimos. Alguien le había hablado de «el caso Tiroleone» para lo de su tesis sobre el lenguaje ciclista. Llegó al pueblo y entró en un bar de la plaza justo cuando la televisión transmitía una etapa de la carrera París-Bruselas. Un montón de italianos y ni uno solo se volvió a mirarla a ella. Entonces pensó con preocupación fraterna en las mujeres del lugar. Pero también era la comprobación de que no la habían engañado; solo el apañar unas cuantas novedades, dijo, valía el viaje, y lo que había encontrado en aquella ciudad insólita era una verdadera mina. El pividone es una pieza del manillar que en ningún otro sitio la llaman así, pero aún más bonito es que a los corredores modestos y gregarios les llaman mangueli. Y para el acto de demarraje —son solo unos ejemplos— dicen más bien revilvare, sobre todo cuando ocurre en terreno ondulado de manera que el corredor y su montura parece que van dando botes…

«Merotto, muchacho —imploraba el señor Amadori—: escúchame bien, ¡por los siete puñales de la Madonna! Tienes que hacerlo repentinamente, fíjate que hasta te digo violentamente, así es como debes pasar de una velocidad moderada a una velocidad elevada si quieres salir revilvando». Y venga de repasar las tablas sagradas de los teóricos, como no había tenido que hacer con ningún otro educando. Elevó el sillín. Bajó el sillín. Emplazó el sillín a la altura justa para que colocando la punta de la zapatilla en el calapié, a pedal bajo, la pierna hiciera un ángulo de 175 grados. Pero el muslo. Pero la ingle. ¡Pero el conflicto del muslo y de la ingle de Merotto con el sillín! Entonces fue cuando decidió el masaje.

«¿Desnudo hasta abajo?», se inquietó Merotto. «Igual que te parió tu madre», sentenció Amadori, y ya Merotto se iba quitando los guantes de dedos libres, las zapatillas ligeras y los calcetines de lana, el maillot pegado al cuerpo por el sudor a chorros. Al fin, el calzón deportivo, púdicamente reforzado con piel de gamuza. «¿Listo?», preguntó Amadori con desabrimiento. Estaba cansado Amadori. En los primeros días se había ido del pico, por los «círculos especializados» —como escribe El Lazio…—, deslumbrado por la fortaleza de aquel futuro rey de la montaña. Y por otra parte, la confianza ciega que se depositaba en él, en Amadori el preparador: la mirada incondicional del confitero que le seguía todos los movimientos como un perro fiel y, sin embargo, orgulloso. «Tranquilo, muchacho, respíreme bien relajado, sin ruido, que no le oiga yo la respiración. Dejé de oírle la respiración y ni el vuelo de una mosca —dice Amadori—. Yo estaba de espaldas a la mesa, escogiendo en los frascos de esa vitrina facultativa: tengo alcanfor, tengo aceite de oliva, tengo trementina; recuerdo que por fin el aceite de oliva, hasta que me di la vuelta para encarar a Merotto, el bueno de Merotto en pelota, con perdón».

Amadori lleva toda su vida enseñando a otros a controlarse, pero él mismo se sobresaltó. Cogió una toalla y, como al desgaire, la echó sobre el lugar conflictivo. Luego masajeó un poco los músculos del tórax, de las piernas y de los brazos, como quien cumple un trámite sin esperanza.

—Estaba el secreto profesional de Amadori jurado según Hipócrates —dijo Karen, que parecía haber entrado en una vaga ternura.

Titubeó antes de seguir.

Claro que, la revelación, había acaecido más que ante el practicante Amadori, ante el comisario técnico Amadori. Y a éste le resultaba duro, hay que reconocerlo, el descrédito frente al club por un fracaso tan ajeno a sus responsabilidades. A Guarnini al menos había que decírselo. Y luego Guarnini… El pueblo entero se puso a rebuscar claves y señales. Los mozos de la edad de Merotto no recordaban a Merotto como un superclase en los vagones de la vía muerta, donde los chicos ociosos apostaban a medírsela con monedas puestas en fila. Ni en el río, cuando se bañaban sin taparrabos. «¿Y en el baile, pero es que las chicas no le notaban esa impedimenta en el baile?». El oficial de la pastelería no bailaba, si llovía demasiado para la carretera se metía en el cine… Es verdad que ahora las mujeres lo miran golosas al cruzarse. Las peores —lo confesó el propio Merotto, cuando la investigadora Peterson hubo ganado al fin su confianza—, las más descaradas son las casadas jóvenes. Pero él anda apagado y triste porque para un hombre de Tiroleone esa prepotencia viril no es comparable al hurra clamoroso, al acoso de los fotógrafos cuando la rueda delantera del líder avasalla la meta. Y el señor Mario Amadori lo ha desengañado sinceramente. Definitivamente:

«Pero cómo ibas a hacer el ángulo correcto, criatura; lo que no sé es cómo no se te salía esa cosa por la pernera del culotte…».

El vicedecano, los profesores y los doctorandos que estábamos en el despacho, todos nos reímos.

Pero más de una vez tengo observado yo que las risas de los hombres son risas de conejo cuando se habla de nuestras medidas íntimas, por eso no me extrañó que al cabo de algunas bromas se cambiara de tema. Karen, que no conseguía disimular una interior ausencia, miró de pronto el reloj con una expresión americana de sorpresa y empezó a desplegar su cuerpo como una bandera hasta ponerse de pie. Era el adiós definitivo, y nos acogió a todos en una sonrisa muy ancha. Regresaba a Virginia con su disertación en el portafolios flamante, pero dijo que aún pasaría por «ese piccolo Tiroleone»; a saber qué idea llevaría la lingüista.